domingo, 21 de febrero de 2021

La seducción

Durante la última semana cuatro diferentes mujeres me contaron sus vidas: una intentó violarme y otra me está seduciendo. Bonita semana para alguien acostumbrado a la vida tranquila, sedentaria y sin grandes emociones.
Si por separado cualquiera de ellas es un mundo, un pequeño mundo, juntas conforman un universo. La problemática personal, la familiar, la social, el amor, el adulterio, la frigidez, el lesbianismo, la degradación, la droga, la cárcel, son aspectos aislados de unas vidas que por azar han confluido, de golpe, sobre mi existencia.
De las cuatro, tres están solas. Una añorando un amor imposible, otra huyendo de las mujeres que la tientan, la arrastran y la poseen.
La última buscando en el sexo de los hombres el inútil remedio a su frigidez. La cuarta solo lucha contra su mente, pero aun, contra una experiencia juvenil que la marca de forma indeleble. Las dudas que tal hecho le plantean hacen que a veces, reniegue de lo que tiene, que recuerde con dicha los días en que cuidaba con celo su amor prohibido, que intente lanzarse a aventuras eróticas desprovistas de futuro pero cuajadas de realidades, que se empeñe en conseguir, como en sus años mozos, todo lo que desea, aunque para ello tenga que fingir. Quiere volver a sentir ese gusto agridulce de lo prohibido, vivir el suspense de la mentira, gozar con el placer del engaño.

Las tres primeras, en algún momento, buscaron mi cuerpo y lo encontraron dispuesto. Para ambos fue la culminación momentánea de un estado de exaltación erótica. Fue, como diría Gala, “ese tránsito fugaz de la amistad al amor al interponerse entre nosotros el sexo”, fue un intento de unir las mentes mediante el vínculo del cuerpo. Esto que en muchos casos termina en fracaso, fue para nosotros, sino un éxito sí la continuidad de una amistad.
El diablo puso ya en la mente de la primera mujer el germen satánico de la seducción. Desde entonces, su poder aunque encubierto, ha ido creciendo constantemente. Es muy difícil que lo que desee lo consiga, sobre todo si el hombre entra en su juego. Qué razón tiene ese viejo proverbio chino al decir “si cuando una mujer te habla, no quieres perderte en su lógica irracional, sonríe, baja la mirada y huye”. Sin embargo, los hombres no leemos a Confucio y cuando una mujer nos mira caemos invariablemente en las redes de su embrujo.

El poder de seducción es su atributo más atrayente y peligroso. En él brilla con luz propia, domina todas las técnicas y recursos, tan pronto utiliza su cuerpo como su mente, en función del objetivo adecúa sus armas más idóneas. El olor, la voz, la mirada, la insinuación, el recato, todo es válido en su mundo, todo es perdonable con tal de conseguir lo deseado. De acuerdo con la presa las técnicas varían. No todos ceden antes los atributos externos, no todos se doblegan ante lo incierto y lo prohibido, no todos naufragan ante razonamientos sugerentes, pero todos caemos ante una mezcla de ideas, insinuaciones y promesas.
Desde el día en que me obligó a que hablara con ella mirándole a los ojos supe que estaba perdido. Puedo contar fantásticas historias o aventuras irrealizables, pero me es imposible, cuando una mujer me mira de frente, decirle “no” o “mentirle”. Desde aquel día su ascendencia sobre mí se acrecentó. Lo sabía y lo utilizaba. Nunca forzó una situación, nunca llegó al límite de sus posibilidades. Siempre, aunque a veces lo disimulase bajo una apariencia frívola, actuó fría y lúcidamente, quería saber hasta dónde podría yo aguantar sin pasar a la acción directa, acción que por otra parte rechazaría si se diera.

Durante meses ese juego encubierto de sonrisas, preguntas y comentarios, aparentemente intrascendentes, ha ido eliminando los posibles obstáculos que nos separan. A períodos de máxima confianza siguen lapsus de tiempo vacíos en los cuales, más que aminorarse la pasión se fortalece para la próxima embestida. Detrás de cada uno queda destruida una barrera, un tabú o un prejuicio. Hoy puede decirse que ya estamos desnudos frente a frente. Solo mi lógica se opone a su poder. Solo un extraño miedo o el hecho de tener que abdicar de todo lo que durante tanto tiempo defendí me impiden lanzarme a la posesión de su cuerpo, que por momentos se me ofrece y se me hurta en un juego perfecto de seducción.
Insinuar, tentar, seducir son armas femeninas contra las que casi no tenemos defensas. Sé que se cimientan en la mente, ellas saben que, para triunfar, deben primero doblegar la lógica del varón, hacerle saber que no solo el cuerpo y sus atributos tienen poder, también su astucia cuenta.
Últimamente ha aprendido mucho. Siempre coqueteé con las ideas y ahora me encuentro con mujeres que, sin pudor alguno, emplean su cuerpo para conseguir el mío. Compruebo que el juego de la seducción, pese a ser atrayente, excitante y peligroso, se desmorona al pasar el seductor a la conquista directa del seducido, o bien, cuando el equilibrio inestable en que ambos se mantienen, se rompe ante una de las muchas debilidades que todos tenemos.

Pese a todo, seducir es hermoso. Plantea la duda del, ¿cuándo caerá?, activa la imaginación buscando el momento preciso, el lugar, el ambiente, elimina el pecado pues al crear un proceso tan prolijo y meditado, su conclusión no es ya una falta sino la consecución del objetivo tan largamente deseado. Existe finalmente la posibilidad de no llegar a conseguirlo, puede darse el hecho de que dos seres se acerquen al fuego sin quemarse, que jueguen con lo prohibido sin caer, que, por algún misterio de la naturaleza, se atraigan y nunca lleguen a unirse. Aunque improbable esta idea ilusoria palpita en el fondo de todo seductor o seducido que albergue en su alma un poquito de romanticismo.

lunes, 15 de febrero de 2021

El baño

Una de mis primeras amigas ecuatorianas trabajaba de masajista en una casa de baños y, conocedora de mis aficiones, me preguntó muchas veces si no podría escribir sobre este tipo de lugares tan abundantes y concurridos en el país. Hoy, al cabo de los meses, aún me acuerdo de ella, de su inexperiencia en la aplicación de los masajes, de su candidez, de su extraño pudor, de lo que yo pensaba, y alguna vez le dije: Escribiré cuando haya algo que me motive a hacerlo o cuando me des una idea lo suficientemente atractiva como para llevarla al papel. Con el paso del tiempo Ani Luz ha desaparecido de mi entorno y el ambiente erótico-deportivo que la rodeaba ha dejado, por múltiples razones de interesarme. Aquella pregunta curiosa quedó inconscientemente grabada en mi mente y ahora, mientras me bronceo a cerca de 4.000 m de altitud, rodeado de un centenar de ecuatorianos que se aprovechan y disfrutan de las aguas termales de Papayacta, empiezo a dar forma a una idea que, pese a haber vivido conmigo todo el año, nunca fue capaz de definirse.
 
En el Ecuador se dan una serie de aparentes contradicciones. Bajo una óptica europea me pareció, al principio, que sus hombres y mujeres estaban siempre sucios, era mentira, lo que ocurre es que tienen un color de piel diferente al que no estamos acostumbrados. Me dieron también la impresión de que olían mal, y volví a caer en el error. En ellas y sin saber a ciencia cierta porque, los olores se mezclan dando como resultado uno nuevo, típico y sugestivo. Hoy me he habituado a su color y a su olor y he empezado a identificar a las personas, sobre todo a las del sexo femenino, únicamente por el olfato.
Otro aspecto digno de observación es su sentido naturalista tanto en lo relativo a su alimentación como a los remedios que emplean para el tratamiento de sus enfermedades, así como el respeto que tienen por quienes practican esta forma de medicina. Tal vez de ahí, del método que imponen los curanderos locales referente a la inmersión del cuerpo en diferentes tipos de baños aromáticos, les venga su afición, casi desmedida hacia el baño y el aseo corporal, pese a que, por desgracia, los medios y la infraestructura higiénica que posean sean, si no nulos, sí muy reducidos.

Como tantas otras veces el sol, el calor y la naturaleza me ayudan a recordar. Fue en mi primera salida a la costa cuando nuestro guía, deseoso de mostrarnos las peculiaridades de la zona nos llevó de visita a los “Baños de barro de San Antonio”. Hoy probablemente hubiera participado en ellos. A las afueras del pueblo que lleva su nombre y bajo su invocación, se levantaba un complejo recreativo formado esencialmente por un inmenso charco de barro rodeado por una amplia explanada de cemento.
Como complemento, piscinas climatizadas y duchas. Era impresionante ver a los hombres y mujeres introducirse en el barrizal y permanecer en él, totalmente recubiertos de lodo, durante horas y horas, para luego secarse plácidamente al sol. Tanto quienes se movían entre el barro como quienes al sol mostraban una pátina ocre-amarillenta producida por las emanaciones sulfurosas de la charca, daban la idea de seres extraídos de un cuento de ciencia-ficción. La realidad era otra. Tras el baño hombres, mujeres y niños se agolpaban bajo las duchas y procedían metódicamente a eliminar, junto al barro cuanta suciedad tuvieran en el cuerpo. Podían contemplarse familias enteras que, de forma ritual, tomaban los baños milagrosos según la inscripción habida a los pies de San Antonio. El si lo eran o no, carecía de importancia pero lo que era seguro es que influían en el sistema higiénico de la comunidad y además los vapores sulfurosos curaban y prevenían de ciertas enfermedades de la piel muy típicas y comunes en otras zonas del país.

Mis andanzas por esta tierra me llevaron meses más tarde al pintoresco poblado de Santa Rosa, sobre los márgenes del Napo en lo que pudiera considerarse la pre Amazonía. Entrar en ese mundo verde salpicado de pequeños núcleos comunales, adornado con chocas de caña “gadúa” con techo de hierba dura, es olvidarse de la civilización e integrarse en un mundo diferente. Pese a todo, las tradiciones se mantienen. Al margen de horarios y normas sociales los miembros de la comunidad se acercaban a la orilla del río y allí, entre juegos y risas, efectuaban su aseo antes de integrarse a sus tareas cotidianas. Entre el poblado y el río se levantaba un edificio solitario construido a base de bloques de barro cocido y tapizado casi por completo de esa hierba con que los lugareños de la Amazonía cubren todas sus construcciones.
Para mi sorpresa me encontraba ante el “baño-sauna” local, utilizado casi exclusivamente para la purificación de los cuerpos y de las almas. Allí los médicos de la aldea elaboraban los líquidos y las infusiones utilizados en sus curaciones y allí mismo, los habitantes de la aldea tomaban sus baños de vapor a fin de eliminar de ellos tanto los peligros provenientes de la selva como los creados por su mente.

Más tarde, cómodamente sentado sobre los mosaicos azules del turco de mi gimnasia intentaba comparar aquella rústica construcción con estas modernas instalaciones. No, no era posible. Sin embargo, eliminando mentalmente el ornado exterior y observando el elemento humano, volvían a surgir múltiples similitudes. La gente, inconscientemente, se dedicaba a su aseo. Los hombres se rasuraban mecánicamente aquel vello perdido que no pudo eliminarse en el afeitado matutino y las mujeres, a base de masajes y fricciones procuraban restar de sus cuerpos aquellos kilos superfluos que tanto les molestaban.
Era un ir y venir de gente que, despreocupada del resto, intentaba desechar de sí mismo, junto a grandes cantidades de sudor, los problemas, las preocupaciones o los efectos dañinos del último “chuchaqui”. Para muchos era un remedio terapéutico, pues el contraste entre el frío y el calor, fortalecía sus arterias y activaba su circulación, para muy pocos era un pasatiempo intrascendente. En la sociedad ecuatoriana la sauna y el masaje posterior era algo normal y cotidiano, algo intrínseco a su naturaleza.
El sol andino que caía de plomo sobre los riscos de Papayacta empezaba a colorear mi pecho. El murmullo del río cubría el conjunto de voces humanas que disfrutaban de las cinco piscinas del balneario termal. Pasé la mañana contemplando aquella masa de hombres y mujeres que metódicamente se introducían, primero en las piscinas templadas, luego en las de vapor y finalmente en las de agua helada. Salvo yo, todos se dedicaban al baño antes de pasar a efectuar su aseo personal.
Alineados de forma paralela al cauce del arroyo una serie de canalillos servían de ducha común. Allí, la práctica totalidad de asistentes procedían a un metódico enjabonado de cabeza y cuerpo. Me impresionó vivamente el sentido higiénico, no solo de los excursionistas y lugareños, sino de muchas familias de indios que bajaban puntualmente de la cordillera para cumplir con ese precepto ancestral de la limpieza.

Sin apenas darme cuenta mi piel había tomado una peligrosa tonalidad rojiza. Intenté y desistí, introducirme en una de las piscinas calientes y tras deambular un rato por las instalaciones me duché y me fui.
Había asistido a uno más de los baños comunitarios, tan típicos en el Ecuador. Había comprobado que el color oscuro no presupone suciedad, aunque muchas veces lo uno fuera emparejado con lo otro, había empezado a integrarme en una sociedad diferente a la mía y a la que poco a poco intentaba entender. Ya, por ejemplo, el color y el olor de las mujeres no me desagradaba sino que, al contrario, empezaba a activar mis fibras eróticas más sensibles.

lunes, 8 de febrero de 2021

Desnudar la mente

“La Tortuga” es una sauna pequeña y aceptablemente limpia, en donde suelo encerrarme cuando me siento solo o muy cargado de problemas. Allí, envuelto en el cálido vapor del “turco” desprovisto de toda vestimenta, mientras mis poros se vacían lentamente y mis preocupaciones intentan disolverse, dejo volar mi mente.
Nadie me molesta. La quietud y la tranquilidad son casi absolutas. Únicamente el monótono silbido de la espita de vapor rompe esa atmósfera de recogimiento que yo mismo me creo. Cuando mi cuerpo empapado en sudor, empieza a relajarse me desconecto de la realidad cotidiana. Mi yo frío y cerebral se acrecienta. Lo que puedo tener de romántico e idealista desaparece. Mi cerebro se recrea creando situaciones ficticias, recordando instantes del pasado, imaginando vivencias presentes, en definitiva, deformando la realidad que me rodea.

Sauna “La Tortuga”
Ayer pensaba en ti. No, pensaba en vosotras. Como muy bien puedes suponer alguien más ha entrado en la espiral ilógica de mis fantasías. Me acordaba de lo que hablamos unos días antes en Madrid, de lo que pensé y nunca dije, de tu explosión verbal incontrolada, y lo transferí a estas tierras quiteñas casi con las mismas palabras. Lo que para ti fue una confesión violenta para ella ha sido un monólogo íntimo. Lo que tú me gritabas, con esa mezcla de miedo y rabia que te caracteriza, ella me lo censuraba con firmeza y un poco de erotismo. Sois para mí fundamentalmente idénticas. Os separa un continente y una decena de años. Os une vuestras vivencias, vuestros problemas y ese tremendo afán de libertad por el que ambas lucháis.
Sigo recordando el día en el que, sin yo pedírtelo, me fuiste memorizando aquel tu primer amor. Como ayer, ante una situación, yo callaba. Me fuiste, con rabia, desnudando tu mente, abriéndome tu corazón, arrojándome a la cara pedazos de tu vida, de esa vida íntima que tan celosamente guardabas hasta entonces.
Cuando te dejé pensé mucho. Impúdicamente me habías mostrado tu mente y sin embargo guardabas de mí tu cuerpo. No te lo dije, pero lo pensé. ¿Era peor poseer el cuerpo que la mente? Para el mundo había más pecado en lo primero. Yo creía que no. Un cuerpo desnudo es una imagen fugaz que apenas se mantiene unos segundos en la retina. Una mente al descubierto es algo que se incrusta en otra mente y puede vivir allí toda una vida. La contemplación de un cuerpo precisa de la proximidad de la cercanía; el análisis de una mente no precisa nada, va con nosotros y surge cuando lo deseamos. No muere nunca pues nunca ha existido. El deseo inalcanzado es algo que por su propia esencia se perpetua y ni el tiempo ni la distancia pueden erosionarlo.

Como una ficción cinematográfica las imágenes se me superponen. Lo que viví hace tiempo contigo, lo reviví ayer con ella. No sé por qué ni el cómo, pero se ha ido introduciendo en mí. Lo que contigo me costó años con ella ha sido cuestión de días. También ella me ha abierto su mente. Si tu confesión fue solo un trozo, el más importante de tu vida, la suya ha sido completa. La vida, sus temores, su primer amor, su primer hombre, su primer fracaso, sus luchas, sus silencios, sus engaños, todo fluía dulcemente de sus labios. El contraluz que la envolvía me impedía apreciar los cambios de su rostro. Únicamente la modelación de su voz me daba una idea de la intensidad de su relato, de los altibajos de su vida.
Cuando nos separamos mis antiguas ideas renacieron. Me había ofrecido su mente y con ello había imposibilitado el que poseyera su cuerpo. Algo en mí me impedía utilizar sus debilidades en beneficio de un placer puramente carnal. Como contigo, la pasión se albergaría en la mente dejando los cuerpos huérfanos de caricias. Nunca mis manos, mis labios, mi barba, acariciarían vuestro pecho. Nunca nuestros cuerpos desnudos se fundirían. Nunca nuestras bocas se unirían en un beso.

¿Había sido un error desnudar vuestras mentes antes que vuestros cuerpos? ¿Era eso un impedimento para llegar a poseeros? Estas y otras muchas preguntas carecían de respuesta.
Los problemas que me llevaron a esta atmósfera de vapor caliente se habían esfumado. Solo vuestras dos mentes desnudas me acompañaban. Mi desnudez física contrastaba vigorosamente con la vuestra. Lo excitante del cuerpo femenino había dado paso a dos corazones que, sin razón aparente, se me habían abierto mostrándome, sin recato, todas sus interioridades. Miento. Todas no. Había algo que las dos se guardaban. No sabía y tal vez no lo sepa nunca, qué pensaban ambas de mí y cómo encajaba yo en ese extraño laberinto de sus vidas.

lunes, 1 de febrero de 2021

La señora Sonia

Ir a Muisne y no conocer el Salón “La Moneda” es casi un pecado. Ir a “La Moneda” y no entablar amistad con la Señora Sonia, dueña del citado establecimiento, es un imposible. La primera vez que viajé a esta pequeña isla, situada en la desembocadura del río que lleva su nombre, iba integrando un grupo de personas muy heterogéneas, unidas por lazos de amistad y separados por razones familiares y laborales. Un grupo, en principio extraño, en el que se juntaban, sin mezclarse, mujeres con mentalidad de niñas, con hombres que ocultaban a la perfección sus más puras reacciones anímicas. Mujeres que querían jugar, y no jugar, a serlo, y hombres que sabiéndolo, evitaban, enmascaraban o eludían cualquier aproximación o devaneo sentimental, lógico por otra parte en cualquier reunión prolongada entres seres de distinto sexo.
La preparación y posterior realización del viaje estuvieron sujetos a una programación estudiada y casi perfecta. Salida de Quito al amanecer, cruce de la cordillera bajo las luces del crepúsculo, desayuno en La Concordia y última parada de control en Atacames para decidir la ruta a seguir desde allí hasta el embarcadero de Muisne.

El mal estado del camino, la imprudencia de los conductores locales y el hecho de haber efectuado varias veces este trayecto eran motivos más que suficientes para que mi mente estuviera únicamente concentrada en la carretera. A partir de Sua, unos kilómetros más allá de Atacames, el paisaje y el ambiente cambiaron de forma radical. Dando fe de que la sociedad consumista no había aún atravesado este límite, la calzada dejó su envoltura asfáltica y se convirtió en una vía de penetración típicamente tropical, a veces empedrada, a veces polvorienta y en grandes zonas totalmente empantanada. El recorrer los aproximadamente 25 km que nos separaba del embarcadero nos llevó dos horas largas en las que sufrimos los rigores del calor y las vicisitudes normales de tener que atravesar terrenos embarrados en los que el coche se deslizaba peligrosamente sobre una superficie arcillosa totalmente resbaladiza. En justa compensación el paisaje adquiría una prestancia casi amazónica, entremezclándose bosques impenetrables con áreas dedicadas al cultivo de maíz, la toronja, la papaya, el cacao o el café. Lo que parecía una senda africana rodeada de palmeras, cocoteros y helechos gigantes, terminó, de pronto, en una pequeña explanada circundada de casas de caña “gadúa”, que daba vista y era punto de embarque hacia la isla de Muisne.

Nada más desembarcar, el solícito lugareño que nos servía de guía y porteador, nos indicó que el mejor sitio para comer, allí donde daban los mejores pescados y donde se cocinaban las mejores sopas era, sin lugar a dudas, el salón “La Moneda”.
La Señora Sonia, “Mamita Sonia” para los íntimos o los niños, lo presidía todo. Su enorme humanidad se desplazaba ágilmente tras el mostrador rojo que separaba la cocina del comedor. Desde allí manejaba y cuidaba los cuatro fogones donde se cocía, freía o calentaba el arroz, los plátanos, la carne y la fritada, vigilaba a cuantos clientes entraban en el establecimiento y dirigía con firmeza su corto ejército de tres mujeres, dedicándolas tanto a pelar o trocear un ave o una res, como a servir comidas, arreglar mesas o componer cualquier artículo requerido por un cliente e inexistente en ese momento en el salón.
Sin abandonar su posición dominante la Señora Sonia valoraba, de inmediato, la posible posición social de los clientes. Sin necesitar información alguna, y casi siempre sin equivocarse, asignaba a cada uno el tratamiento preciso, así, señor, ingeniero, licenciado o doctor eran los epítetos con que nominaba a quienes atravesaban las puertas de batintín de “La Moneda”.
Conmigo se confundió a medias. Tal vez por querer quedar excesivamente bien añadió a mi título académico mi nacionalidad. “Ingeniero brasileño” y quizás por esto, para intentar más tarde subsanar el error, su comportamiento hacia mí fue, a partir de entonces, muy especial. Podía llegar el último del grupo, y sin embargo, me servían el primero, podía pedir cualquier cosa, por rara que fuera, que ella desplazaba a todas sus sirvientas para complacerme. En justa compensación yo tenía que comer lo que ella hubiera preparado.

Desde el primer día en que inconscientemente a su pregunta de:
— ¿Qué desea comer ingeniero?—
Contesté con lo de:
 —Lo que tenga Señora Sonia. —
No tuvo ninguna duda, yo comía, sin más, el platillo del día.
Me inveterada costumbre de llevar el control de gastos y mi afición culinaria fueron las razones fundamentales sobre las que se cimentó nuestra amistad. Al final de cada comida, mientras ella rebuscaba en los bolsillos de su bata los sucres necesarios para darme el cambio, yo le preguntaba por el plato degustado o por el previsto para el día siguiente. De esta forma me enteré de la preparación del “Cebiche de Conchas” y el “Biche Manabita”, típico alimento, éste último, de la Semana Santa Costeña, elaborado con “zambo”, “yuca”, zanahorias blanca y roja, repollo, “choclo” verde, frejol y “mellocos”, hervido todo en agua aliñada con sal, manteca, ajo, perejil y especias aromáticas, a la que se le ha añadido previamente “maní” tostado y licuado en leche. Esta mezcla se deja hervir por espacio de más de dos horas antes de servirla, y se acompaña de “patacones”, “canguil” o “tostado” y el consiguiente ají, todo a gusto del consumidor.

A parte de su fuerte sabor a “maní”, algo aminorado por la leche, el valor gastronómico de esta especie de sopa de verduras, es muy escaso, por la noche Doña Sonia, mientras me contaba parte de su vida, su boda, sus tres hijas casadas y viviendo lejos de Muisne, su viudez, la carencia de buenos alimentos en la isla y la vagancia de la servidumbre, me prometió que para el siguiente día procuraría cocinarnos algo típico y más sabroso.
Lo cumplió. No sé de dónde sacó el pescado y el marisco pero el caso fue que como despedida me sorprendió con unos “Tamales de verde con corvina” elaborados a base de una pasta de plátanos (verdes) pelados, rallados y cocinados en una olla en la que previamente se tenía agua hirviendo aliñada con un sofrito a base de cebolla, perejil, tomate, aceite, sal, pimienta, comino y “achiote”, y a la que se le había agregado el consabido “maní” tostado y licuado. En ella se introduce un trozo de corvina frita, envuelto en hojas de plátanos o “atchira” y se cocina al vapor de la tamalera durante una hora. Como plato fuerte nos ofreció “Encodados de camarón, conchas y almejas”, mariscos cocinados en leche de coco, acompañados de arroz blanco y plátano verde asado.

Tras esta suculenta comida abandonamos, con tristeza aquella isla maravillosa. Dejábamos unas playas inmensas rodeadas de cocoteros y prácticamente desiertas. Un pueblo de casas de caña “gadua” cimentado directamente sobre la arena conchífera, una serie de pequeños núcleos de población diseminados por la costa en los que las chozas se entroncaban de tal forma en el ambiente que se inician en el agua del mar y terminan en las ramas de los cocoteros. Una enorme extensión de manglares festoneada por decenas de lenguas de agua. Una serie de amigos deseosos de que regresásemos y sobre todo a la Señora Sonia con sus 250 libras de peso, su tremenda fuerza de espíritu, su ánimo emprendedor, su control, casi absoluto sobre el salón y el pueblo, su deseo de agradar y servir.
Dejábamos un lugar en el que los vehículos de gasolina estaban prohibidos, donde se vivía a base de mucho sol, de arroz, yuca, fruta y un poco de pescado. Donde los hombres, los pocos que había, se dedicaban exclusivamente a la pesca de la larva de camarón y en donde los escasos visitantes, que como nosotros llegaban por azar se sentían atraídos por el embrujo cautivador que obligaba, como un enorme imán, a retornar una y otra vez para contemplar, recostados en la playa, los rojos atardeceres del Pacífico en los que no se sabe a ciencia cierta si el sol se pierde tras la lámina azul de las aguas o entre la maraña de palmeras y cocoteros, e incitaba a no abandonar nunca este ignoto paraíso que sería a mi entender perfecto, si tuviera a mi lado una mujer. La mujer de mi vida.