Que sola está la casa. Qué orden, que quietud. Salvo la cama, deshecha por la mañana y la pila de utensilios domésticos que se amontonan cada día en el fregadero, el resto permanece inmóvil. Las sillas, las plantas, las figuras, los libros, todo se mantiene tal como lo coloqué sin que una mano infantil o curiosa, lo altere. El silencio se filtra susurrante por las puertas, el silbido agudo del viento, al chocar contra las aristas vivas de la torre da un tono frío y misterioso a este ambiente solitario.
Tal vez por eso, cuando me invitaron a una boda en Ibarra, acepté encantado, pensando en la cantidad de experiencias que la ceremonia me reportaría.
Volcán Pichincha. Quito a sus pies
El día amaneció brumoso. El Pichincha, cubierto de nieve anunciaba la entrada real del invierno. El trayecto Quito-Ibarra, tantas veces recorrido con cielos despejados, mostraba un aspecto insólito. Las estribaciones de la Sierra aparecían tapizadas por grandes penachos blancos, perdiéndose, luego, bajo una densa capa de nubes. El Cayambe, antaño dominante, desaparecía en el cielo dejando entrever únicamente sus blancas laderas. El Tunguragua, monte sagrado de los Otavaleños, extendía sombras oscuras sobre la laguna de San Pablo, que, a diferencia de otras veces, se asemejaba a una fría lámina de acero.
Pese a ser las 11 a.m. las calles de Ibarra estaban desiertas, es más de la Iglesia donde debía celebrarse la boda se mantenía cerrada. Únicamente un violinista, fumando tranquilamente junto a la puerta principal, indicaba que allí, en plazo breve se celebraría la boda.
Pese a ser las 11 a.m. las calles de Ibarra estaban desiertas, es más de la Iglesia donde debía celebrarse la boda se mantenía cerrada. Únicamente un violinista, fumando tranquilamente junto a la puerta principal, indicaba que allí, en plazo breve se celebraría la boda.
Ibarra. Centro urbano
La ceremonia, enmarcada entre tules blancos y florecillas multicolores de papel, culminó con una lluvia de arroz rosa, previamente distribuido entre los asistentes. Tras un desfile de abrazos y parabienes, nos encaminamos hacia los salones del Ayuntamiento, en donde los padres de la novia iban a agasajar a los invitados.
Quizás por ir solo, por ser extranjero o por desconocer este tipo de celebraciones, llegué de los primeros. Si antes había observado una serie de curiosidades, en el momento mismo de entrar en el salón éstas se centuplicaron.
Sobre un recinto diáfano de unos 300 metros cuadrados se desplegaban, adosadas a la pared, entre 100 y 150 sillas en las que, un solícito camarero iba distribuyendo, ofreciéndoles a la vez una copa de vino y una pastita, a los invitados.
Dentro de una tradición simple pero muy emotiva, el padre de la novia brindó por el futuro matrimonio, luego la pareja se ubicó en el centro del gran corro de sillas y reunió en torno a ella primero a las solteras y luego a los solteros para rifar entre ellas el ramo y la liga de la novia y entre ellos, la posibilidad de quitar la liga a la novia para colocársela a la soltera agraciada con el ramo. Tras esto, los amigos del novio le despojaron de la chaqueta y sobre su camisa escribieron despedidas, saludos y cualquier otra frase que se les ocurriera. Hasta entonces todo se desarrollaba dentro de un ambiente ordenado y formal.
De repente y casi a la vez, la música y el wiski hicieron su aparición. Eran solo las 12’30 de la mañana. La gente primero con timidez y luego con absoluta deshinbición, tomó el espacio enmarcado por las sillas como pista de baile. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños y niñas, iniciaron una danza frenética en la que se mezclaba la cumbia, la salsa, el merengue y el ballenato. A medida que pasaban las horas, la confraternización iba en aumento. Para mi desgracia iba pasando de los brazos de la mamá de la novia a los de las diferentes tías del novio, o bien me encontraba rodeado de primos, cuñados y sobrinos empeñados en que bebiera la mayor cantidad posible de wiski. Sobre las 16’00 p.m. hubo por fin un pequeño receso que se aprovechó para tomar un plato de arroz con carne y en seguida continuó la música y la bebida, compuesta ahora a base de jugos, chicha y aguardiente de caña.
Quizás por ir solo, por ser extranjero o por desconocer este tipo de celebraciones, llegué de los primeros. Si antes había observado una serie de curiosidades, en el momento mismo de entrar en el salón éstas se centuplicaron.
Sobre un recinto diáfano de unos 300 metros cuadrados se desplegaban, adosadas a la pared, entre 100 y 150 sillas en las que, un solícito camarero iba distribuyendo, ofreciéndoles a la vez una copa de vino y una pastita, a los invitados.
Dentro de una tradición simple pero muy emotiva, el padre de la novia brindó por el futuro matrimonio, luego la pareja se ubicó en el centro del gran corro de sillas y reunió en torno a ella primero a las solteras y luego a los solteros para rifar entre ellas el ramo y la liga de la novia y entre ellos, la posibilidad de quitar la liga a la novia para colocársela a la soltera agraciada con el ramo. Tras esto, los amigos del novio le despojaron de la chaqueta y sobre su camisa escribieron despedidas, saludos y cualquier otra frase que se les ocurriera. Hasta entonces todo se desarrollaba dentro de un ambiente ordenado y formal.
De repente y casi a la vez, la música y el wiski hicieron su aparición. Eran solo las 12’30 de la mañana. La gente primero con timidez y luego con absoluta deshinbición, tomó el espacio enmarcado por las sillas como pista de baile. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños y niñas, iniciaron una danza frenética en la que se mezclaba la cumbia, la salsa, el merengue y el ballenato. A medida que pasaban las horas, la confraternización iba en aumento. Para mi desgracia iba pasando de los brazos de la mamá de la novia a los de las diferentes tías del novio, o bien me encontraba rodeado de primos, cuñados y sobrinos empeñados en que bebiera la mayor cantidad posible de wiski. Sobre las 16’00 p.m. hubo por fin un pequeño receso que se aprovechó para tomar un plato de arroz con carne y en seguida continuó la música y la bebida, compuesta ahora a base de jugos, chicha y aguardiente de caña.
Ibarra. Templo
Con la llegada de la noche la decoración cambió. Sin saber cómo, las tías, madres y suegras desaparecieron, dejando paso a las damas de honor y sus amigas. Ahora las parejas con las que bailaba eran jóvenes y casi siempre gorditas y morenitas. Los ritmos trepidantes dieron paso a las sambas, valses y pasillos, aproximando los cuerpos ya excitados por el calor, el licor y el ambiente.
Me despedí con pena. No sé por qué me hubiera gustado quedarme hasta el amanecer.
Durante la vuelta recordaba las situaciones más típicas de la boda. Esa deferencia del ecuatoriano por sacar a bailar, al principio, a las damas de mayor edad, la resistencia y el ritmo de esas mujeres indiferentes a los años y a los kilos, el beber indiscriminado de hombres y mujeres, el parloteo incoherente mezcla de adulación y agradecimiento, el contraste entre la salda y el pasillo, la servidumbre en fin, de la mujer, siempre dispuesta a cumplir los deseos del hombre, el contraste entre lo que representan las tres damas de la novia: amor, fidelidad y castidad, y la realidad vivida. Todo esto martilleaba mi mente mientras mi estómago, más apegado a la realidad, imponía la necesidad de parar en Guayabamba y tomar un típico “yaguarlocro” a base de papas, sangre de res, aguacate y maíz, con el que poder reponer fuerzas y aminorar un poco los efectos del mucho licor ingerido.
Me despedí con pena. No sé por qué me hubiera gustado quedarme hasta el amanecer.
Durante la vuelta recordaba las situaciones más típicas de la boda. Esa deferencia del ecuatoriano por sacar a bailar, al principio, a las damas de mayor edad, la resistencia y el ritmo de esas mujeres indiferentes a los años y a los kilos, el beber indiscriminado de hombres y mujeres, el parloteo incoherente mezcla de adulación y agradecimiento, el contraste entre la salda y el pasillo, la servidumbre en fin, de la mujer, siempre dispuesta a cumplir los deseos del hombre, el contraste entre lo que representan las tres damas de la novia: amor, fidelidad y castidad, y la realidad vivida. Todo esto martilleaba mi mente mientras mi estómago, más apegado a la realidad, imponía la necesidad de parar en Guayabamba y tomar un típico “yaguarlocro” a base de papas, sangre de res, aguacate y maíz, con el que poder reponer fuerzas y aminorar un poco los efectos del mucho licor ingerido.
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