viernes, 16 de julio de 2021

Orquideas como despedida

Viajar, recorrer caminos, hablar con la gente, dejar perder la vista entre grandes masas de árboles, ver serpentear los ríos, contemplar montañas envueltas en nubes, pensar en mil cosas, ilusionarse, sentir el calor, la emoción del pecado o el gusto por lo prohibido, todo ello es parte de mis vicios, mi válvula de escape ante la depresión o la soledad. Ahora, en los últimos días de esta experiencia americana, vuelvo a viajar, regreso de nuevo a ese “carretero lastrado” que asciende por la cordillera y se desploma luego, bruscamente, hacia la Amazonía, navego por el Napo, sigo el curso del Pastaza, duermo en camas de madera, como yuca, arroz y caña, hago, en fin, lo que ya hice otras veces.


Voy con amigos a quienes todo les impresiona y para los que la sorpresa es lo fundamental del viaje. Para mí, sin embargo, que conozco los caminos, los cambios violentos de vegetación o las curiosidades topográficas, es lo nuevo lo que me asombra, ese algo que por precipitación, por climatología o por cansancio se me pasó por alto, aquello que busqué afanosamente y nunca tuve ocasión de encontrar. Hoy la naturaleza me ha ofrecido sus flores. Flores perfectas, deliciosas y fugaces, símbolos del amor y del dinero, de la pasión de una hora, de un día y de esa “plata” que todo lo compra, lo usa y lo desecha. Orquídeas blancas, moradas, anaranjadas, moteadas, no en cajas de plástico con lacitos sino libres, salvajes y coloristas. Flores típicas de la preamazonía ecuatoriana que siempre se me mostraron esquivas y que hoy surgen a millares en ribazos, taludes de carreteras, setos, y que, a modo de pequeñas banderitas sacudidas por el viento, me dan su peculiar despedida.
Después de lo conocido lo ignoto. Ese viaje pensado, preparado mil veces y nunca realizado, ese ir de un lugar a otro utilizando todo tipo de transportes: la “buseta”, el “electrotrén”, la canoa. Ir a San Lorenzo saliendo por Ibarra y regresando por Esmeraldas ha sido mi último gran viaje. Bajar a la costa en el único tren ecuatoriano en funcionamiento era “mi asignatura pendiente” y ya la he aprobado.


Solo y rodeado de gente, voy descendiendo lentamente desde los 3.400 mts. de la Sierra hasta el nivel del mar. El “autoferro” se detiene inexorablemente en todos los pueblos: Mundo Nuevo, Guallupes, Rio Blanco, Arenal, Lita, El Placer, y por último, San Lorenzo. Cada parada va acompañada de una invasión de vendedores que ofrecen indistintamente arroz, papas, carne y frutas. El “ferro” se va poblando de tipos genéricos indefinidos, los agricultores, los niños y los indios se entremezclan con los turistas y los animales.
Recostado en la cola del vagón me recreo con los diferentes paisajes. Al principio las cumbres de la cordillera, luego los desfiladeros, más tarde los ríos torrenciales y por fin la gran llanura tropical absolutamente verde. Poco a poco esa familia anónima que desciende, empieza a conocerse. Ocho horas son muchas para pasarlas en silencio. Se habla, se come, se bebe. El blanco, el indio y el negro confraternizan, todos sudan copiosamente, están cansados, padecen la incomodidad normal de este arcaico medio de transporte. Puentes y túneles se alternan sin interrupción. Las paradas son cada vez más largas y las comidas más copiosas. Sin quererlo me doy cuenta que aquí, sobre la costa occidental, también las orquídeas hacen su aparición. Fugazmente surgen y se esfuman. Una, otra, otra, un bosque de orquídeas nace ante mis ojos. Desaparece y el calor lo invade todo. El adiós de las flores blancas da paso al colorido tórrido del trópico. Hemos llegado a San Lorenzo. El sol me reconforta, estoy en la parte más caliente de este cálido país y me encuentro a gusto.


Como, paseo por la playa, recorro el embarcadero, fotografío paisajes, gentes, calles. De noche, con el ritmo lejano de una música negroide a base de bongos y tambores, me voy a la cama.
Salgo al amanecer. El “morocho” caliente y las tartas de maíz sustituyen con creces el rutinario café con leche. Dos horas a través de los manglares hasta llegar a La Tola, de allí a La Tolita intentando encontrar esa primera cultura ecuatoriana afincada sobre el mar, minera, artesanal, explotadora de oro y abastecedora del precioso metal a los ejércitos de Atahualpa. Mas adelante, sobre uno de tantos destartalados autocares abiertos y con bancadas de madera, salgo vía Esmeraldas. Horas de caminos de tierra bajo un sol tropical, en unión de una población nativa, mayoritariamente de color, tranquila y comedora que aprovecha cualquier ocasión para rellenar sus enormes estómagos; tortas de maíz, queso y maduro, naranjas, aguacates y sandías, todo se mezcla y se engulle. En cada pueblo del trayecto, seis o siete vendedores se encaraman sobre el “bus” y durante varios kilómetros efectúan sus transacciones culinarias. La gente se adormece, se aletarga, se traslada del interior al exterior del vehículo. Me ofrecen de comer, me indican las fotos más curiosas, me piden que les capte con mi máquina y luego les envíe su retrato. Por fin, cansados y sudorosos llegamos al atardecer a Esmeraldas.


Allí, por fin, un hotel, aire acondicionado, comida y una gran playa; todo muy bien menos el viaje de regreso a Quito. No hay billetes, debo esperar un día entero y para colmo, he de viajar de noche. Un día entre la playa y mi habitación, un día en el que el calor, el contacto con la gente y el ambiente invitan al sexo. Un día solo añorando una compañía femenina, hoy inexistente, con quien poder hablar, beber y amar. Un día entero soñando con esos cuerpos fibrosos y morenos, con grandes pechos y cinturas estrechas, un día pensando en las mujeres que aquí conocí: Berni, Janneth, María, Mara, Silvanita ,…, todas distintas, todas amantes.


Amanezco en Quito tras una noche de viaje rodeado de olores, ronquidos y canciones. De la calle 24 de Mayo al hotel, a la ducha, al trabajo. Son los últimos días, debo recoger, archivar, ordenar.
Se cierra un ciclo de mi vida, no uno más, sino uno definitivo. Han sido dos años en los que he aprendido a sufrir, he pasado muchas horas solo, he conocido a quienes me rodeaban y he empezado a conocerme a mí mismo.
No estoy triste, tal vez mi fantasía, mi imaginación o la soledad en la que voluntariamente me he encerrado, sirven para aminorar el dolor de la marcha, eso, o la certeza de que solo he sido un fugaz meteoro, curioso y sorpresivo que apareció un buen día sobre el cielo quiteño y que solo consiguió impresionar el alma de dos maravillosas mujeres, iguales y tan distintas, siendo, para el resto, uno mas de esos miles de extranjeros que todos los años recalan en sus tierras.
Todo seguirá igual: el pueblo, el paisaje, el clima, esas orquídeas que hoy nacen y mañana mueren. He sido un viajero, un visitante, un aventurero inconsciente y osado, un loco pequeñito o, simplemente un “malcriado”, no obstante, todo lo que me ha rodeado me acompañará siempre garabateado con trazos difusos sobre estas malas cuartillas. Vosotras también, sobre todo tú, Mara, y tú, Natalia, reales y ficticias, compañeras amigas y amantes, nombres de ilusión que cubren mujeres reales. Siempre añoraré esas canciones, esas comidas, aquellos momentos que vivimos juntos.


Hoy las orquídeas de vuestras selvas me han despedido, vosotras no; una tarde nos dijimos hasta luego y alguna mañana nos diremos “Hola, cómo estás, cómo has pasado” como si hubiera sido ayer mismo cuando nos separamos.

jueves, 8 de julio de 2021

Hola Sr. Peña

Si ahora, al cabo de dos meses, dijera que no me acuerdo de Nora, mentiría. Tal vez con los años me olvide de su figura o se me desdibuje su cara, pero siempre que oiga hablar a un argentino o escuche, con deje porteño, ese soniquete mil veces repetido de “boludo”, ella vendrá a mi mente.
No sé por qué. Quizás exclusivamente por eso, por la voz, o por ese cambio de entonación con el que decía: “Hola Sr. Peña”, cuando acababa de hacer el amor, serán los aspectos que recuerde de aquella “mina”, rubia teñida, que una soleada mañana de Mayo me presentaron en la calle Amazonas.

Llevaba más de un mes despidiéndome de aquel Quito que me acogió años atrás, ni quería ni deseaba iniciar nuevas amistades, por muy prometedoras que parecieran, e intentaba, sin éxito, restañar viejas heridas de un pasado feliz. Por todo ello la soledad era mi mejor compañera. Seguía siendo, como no, blanco de burlas, befas y mofas y aquello tan traído de: ¿Qué haces?, ¿Cómo lo pasas?, o, ¿Con quién estás?, eran las muletillas clásicas que lanzaban contra mí en todas las reuniones. Ni hacía nada, ni estaba con nadie, ni lo pasaba mal, estaba, eso sí, dentro de mis más agradables horas bajas.
Sin quererlo, sin pensarlo y casi rehuyéndolo, tropecé con ellos. Presentación con sorna; “José Luis. Nora. Lleva dos meses en Quito y aun no conoce varón”, luego todos juntos a comer y a los postres, el tema erótico toma un sesgo inesperado. Gracias a mi fino ingenio fui bandeándome sin perder los estribos. “Que si era incapaz”, “A que estaba esperando”, “Que así se las ponían a Felipe II”. Efectivamente, si la mitad de lo que decían era verdad, me la estaban sirviendo en bandeja.
Tenía que ir a trabajar y tuve que abandonar, a mi pesar, aquella agradable reunión. Ellos sí continuaron. Cuando a las siete regresé, la animación y la euforia alcanzaban límites próximos a los máximos permitidos. Tras superar los típicos “cantos regionales” y los “insultos al gobierno”, se estaba cayendo en las “transgresiones filosóficas”. Pese a que los temas me sugestionaban y, una o dos veces intenté terciar en una discusión incongruente sobre la decoración tropical del bar, típicamente español, la fijación temática de los contertulios era, no ya escasa sino absolutamente nula.

Ni la conocía ni me conocía. Solo unas horas antes nos habían presentado y ahora, los dos, como antiguos compañeros, deambulábamos por las calles sin apenas hablarnos. Lentamente, rumiando cada uno nuestros sentimientos, terminamos en mi casa. Éramos dos desconocidos unidos por un amigo juguetón, dos adultos, uno de los cuales, al menos, no sabía qué hacía, qué haría y como terminaría aquella relación. Éramos un hombre y una mujer sentados frente a frente sin ideas y sin temas de conversación esperando que algo rompiera aquel impás incómodo y agobiante.
Aun hoy, al recordar aquel 14 de mayo, no entiendo cómo cambió la situación, que hizo posible que dos seres aparentemente distantes, tranquilos y relajados, cayeran de repente en un bacanal de lujuria y sexo. Sin una ruptura lógica, sin una aproximación tentativa, sin terciar entre ambos cualquier tipo de consigna, nos fundimos, de pronto, en un abrazo y nuestras lenguas se enroscaron como dos serpientes. A partir de entonces, y durante las siguientes cuatro horas, fuimos dos amantes ansiosos de carne y sensaciones.
Con prisa, como si el mundo fuera a acabarse en los próximos minutos, desapareció la ropa y caímos en la cama. Allí nuestras manos, nuestras bocas, nuestros sexos se unieron y se desunieron, se buscaron, se acariciaron, se lamieron. En una especie de lucha sexual sin tregua vimos morir la tarde y, exhaustos y gozosos tras el amor, salimos, ya de noche, en busca de algo sólido con que alimentarnos. De aquellas horas de frenesí, de jadeos, de suspiros, solo recuerdo el final, solo: “Hola Sr. Peña”. Fue algo sorprendente. Aquel animal sexual, aquella hembra deseosa de varón, que durante horas había vivido al máximo los placeres de la carne, que poseyó y acarició mi cuerpo, puso punto final a la orgía con una frase rara pero bella, frase en la que, cambiando la entonación de la voz, sustituyó el grito descontrolado del placer por un murmullo suave de gratitud. Su “Hola Sr. Peña, cómo estáis”, lo decía todo.
Después de aquella primera noche, hubo otras mas y en todas, el final fue siempre el mismo: “Hola Sr. Peña”. A partir de aquel día el diálogo se hizo entre nosotros mas fluido, los sentimientos brotaron y las confidencias aparecieron. Nora, la rubia porteña, la mujer baqueteada por la vida, se encontraba ahora sola y sin dinero. Hacía mucho que, como consecuencia de un desengaño amoroso, salió de Buenos Aires y con desigual fortuna recorrió Uruguay y Chile. Algo menos que un día aciago fue asaltada en Lima quedándose con lo puesto y ahora vagaba por Quito en busca de trabajo y amistad.

Todo aquel furor de la primera vez, fruto según ella, de dos meses de abstinencia forzosa, se suavizó con el tiempo. Gustaba del amor, se ofrecía gozosa al juego de la seducción, se movía desnuda, insinuante y provocativa tanto ante mí como ante cualquier persona que apareciera por mi casa. Su cuerpo, cubierto exclusivamente por una amplia camisa, era un universo virgen abierto a la imaginación. Sus muslos, sus senos pequeños, surgían y desaparecían sin recato ni pudor entre los pliegues de la tela ante el asombro de quienes venían a visitarnos.
Era feliz. Sus días tristes, sus miserias, sus frustraciones, su soledad, estaban archivados. Se sentía poseedora de un hombre y de un medio hogar, un hogar que no sé si algún día tuvo, un sitio donde cocinar, ordenar y vivir.
Nos despedimos con amor, en el amor, haciendo el amor, con un beso y una sonrisa. Quizás nunca nos volviéramos a ver, ella seguiría deambulando por su América del alma y yo…, yo era una incógnita en el tiempo.
“Hola Sr. Peña”, “Hola Sr. Peña”, era un gracias, gracias, gracias de alguien errante por la vida que no pedía nada y a la que, desgraciadamente, solo di sexo y un poco de compañía. Era una frase que valía millones pero que, debido a mi estado anímico, no supe valorar. Era su último grito de esperanza que, por encima de la carne, se grabó en mi cerebro.
Nora, mi rubia argentina, mi amor de una semana, la primera mujer marcada por una vida larga y azarosa a la que conocí y poseí, siempre te recordaré por esa frase, por algo tan simple como: “Hola Sr. Peña”, dicho con entonación porteña y enmarcada por una sonrisa mezcla de nostalgia, cariño, felicidad y tristeza.

jueves, 1 de julio de 2021

Adiós, hasta siempre

El alma se me pone como un río que quiere regresarse y nunca puede.
El agua que se va jamás regresa

Violeta Luna

J, mi dulce J, no sé si este será el mejor momento para escribirte, o si, tal vez, no debiera hacerlo nunca, pero me da lo mismo. Cualquier momento es bueno y este es uno más, quizás el menos apropiado, pero mi mente y mis sentidos han estado toda la mañana siguiendo las evoluciones de un montón de equipos de fútbol en el Atahualpa. Ahora, por la tarde, intentaré decirte todo lo que he venido pensando en ti, de nosotros, durante este último mes, todo lo que me hubiera gustado decirte y que se quedó en eso, en una ilusión.
Regresé a ti. El trabajo, las risas, mis “guambritas”, todo lo demás, fue, para mí, lo anecdótico, mi cortina de humo capaz de distraer la atención de quienes me rodean. Durante meses he pensado en ti, en lo que hicimos, en todos aquellos días que pasamos juntos, en tu cuerpo, en esos lugares con nombre propio: Pululahua, El Pichincha, la calle 18 de Septiembre,… Ahora, al volvernos a ver, al pasar de nuevo junto a ellos, se agolpan en mi mente. Por eso quiero irme, por eso no quiero volver a recorrer las calles de tu hermoso Quito, por eso, a determinadas horas de la mañana y de la tarde, pienso que vendrás, que como tantas otras veces tocarás en la puerta de mi casa y nos fundiremos en un solo cuerpo. Aun, hoy en día, esas horas son para ti.

Volcán Pululahua
Todo ha sido un esperar carente de sentido. Te oía, hablaba contigo, pero no te tenía. Te lo digo ahora que me he ido. Te poseí antes y te deseo ahora. Los dos sabíamos que era imposible. Mi nerviosismo, mi vagar solitario por las calles, aquel reunir a las personas, estaba condicionado por ti. Te esperaba en todos los momentos y por eso no quería estar solo.
Cuando maliciosamente sonreíste ante mis insinuaciones de que ya no me obsesionaban las mujeres, creo que no tenías razón, ambos pensábamos en cosas diferentes.
Solo contigo me he portado mal. Solo los dos sabemos que determinados días, de determinados meses, hubiera sido mejor pasarlos separados. Sin embargo, te veo feliz. Más feliz que nunca, tan guapa como siempre. Tienes en ti algo exclusivamente tuyo y yo, al contrario, arrastro un vacío que se perdurará en el tiempo, una serie de interrogantes a largo plazo, que, como en esas malas series de la televisión sudamericana, no tendrán nunca una respuesta. Me hubiera gustado hablar y hablar contigo, decirte lo que sentía, conocer tus sentimientos. “No pudo ser”. Solo a ráfagas, de forma pasajera y tumultuaria he ido sabiendo. Me doy cuenta que soy ese eslabón perdido de tu vida que lo mejor que puede hacer es desaparecer para siempre, que nunca, para tu bien, nadie te asocie conmigo.

Ahora estaré lejos. No sé cómo sabré de ti y si podré volver a escribirte hasta pasados muchos, muchos meses, pues como muy bien supondrás este correo de la fantasía tendrás que cerrarlo muy pronto al desaparecer yo en el espacio, en el tiempo. Por otros me enteraré de tu vida y luego, espero que seas tú quien reinicie nuestra comunicación. Pero dejemos esto. Como tantas veces te dije, la imaginación no tiene límites, y mi memoria es casi de elefante. En ella vivirás como algo solo mío, algo que hemos escamoteado a todos y ante lo que únicamente me dicen: “A ti te pasa algo”. Yo, rápidamente contesto eso de: “Es la altura”, “Es el cambio de continente”, “Es una mala digestión”, pero la auténtica realidad eres tú , tú que trastocaste todos mis esquemas, que destrozaste mi lógica y a quien ahora, más que nunca, me gustaría poseerte, acunarte entre mis brazos.
Cuanto he cambiado. Al llegar, hace más de dos años, conocía el mundo desde afuera, lo imaginaba, lo pintaba a mi gusto. Ahora es distinto. Mi amigo Alberto me insulta, según él y puede que tenga razón, soy un imbécil al desaprovechar cuantas ocasiones se me han presentad. Opino que no, inconscientemente me entrego por completo, la mujer es para mí siempre un ser maravilloso a la que hay que cuidar y mimar. Debo apartarme de ellas, no quiero, como a ti, hacerles daño. Por eso tu risa de ayer, algo maliciosa, tenía algo de razón. Tú eres mi pecado, mi dulce pecado, y no deseo que, por un alarde dialéctico, por un exceso de comprensión, o por esa soledad que me acompaña, pueda volver a hacer sufrir a quienes me rodean.

Mis ideas se confunden y entremezclan. Te quiero mía y no me doy cuenta de que eso es un imposible. Vivimos en galaxias diferentes, somos habitantes de mundos separados por un océano. Tú, trabajadora, hija, esposa y madre, representas el armazón impoluto de esa sociedad de la que tanto te has reído y a la que siempre te has opuesto. Yo, anómalo espécimen de esa grey de ingenieros, soy un puntal modelo de la vieja sociedad hispana gobernada por abuelas, madres, hermanas, esposas e hijas, clásica, ortodoxa y difícil de abatir. Ambos hemos mentido al mundo, hemos creado algo hermoso. Nos amamos pese a la sociedad, no nos recriminamos nada, no nos preguntamos nada, vivimos un amor exclusivamente nuestro, un amor perfecto pero que nunca, y ambos lo sabemos, será completo.
Me gustaría verte crecer, ver cómo pasan sobre ti los años, como envejeces y sin embargo, siempre te veré joven, sonriente, denuda bajo mi cuerpo. Para mí tu edad se detuvo un buen día de 1985 en el que de pronto, casi sin quererlo, nos entregamos por completo con un único beso.

Mi último viaje ha sido muy malo. Solo tú, entre ese montón de personas que, no hace mucho me consideraban su amigo, me has reconocido. Desgraciadamente ante ellas tengo que ignorarte. Por eso no quiero ir a verte, por eso me he apartado de ese gran castillo negro de cristal en el que pasas los días, por todo eso y sobre todo porque lo único que quiero recordar de mi paso por Ecuador eres tú. Tú, mi dulce e inaccesible, más lejana ahora en que voluntariamente, tal vez dejando actuar mi cabeza y amordazando para siempre mi corazón, me alejo de ti, de esa voz cálida que inocentemente me preguntaba constantemente: “¿Me pensaste ayer?”. Sí, te pensé ayer y te pensaré toda la vida. Jamás volveré a poseerte, no quiero estropear lo más hermoso y humano que he encontrado en este país.
Besos volados, caricias furtivas, recuerdos, amor, amor, amor…