lunes, 25 de enero de 2021

Felipe y su problema

Con el paso del tiempo la soledad empieza a reinar en mi castillo de hormigón. Lo que en su día pudo ilusionarme ahora se vuelve monótono y cansino. Todo aquello que me atrajo durante los primeros meses ahora me es indiferente. El afán de aventuras, la búsqueda de lo novedoso y excitante, ha dado paso a un recogimiento casi monacal. Tal vez los repetidos fracasos, las mentiras o la incomprensión han ido variando mi carácter. Ahora me enfado y me recelo, de forma consciente ataco por herir y salvo honrosas excepciones soy agresivo e impertinente. En las últimas semanas, sin saber exactamente porqué, he tenido enfrentamientos serios con quienes me rodean por cuestiones mínimas que en otro momento no me
hubieran afectado.
Desde hace un mes me recluyo en casa, leo o medito, siento que algo me falta. En el trabajo, el empeño por terminar lo que un día empezó con alegría, ha ido por a poco expirando bajo una montaña de oficios, réplicas y contrarréplicas. En el amor, alguien que debía estar conmigo y que a su forma me modelaba el carácter y absorbía mis reacciones violentas, se encuentra separado de mi por un océano. Más aún, mi lógica cartesiana, desprovista de cariño ha creado a mi alrededor un muro sobre el que conscientemente estrello cualquier aproximación sentimental de las que inevitablemente me surgen. Únicamente ese ápice de romanticismo que a veces aflora en mi subconsciente me hace añorar a ese pequeño ser que eventualmente y sin motivo justificado se introduce fugazmente en mi vida haciendo las veces de amiga, confidente y amante, que desaparece luego sin dejar huella, sin que pueda saber ni donde vive, ni como me volveré a comunicar con ella.

 
Este conformismo, esta aparente quietud tiene, sin embargo, momentos divertidos. Últimamente mis tardes literarias han dado paso a las confesiones, a las inquietudes y a los desahogos de Felipe.
Pobre Felipe. Hace tres meses llegó a Quito y por esas casualidades del destino alquiló un apartamento en mi mismo edificio. Nuestras relaciones, al principio, fueron frías. “Buenos días”. “Buenas tardes” y poco más. Luego mejoraron. Hoy, por una serie de hechos fortuitos puede decirse que somos hermanos.
Uno de los grandes tópicos del español, pues es un hecho que aún no he investigado con detalle, es el intentar ligar a una o a varias mujeres, es sentirse, en un momento determinado, conquistador o play-boy. Por ahí hemos pasado todos y todos, casi sin excepción, hemos fracasado. Iniciamos nuestras posibles aventuras con ardor e interés, erramos, nos sentimos rechazados una y mil veces para, a la larga, olvidarnos de este juego y caer en el vicio de la conversación, el comentario, la sátira o la burla, siempre inserta en un grupo de contertulios desengañados, no por convicción sino por la realidad cotidiana dimanante del sexo contrario.
En este círculo cayó el bueno de Felipe y en él empezó a sentir los aguijonazos, a veces crueles, a veces jocosos, de quienes lo formábamos, tan pronto lo lanzábamos contra la más fea, como contra la de peor carácter. Bien tenía que ir a por bebidas como servir de solícito chofer. Cualquier cosa que se le pidiera la realizaba sin pestañear, confiando siempre en obtener, al final, un premio femenino, cercano y a nuestro entender imposible.
Pero, para su desgracia, nos equivocamos. Felipe, al contrario de nosotros, es joven y soltero. No tiene compromisos y le gusta, con moderación y, por lo general, va elegantemente vestido. Con estos atributos no fue extraño que en la primera reunión a la que le invitamos, reunión que como todas las que mensualmente celebrábamos estaba salpicada de chicas, más o menos liberadas, y en la que el whisky, la ginebra y el vodka corrían a raudales, se encaprichase de Silvia, magnífica hembra de piel morena nacida en Machala y como tal ardiente y desinhibida, con ritmo de salsa en las venas, mirada dulce y labios gruesos muy sexuales. Poco a poco, sin apenas darnos cuenta, pues como siempre nos dedicamos a beber, discutir y hacer el gamberro, la parejita fue amartelándose en un rincón. Cuando quisimos darnos cuenta ambos habían desaparecido.
No sé cómo acabó para ellos la noche, pues la versión que de ella me dio, más tarde Felipe, discrepa algo de lo que pasó a continuación. Según él, el licor, la emoción de la primera conquista, el miedo a lo desconocido y la efusión de Silvia hicieron que su lívido se cohibiera y que lo que pudo ser una “orgía perpetua” quedara simplemente en “un mal polvo normal”. Pese a todo esto, Silvia se prendó sexualmente de Felipe.

Desde entonces y con una puntualidad fuera de lo normal en estas latitudes, Silvia le llama todas las semanas y se reúne con él para, según sus propias palabras, desgraciarle.
Tal como me lo cuenta, apurando sin prisa una copa de vino, no medía en sus relaciones ni el diálogo, ni lo excitante de la conquista. Según llega se le echa en los brazos y durante la primera media hora se lo come a besos, mientras, sin ningún tipo de escrúpulos, lo desnuda y se desnuda rápidamente. A continuación, sin moverse del sofá, lo viola. Luego, tras una ducha y un pequeño descanso, lo arrastra a la cama en donde inicia el segundo acto de la función. Como es lógico, la forma física y mental de Felipe no están en condiciones de atacar, con ímpetu, este nuevo round. Es ahora, cuando la experta Silvia utiliza todo su saber para ponerlo en condiciones óptimas de actuar. Tan pronto son las caricias como los besos o los masajes. El caso es que a la larga consigue su objetivo. Pero ahí no termina todo. Silvia prepara entonces un ligero refrigerio y tras consumido vuelve a la carga. En este momento Felipe no desea más que dormir. Sin embargo, la boca de Silvia hace maravillas. Lo que parecía un órgano flácido y carente de vida, va tomando forma. Aquello incapaz de recuperarse termina adquiriendo su posición erecta para enterrarse, por último, en el sexo oscuro de la muchacha.
Por fin el sueño reparador hace su presencia entre los amantes. La mañana, o más bien el amanecer, de nuevos bríos a la pareja, más bien al elemento femenino de la misma, que se lanza otra vez sobre Felipe, y por no se sabe que procedimiento, logra excitarlo y poseerlo por cuarta vez. Luego la ducha conjunta, el fugaz desayuno y la ida al trabajo con unas profundas ojeras fruto de una noche de lujuria desenfrenada.
Todo esto, como muy bien se comprende, no hay ser humano que lo aguante. Desde hace aproximadamente un mes, Felipe se pasa horas en mi casa huyendo de la ninfómana de Silvia. Allí me cuenta sus desventuras eróticas y se repone de los abusos de su amante. Desde allí, una o dos veces por semana le llama para excusarse o para quedar bien concertando una nueva cita de la que, como siempre, saldrá mal parado.

Cuando lo veo llegar, totalmente abatido, empiezo a alegrarme de mis fracasos amorosos. No quiero pensar que sería de mí, me imagino más que actúo, que hablo y dialogo, que pocas veces paso a la acción directa, que me gusta saber e investigar el trasfondo de las mentes más que la profundidad de los sexos, si caigo en los brazos de una mujer como Silvia. Ahora, después de tantos meses, con la experiencia sufrida en cabeza ajena, empiezo a relajarme, a llenar esa vida sencilla y sin problemas que siempre me caracterizó.
Pobre Felipe, tuviste que ser tú quien sufrieras los desenfrenos sexuales de las mujeres ardientes, quien enseñarás a los amigos los efectos demoledores del amor alocado. Cuando ahora te veo recostado en mi sofá, lejos de la posesiva Silvia, ya no te envidio como antes, más bien te compadezco. Es mucha mujer para ti, como creo que para todos. En mi fuero interno pienso en mi “guambrita quiteña” real y quimérica, fría, alegre, conservadora, distante, risueña, llena de problemas y siempre novedosa por lo que dice, piensa o hace. No sé cuándo la veré y cómo reaccionará, pero está claro que con el tiempo nos hemos ido acoplando, que cuando nos necesitamos nos encontramos, y entre ambos, lo agrio, los desagradable, lo violento, ha dejado paso a lo amable, lo tierno, lo cariñoso. Juntos vivimos una relación imposible en la que no existe el reproche y la mentira, pues sabemos que si existieran tendríamos que separarnos.

lunes, 18 de enero de 2021

Cena y desayuno de negocios

¿Sabe usted qué es un vodevil? No, no ponga esa cara Don Pedrito, ya sé que no lo sabe. Es …, como podría decírselo. Un lío, un tremendo enredo en donde aparecen muchas mujeres ligeras de ropas, una suegra que surge en los momentos más inoportunos y al final, por una mala pasada del destino, se tiene a la esposa en la cama y al amigo en el armario, es, como muy bien puede ver, un problema en el que por nada del mundo querríamos estar.

Tampoco sabe en donde radicaba el suspense del cine de Alfred Hitchcock. No, Don Pedro, que no me río de usted. Es que. Bueno, uno veía y sentía lo que los protagonistas no podían ver. A modo de ejemplo, todos sabían que iba a romperse el ascensor menos el pobre hombre que lo tomaba. ¿Está claro? No, veo que no lo entiende, que sigue pensando que en mi casa pasan cosas rarísimas. Pero suba, no se quede ahí. Venga conmigo y se lo cuento todo, ah, de paso le regalo un purito y le invito a una copa de coñac.
Póngase cómodo. Como ve la casa está ordenada. No me mire así. Ya sé que me he pasado. Que lo de traer aquí a una amiga, a veces dos y lo de montar fiestas hasta el amanecer, lo admite, lo comprende y se calla, pero lo de anoche y esta mañana, eso… Tranquilo, no ocurrió nada, fue todo artificio, querer y no poder, fue lo que le dije antes, un vodevil del mejor estilo francés.
Cómo se habrá dado cuenta, puede desde la portería lo controla todo, el domingo llegó mi jefe. Sí, ese señor alto, fuerte y con pelo entrecano y desde ese día ni desayuno, ni como, ni ceno por aquí. Tan pronto estoy en el hotel como en una cafetería o en un restaurante. No sé cuándo he de hablar de yesos, de teléfonos o de petróleo. Lo único real de todo es que en vez de desayunar mi té, mi jugo de toronjas y mi bollito de higos, ahora me tomo uno o dos alkaselsers y me ducho con agua fría a fin de eliminar los vapores etílicos de la noche anterior. Todo esto en aras de posibles negocios. Don Pedro, tómese un dulce y no se ría si le digo que yo creía que esto era mentira, que solo pasaba en las películas americanas, que a nosotros, las personas vulgares, no podía pasarles, no hombre, tampoco me mire con esa cara, sírvase otra copita y escuche.

Triste día ayer, mi jefe me colocó a su cuñado y a un futuro cliente y me dio carta blanca para farrear largo y tendido. Como es muy ocurrente, me citó para el siguiente día a las 8:00 a desayunar con él, y concertó para las 9:00 una entrevista, en mi casa, con dos representantes de organismos financieros. Como ve, Don Pedro, un programa precioso.
Limpios, perfumados y contentos salimos Javier, Alberto y yo dispuestos a comernos Quito. Tomamos una copa, cenamos, seguimos tomando, y cuando parecía que la aventura terminaba, Javier, ese, el moreno de pelo rizado, me sorprende sacando la dirección de un club privado, el “727” en donde, según le habían dicho, se concentraban las mujeres de vida alegre de la noche quiteña.

Que sitio, Don Pedro. Tardé cerca de 30 minutos en llegar y eso que está aquí cerquita, entre la Atahualpa y la 10 de Agosto. Al entrar un remolino de mujeres, a cual más exuberante, nos llevaron en volandas hasta la barra y así, por las buenas, se autoinvitaron. Lo que son las cosas, el zorro de Javier ya había estado allí el día anterior y por sus excesos económicos fue, y seguía siéndolo, el centro de las “niñas”. Bebimos una, después otra, luego otra, para que le cuento. A no sé qué hora el “727” cerró y mi coche se llenó de mujeres anónimas, que bajo la euforia del alcohol ingerido, nos invitaron a otra “casa de mala nota” que se acababa de inaugurar. Allí fuimos. Don Pedro, no se vaya usted a perder por ahí, pues está muy cerquita de este inmueble y no me gustaría verle allí “bailando”. Qué diría la señora Elvira.
Afortunadamente no bebo whisky y eso me salvó. Me dediqué a observar y a dar conversación a una rubia teñida que se me pegó y no paró de decirme lindezas. El espectáculo era deprimente. El personal se situaba en sillas pegadas a las paredes, igualito que si fuera una boda o una fiesta de la alta sociedad, tomaba su correspondiente “trago” y observaba una serie de putas que chillaban, bailaban o hacían fotos en el centro del recinto. Al cabo de una hora y tras haber presenciado una clásica pelea de celos por parte de dos de las niñas del salón, nos marchamos.
Como comprenderá no fuimos solos, tres encantadoras “señoritas” se empeñaron en tomar la última en casa y de paso ver si podían sacar aun algún provecho de la noche. Aquí vinimos, y en este mismo salón en el que estamos sentados, nos distribuimos cómodamente. Javier con Carmen, una morena delgadita, sin casi pecho y de muy mal carácter. Alberto con July, exuberante belleza local con pelo a lo “afro” y unos senos tremendos, y yo con Carina, colombiana empeñada en convencerme de su origen guayaquileño y de su afición por la cocina.

Poco a poco el ambiente se fue distendiendo. La ginebra, el aguardiente y algo de comida hicieron maravillas. El sueño se retiró discretamente y al compás de la música empezamos a bailar. Como ve, Don Pedro, esta casa tiene muchas posibilidades: hay cuartos separados, camas, luces indirectas, bueno, lo perfecto para una pequeña orgía. Cuando quise darme cuenta los números eróticos habían empezado. Tan pronto aparecía la opulenta July con los senos al aire, como desaparecían Javier y Carmen dejando un reguero de ropas íntimas, y no tan íntimas. Mientras tanto yo, como buen anfitrión, servía copas y procuraba despegarme de Carina, con un pegadizo “papacito” intentaba, con todo tipo de argucias, desnudos incluidos, aligerar mis ya paupérrimos bolsillos. La fiesta empezaba a tener su gracia. El pudor, al igual que la ropa, había desaparecido, y era facilísimo contemplar, al natural, un pecho o un muslo, siempre en función de hacia donde se dirigiera la mirada.
Por cierto, y para que vea como estaba el ambiente, mi buena compañera me insinuó una cantidad exorbitante por pasar la noche en mi casa. Yo como buen catalán, decliné esta grata tentación. Siguió la fiesta. Ella esperaba que yo claudicara y yo tenía la certeza de que se irían enseguida.

Como tantas otras veces me equivoqué. Sin apenas darme cuenta Javier y Alberto hicieron de pronto “mutis por el foro” y héteme aquí yo solito con tres mozas semidesnudas, o semi vestidas si se quiere mejor, muertas de sueño y pidiéndome camas para pasar la noche.
Imagine. Don Pedro que problema; eran casi las 5:00 de la madrugada, yo tenía una cita a las 8:00 y luego a las 9:00 una reunión en mi casa. Hice de tripas corazón. Las situé, sin pedirles nada por el hospedaje, una en cada cama, y tras ingerir dos alkaselsers me fui solo, a dormir. Necesitaba con urgencia descansar, aunque solo fuesen dos horas.
No sé como pero a las 8:00 estaba desayunando en el Colón, luego a las 8:30 discutía en el Banco Internacional no sé qué asunto relacionado con un desdichado télex, por fin llegaron las 9:00 y aparecieron los representantes del Canadá y Europa listos a tener una reunión en mi casa.
Aun me pregunto como pude mentir tan bien. Que vivía lejísimos, que no tenía coche, que en mi oficina había café, que… Qué le cuento, el caso es que tuvimos la reunión en la oficina y milagrosamente salió bien. Cuando los despedí y creí que todos los problemas habían desaparecido, mi Ángel del Trabajo, mi buenísima secretaria me viene con otra historia de miedo.
Con voz cálida e inocente me pregunta que quién hay en mi casa, pues llevan toda la mañana intentando hablar conmigo desde Madrid y el teléfono unas veces suena, otras no y de vez en cuando comunica, o sea otro lío. Para colmo se ha puesto en contacto con la mujer de un amigo y entre las dos están investigando mis problemas telefónicos. Como no, vuelvo a mentir. Me invento una mujer de la limpieza, el impago de la cuota mensual y el correspondiente coste, los cruces, el mal estado de la línea, nada, que no cuela, me mira, sonríe y se retira mientras salgo volando hacia casa a ver si aún puedo arreglar de alguna forma el enredo.

El apartamento, a la 11:00 era un mar de paz. Menos Carmen, que completamente abatida se dedicaba a protestar por las muchas llamadas telefónicas y los problemas que había tenido al contestar una de ellas, tanto July como Carina dormían plácidamente. Las desperté, y tal como estaban, o sea desnudas las metí en la ducha.
Lo que son las cosas, si en otra ocasión tengo a dos mozas desnudas andando por mi casa, seguro que me “aloco” y las “violo in situ”, pero ahora Don Pedro, solo quería que se fueran, que me dejaran solo, que el mundo se olvidara de la noche anterior y de aquella funesta mañana, cuajada de llamadas. Cuando las veía ir y venir con los pechitos al aire no comprendía cómo no me excitaba, pero el caso era que nada, solo las achuchaba para que se fueran.
Al fin se fueron, perdón, las llevé a su casa. La tierna despedida estuvo salpicada de besos y caricias. Agradecieron mi hospitalidad y me dieron sus teléfonos rogándome encarecidamente, no lo digo en el sentido monetario de la palabra, que las llamara otra vez.
Reposé, me duché e intenté olvidarme de todo lo ocurrido. En lo más profundo de mi mente deseaba que nada de lo anterior hubiera sucedido. Que todo hubiera sido un mal sueño, una historia ficticia y jocosa.
Con el tiempo el olvido cubrió esta triste aventura. Únicamente usted, querido lector, mi amable secretaria y unos teléfonos perdidos en el fondo de mi cartera me recuerdan el enredo ocasionado por una farra mal concluida, una serie de reuniones y llamadas improcedentes y tres mujeres de vida licenciosa andando en “pelota picada” por mi casa. Ah, Don Pedro, a Carina la vi ayer en el banco, más pintada que un cuadro y más cariñosa que una amante costeña. Me volvió a dar su teléfono y la prometí que la llamaría. Pero esto, como diría M. Ender en su “Historia Interminable”, podía ser ya parte de otra historia.
Apuré la copa, y si me promete contarme los líos del vecino del 13, el árabe que vive en el penhouse, le sirvo otra y así matamos la tarde charlando tranquilamente.
Cuente. Cuente.

jueves, 14 de enero de 2021

Otavalo

“Los lunes no deberían existir, las semanas tendrían que empezar siempre los martes”. Te acuerdas que cuando estabas enamorada y vivimos con igual intensidad los días y las noches, me lo repetías a menudo. Yo entonces me reía al notar en tu cuerpo ese cúmulo de sensaciones nacidas de un fin de semana en el que se ha vivido a la vez la alegría de la libertad, la luminosidad de un paisaje, la inquietud de una aventura y la culminación de un amor.
Nadie se ríe conmigo. Hablo y me hablan, pero mi mente está al margen de la realidad y mi cuerpo, cansado y sin vida, espera, como entonces el tuyo, que termine este lunes nefasto. Para quienes me rodean, estoy bien. Nada en mí denota abatimiento, me mantengo activo y ocurrente, pero quisiera desaparecer, enfermarme, perderme.
Todas mis reservas, todo mi espíritu de lucha, toda mi imaginación, se ha desmoronado. Lo que durante un año sirvió para mantenerme ha sido barrido por veinte días negros en los que las fluctuaciones sentimentales, laborales, profesionales y anímicas, han sido violentas y continuadas que me han impedido poderlas controlar y contrarrestar. Hoy estoy triste, muy cansado y giran en mi mente una serie de interrogantes que ni sé, ni quiero contestar. Estoy en mis horas más bajas tras un día maravilloso.

Las últimas semanas, frías, lluviosas y desapacibles, terminaron con sábados y domingos cuajados de sol. Para mi desgracia fui perdiendo esos días envuelto en una somnolencia cansina fruto de mi intranquilidad y desasosiego. Este sábado, cuando al levantarme, vi sobre el cielo azul los contornos agrestes del Pichincha, una alegría, conocida y olvidada, me impulsó a salir, a coger como antaño, el coche y recorrer cualquier camino. Todo era mejor que quedarme en casa contemplando las calles soleadas y vacías esperando, aburrido, el paso de las horas.
Busqué compañía en Berni, y juntos decidimos, más bien lo decidió ella, ir, como tantas otras veces, a Otavalo, para allí perdernos entre el ir y venir de turistas, comerciantes y curiosos; comprarme unos “barros” en la india Gayona, que juraba por sus antepasados su autenticidad y que, debido a sus muchas penurias económicas, me los vendía a un precio ridículo y regalarle, por enésima vez, un collar de cuentas de cristal a Berni, ante el cual su ilusión juvenil se desbordaría. Para ella, como para ti, el valor material del regalo no cuenta, solo valora ese pequeño detalle de cariño.
Aunque no lo creas, elige regalos muy baratos pensando que es ella quien los paga, pero sabiendo que seré yo, al final, quien se lo obsequie. Eso sí, todos son encantadores, únicos.

Te dije que el día era hermoso, posiblemente uno de los mejores que recuerdo. El cielo, totalmente azul, producía una extraña sensación al recortarse nítidamente contra las montañas. La visibilidad, favorecida por las lluvias anteriores, era perfecta. Al ir avanzando hacia el norte, el Cayambe y el Cotopaxi se alternaban ante nosotros. Nada impedía su visión. Nunca hasta entonces había contemplado así aquellas grandes moles. Lo que otras veces era niebla y bruma había desaparecido, y poco a poco, la silueta de la montaña se engrandecía ante nuestros ojos. A veces, sentimos la tentación de olvidarnos de Otavalo y dirigirnos al último refugio de la montaña para desde allí poder observar los inmensos valles que la rodean, pero nuestra curiosidad, o mejor la mía, era superior; quería ver el Imbabura despejado, aspiraba a descubrir cualquier posible encanto de aquella población comerciante y trabajadora que vive a la sombra de este monte sagrado, quería en el peor de los casos, tomar el sol plácidamente acostado sobre los verdes prados que rodean la Laguna de San Pablo.
El mercado de Otavalo era, como todos los sábados, una fiesta de luz y color. Entrando por el Sur, donde se sitúan los vendedores de alimentos, nos entremezclamos con gentes que discuten y porfían en busca del grano, la verdura, la papa o la yuca, o que, plácidamente recostados, comen sabrosos platillos de “chancho con mote y cebolla”. A derecha e izquierda matronas otavaleñas alternaban la dura tarea del porte o de la venta con la de alimentar a sus pequeños. Por todos los sitios, un olor penetrante y variado indicaba la cocción o el asado de un animal, o la acumulación de culandro y demás especias aromáticas. La suciedad y los desperdicios que aparecían tapizando la zona podía ser la nota molesta para cualquier observador extranjero, pero a mí, había dejado de impresionarme y me movía entre ella con soltura y discreción.

Ascendiendo por el lateral oriental nos introducimos en la calle dedicada a la venta de pañuelos, bolsos, abrigos y cinturones. Los tenderetes pequeños y las mercancías variopintas. Tan pronto se te ofrecen objetos de la zona amazónica como de la sierra o de la costa. Es muy difícil saber a ciencia cierta que se compra y cual es el precio real de los productos.
La zona norte se dedica exclusivamente a la venta de collares. Decenas de tableros protegidos por toldos y sombrillas ofrecen a los posibles compradores los típicos collares otavaleños, antaño de oro y hoy de cristal amarillo importado de Yugoslavia, mezclados con los rojos, propios de Cotopaxi, con los de concha y coral negro exclusivamente de la costa, o con los de bronce, cerámica y piedra típicos de la sierra. Esporádicamente uno se sorprende ante alhajas, aparentemente antiguas, a precios muy elevados, sobre las que se cuentas fantásticas historias, a mi entender imaginarias, solo tendentes a picar la curiosidad de los visitantes. Como ya te imaginarás, recorrimos esta zona varias veces hasta que por fin, y tras mucho regatear, compramos un bonito collar de latón, justo el que Berni quería.
Cerrando la plaza por su parte occidental se encuentran los puestos de lanas, sombreros, telas y mantas; típicos productos de la artesanía local.
Este marco insólito y muchas veces desordenado, acoge un conjunto de templetes de hormigón o madera, donde los otavaleños exponen sus creaciones más selectas. Pueden verse tapices de lana, trajes de lino, alfombras, blusas, gorras “chompas”, guantes; todo con dibujo y coloridos autóctonos. En el interior, hombres y mujeres, vestidos, no ataviados, con trajes regionales discuten y porfían sobre el precio de las diferentes mercancías, mientras los niños se entremezclan con los turistas deseosos no solo de comprar, sino de captar fotográficamente el colorido, el ambiente y el tipismo de este mercado único del Ecuador.
Al final, tras haber caminado, preguntado y discutido compramos los “barros” y fuimos a comer, en la muy típica y señorial “Hostería de San Pablo”. Tras la comida retomamos el coche y decidimos pasear por los alrededores de la laguna.
La primera vez que la contemplé alguien me contó que en la madrugada del 24 de Junio las otavaleñas se ofrecen desnudas al dios del lago para purificarse. Era una leyenda y como tal la tomé. Hoy, sin embargo, pude comprobar la parte de verdad de la misma.
El destino nos llevó a una gran planicie verde recorrida, en su extremo norte, por un arroyo proveniente del Imbabura. Allí tumbados a la sombra de unos eucaliptos, nos dedicamos a mirar el quehacer cotidiano de los habitantes que pueblan la laguna.

Precedidos por el hombre, familias enteras confluían sobre las orillas y con un ritual casi sagrado, iniciaban, por orden, sus abluciones. Primero era el padre quien se despojaba de sus ropas y cubierto con un pequeño monteo, a modo de toalla, se introducía en el agua. Empezando siempre por la cabeza efectuaba su aseo personal. Al salir se cubría con un amplio poncho azulado y esperaba, bajo los tibios rayos del sol, que se secara su pelo y su piel.
A continuación la mujer empezaba a desnudarse. Se despojaba primero de sus zapatillas, luego de la cinta multicolor que ciñe por la cintura sus vestidos, después del corpiño, más tarde se sentaba y se desprendía de la falda, quedando únicamente vestida con una gran enagua blanca. Se envolvía por último con un “anaco”, especie de túnica oscura, y sujetándolo sobre sus pechos retiraba de si las enaguas quedando totalmente desnuda cubierta exclusivamente por él. Así, entraba en el agua. Empezaba por lavarse el pelo, que tras múltiples aclarados recogía graciosamente en un moño situado sobre la frente, a continuación, se adentraba en la laguna y abriendo el “anaco”, siempre de espaldas a la orilla, se frotaba con él la espalda, los brazos, el cuello y los pechos. Por último, se enjuagaba con pequeñas inmersiones y salía a secarse junto al marido. Igual o parecido tratamiento efectuaban a continuación el resto de la familia.
Enmarcado este baño ritual grupos de mujeres se dedicaban al lavado de la ropa, utilizando para ello grandes tallos de “cabulla”, detergente natural procedente del “penco” en su variedad “castilla”. Como entonces supe, la variedad “negro” de esta planta, conocida también como “maguey” sirve para elaborar, mediante un fácil procedimiento, sogas y cuerdas, extrayéndose además una pulpa utilizada para el tratamiento de enfermedades artríticas. Hombres dedicados al pastoreo de “chanchos” y niños jugando sobre la pradera. En comparación con el mercado de la mañana aquello era diferente, se perdía en colorido pero se ganaba en pureza, veía la vida cotidiana de los otavaleños desde un ángulo hasta ahora insólito, lo folclórico y lo populista había dejado paso a lo real.
El sol declinaba sobre los nítidos perfiles del Imbabura cuando iniciamos el regreso a Quito. Volvimos sofocados y con las huellas de múltiples picaduras de mosquitos, pero nos sentimos felices. El día había sido perfecto.
El recuerdo de aquellas horas, de aquel ambiente casi idílico es lo único capaz de ayudarme a pasar estas horas amargas. Mañana descansado y tranquilo habré olvidado el hoy y recordaré solo aquel hermoso sábado en el que vi y conocí, por obra y gracia de una gran amiga, a los otavaleños fuera del marco turístico en el que siempre los había situado.

jueves, 7 de enero de 2021

Broadway: Teatro de bolsillo

Las bellas artes nunca han sido mi fuerte. En música, por mas que se han empeñado quienes me rodean, apenas distingo a Mozart del resto de los compositores, de los cuales, aunque me suenan muchas de sus obras, por lo general suelo entremezclarlas, las adjudico mal y no las centro en el tiempo, en definitiva, no las entiendo. En pintura, tal vez por cierto arraigo familiar, tengo más conocimientos, sin embargo, ni me he introducido en las nuevas tendencias pictóricas, ni alabo y pondero a los grandes artistas contemporáneos. Como toda mi generación soy un amante del impresionismo de finales del XIX, admiro la época azul de Picasso y la maestría de Dalí como dibujante. En poesía y literatura mi saber se amplía. He leído mucho, aunque a veces he de reconocerlo, sin asimilar al máximo el contenido de los libros. En este aspecto prefiero el fondo que la forma, y por supuesto, los estilos vanguardistas no logran, generalmente, prendar en mi ánimo de lector empedernido, y aunque procuro estar al día, en general, no son para mí esas obras, motivo de admiración.
De las escénicas, el ballet y la danza, por estar íntimamente relacionadas con la música, nunca me interesaron. El teatro y el cine fueron, durante toda mi vida, las manifestaciones artísticas que más me atrajeron. Hoy se une a ellas la fotografía, arte en el cual se conjuga la genialidad del artista que todos tenemos dentro, con una técnica depuradísima que empieza con sofisticadas cámaras, enormes repertorios de películas cromáticas, amplia variedad de dispositivos adicionales y la siempre sugestiva técnica de trucado y montaje, otra manera.

El teatro y el cine han sido mis vicios de juventud. Del primero me tentó, no la interpretación, imposible para una persona como yo con mala dicción y peor figura, sino la dirección, el juego escénico, la posibilidad de crear arte sobre la base de jugar con quienes lo interpretan o con quienes lo han creado. Un buen texto puede ser representado de diferentes formas, puede, bajo el hábil trabajo del director, tener plena vigencia tanto en la época griega como en pleno siglo XX, puede con ligeras matizaciones, ser perfectamente adaptable a la sociedad europea, americana o japonesa; es sin duda un recurso inagotable por reflejarse en él las pasiones humanas y en el que solo cambian, con el tiempo, la decoración, el ambiente o el léxico. Del segundo fue su poder de captación a gran escala lo que me cautivó y, como no, el hecho de ser un arte nacido casi en mi generación y al que todos, por su novedad o por su belleza, nos hemos sentido atraídos.
Con estos antecedentes está claro que esa serie de preguntas con fondo artístico que muchos se plantean cuando, por una razón u otra, se la desplaza con entorno, en el que vive normalmente, como pueden ser: ¿Qué tipo de música podré oír?, ¿Habrá representaciones teatrales, pictóricas o literarias?, no me afectaron en lo más mínimo. Mi sentido común, quizás excesivamente lógico y realista me susurraba algo así como: “acomódate a la sociedad en que vives y aprovecha al máximo las oportunidades humanas, culturales y económicas que esta te brinde”.

El paso del tiempo fue dando razón a mi razón. Había cine, pero en inglés y con subtítulos, muchas exposiciones de pintura, algunos conciertos y poco, muy poco teatro. Cabía decir que el quiteño no era consciente de la existencia de este tipo de arte. La razón o las razones salían fuera de mi capacidad de entendimiento. Tal vez la falta de difusión, las pocas representaciones o la inexistencia de una antigua cultura teatral eran las causas del hecho, por lo demás, constatable a simple vista. A diferencia de la literatura que, impulsada por no se quien, estaba relanzando a los clásicos ecuatorianos de forma que pudieran ser adquiridos y leídos mayoritariamente, el teatro arrastraba una existencia tediosa. A falta de ser realista podíamos pensar que en Ecuador esta era una forma de expresión artística totalmente desconocida.
La catedral del arte escénico quiteño es por antonomasia el Teatro Sucre. Situado sobre el centro colonial guarda aún todas las reminiscencias de la arquitectura de los siglos XVII y XVIII. La conjunción de sus formas, el colorido blanco y azul de sus frontispicios y balconadas, los jardines recoletos y sobrios que lo anteceden, las estatuas que lo enmarcan, recuerdan esos teatros españoles que aun hoy se mantienen en algunas ciudades extremeñas o andaluzas.
En él, después de varios meses de ensayos, un grupo semiprofesional puso en escena la “Opera de los tres centavos” de Bertol Brech y a él, animado por el afán de conocer más a fondo el mundo teatral ecuatoriano, me encaminé el día del estreno. Llegué, demasiado pronto y eso me dio la oportunidad de poder admirar su interior. Sentí añoranza al contemplar aquellas filas de butacas tapizadas de rojo, aquellos palcos blancos volcados sobre el poscenio, aquel escenario amplio y abierto coronado por el universal símbolo de la farándula, aquella araña inmensa que colgaba vacilante del techo. Todo me recordaba los viejos teatros madrileños, hoy por desgracia desaparecidos, en los que con mi hermano y mis amigos fui aprendiendo las interioridades de este arte y en los que admiré a los viejos actores capaces de interpretar, con igual pureza, el drama, la comedia, el sainete o la revista.
Poco a poco el teatro se fue llenando y poco a poco mi admiración fue en aumento. No, no era como en el Madrid actual, era más bien como en el Madrid de los años 50 y 60. Matrimonios maduros, jóvenes progresistas, grupos teatrales independientes iban lentamente el patio de butacas. Yo, con mi traje y mi corbata, me sentía un poco desplazado entre aquel público heterogéneo, bullicioso y entendido.
La representación, los discursos, los corrillos, los comentarios, todo me acercaba una y otra vez a los teatros en los que entrábamos gratis formando parte de la “claqué” y en los que, a una orden determinada de su jefe teníamos que aplaudir calurosamente.
Salí contento y pensativo. A mí, personalmente me había gustado todo; dudaba no obstante, que ese fuera el tipo de obra capaz de hacer popular este arte entre la sociedad en que vivía.
Pasaron los meses. El Sucre mantenía sus puertas cerradas y solo esporádicamente las abría para efectuar alguna reaparición de la conocida “Opera de los tres centavos” o algún festival artístico de carácter benéfico. De vez en cuando leía en la prensa la puesta en escena de una obra corta o la presentación de cierto grupo experimental en “La Casa de la Cultura”, “El Charlot”, “El Broadway” o “El Prometeo”, cuatro pequeños teatros que eventualmente abrían sus puertas los fines de semana, pero nada más. Mi interés teatral fue decayendo. Parecía que nada pudiera motivarme otra vez hacia el mundillo artístico que tanto me interesa, y que aún, a veces, hacía vibrar mi espíritu.
“El Broadway” pequeño teatro de bolsillo, está situado sobre la calle “18 de Septiembre”, a menos de una manzana de mi oficina, y se quiera o no todos los días paso por delante de sus puertas. Durante meses no supe si abría diariamente, si representaba comedia costumbrista los fines de semana, o si era una especie de club disfrazado; de vez en cuando, grandes carteles anunciaban una determinada representación en la que parecía mezclarse arte, sexo y música, y que por lo general, desaparecía a las pocas semanas.
Siempre me picó la curiosidad de entrar y comprobar lo que realmente se representaba, pero nunca, por una u otra razón, me atrevía a traspasar sus puertas.
El azar, la casualidad o mi buena suerte, acabo con el maleficio que me atenazó durante meses. Una de mis amigas, tal vez la más querida, me comentó ilusionada su incorporación al elenco artístico del Broadway y su próxima aparición en escena. Con ella fui varias veces a los ensayos y por ella asistí a la función inaugural.

Sesenta sillas distribuidas asimétricamente sobre una superficie de unos 100 m2 daban marco a un escenario pequeño y acogedor. Las paredes, tapizadas de azul oscuro, aparecían adornadas por grandes ídolos, no del teatro sino de la cinematografía mundial. A la derecha, surgían los rostros, entre divertidos y preocupados, del “Gordo y el Flaco”, al lado del legendario Frank Sinatra. Detrás, la mítica figura de Bogart mostraba su sonrisa cínica y arrogante, a la izquierda Charlot y su joven amigo miraban extrañados el ir y el venir de los asistentes y junto a ellos la frialdad del rostro de Marlon Brandon contemplaba la decoración del lugar. Sobre el escenario el símbolo mundial del teatro, la máscara que llora y ríe, amparaba desde lo alto, a quienes, a sus pies, se esforzaban en representar, de la mejor manera posible, el drama de la vida.
Ante mi asombro el teatro se llenó y casi a la hora prevista se inició la representación. Tanto Ernesto Alban, como Marcelo Guerra o Monika Ocampos, cumplieron su cometido a la perfección. El primero, actuando y dirigiendo de manera sobria y comedida, el segundo añadiendo la comicidad y el gesto a un guion cuajado de chistes escenificados y la tercera, poniendo su arte y hermosura sobre un escenario desprovisto de todo elemento decorativo. Completando el elenco, el grupo de “Trovadores de Recuerdo” amenizaban los entreactos con números musicales típicamente ecuatorianos. El espectáculo, anunciado en la prensa como picaresco, terminó con un magnífico monólogo en el que Ernesto Alban mostraba su excelente arte interpretativo, pasando de la tristeza a la sonrisa, de la ternura a la rabia y del candor al odio, todo ello ante mi mirada atónita que no entendía, o no quería entender, lo que estaba viendo.
Salí con los actores y con ellos comenté lo visto. Supe de sus penurias económicas para la puesta en escena de la obra, de la falta de vestuario, de los problemas con la luminotecnia, de su ilusión, del poco contacto con el público, en fin, a lo largo de una noche de copas e intimidades, fui empapándome de la bohemia artística quiteña. Hubo cosas, como las cortinas musicales, que me remontaron a mis primeros contactos con el teatro, cuando la falta de medios obligaba a utilizar al máximo la inventiva, hubo comentarios respecto a la forma de promocionarlo en lo sucesivo, surgió el tema de los “cafés teatros”, en donde los asistentes, mientras tomaban una copa podían contemplar la representación escénica, para luego seguir bebiendo y bailando. Hubo confesiones, risas y discusiones. Al amanecer, el llanto entrecortado de Monika, quien sabe si por la emociones de la noche, por algún amor perdido en su cálido Guayaquil o por esa eterna tristeza que embarga a las mujeres cuando la noche deja de ser tal y el día aun no ha despuntado, me hizo comprender que, en su mundo, la risa siempre va acompañada del llanto y juntos la esencia, el principio y el fin de la farsa de la vida que ellos, a base de sacrificio, entrega y cariño, nos presentan.

sábado, 2 de enero de 2021

La graduación


Entramos en pista. Despegue inmediato

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Hace casi un año aterricé en este mismo aeropuerto y salvo mi estado anímico todo se mantiene igual. El clima, el cielo azul, las gentes, la fisonomía urbana, todo ha permanecido con el tiempo. Yo no. Llegué preocupado y nervioso. Ante mí se extendía un periodo indefinido durante el cual tendría que enfrentarme con un trabajo que no dominaba y con una sociedad difícil y desconocida. Todo ello agravado por un desamparo familiar y emocional y por la carencia, casi absoluta, de medios técnicos y humanos sobre la que sustentarme. Ahora, tras mis primeros once meses en tierra ecuatoriana, salgo triste.


Ayer, cuando veía descender lentamente la niebla sobre las calles de Quito, los recuerdos se agolpaban en mi mente. Quise pasar solo la última noche y ni eso pude. Alguien, conocido y anónimo, me llamó para despedirme. Alguien que, empujado por el alcohol, la animación de una fiesta o la necesidad, insistió desde la impunidad del teléfono, para no decirme lo que quería, para, quizás sin saberlo, tranquilizar mi espíritu y sobre todo, para dejar caer una gota de inquietud en mi corazón.
Me acosté pensando en una amistad nacida del diálogo y la discusión que se convirtió, sin apenas darme cuenta, en algo distinto que se escapó de mi control. Me dormí imaginando que un mes de ausencia diluiría esa atracción que de forma violenta había brotado. Soñé en la hipótesis futura ante un encuentro cierto y de imprevisibles consecuencias.
En mi fuero interno agradecí aquellas dos horas de conversación variada y picante en la que se mezcló el erotismo del beso, lo excitante de una cita y la intimidad de una confesión.
Mi última semana había transcurrido sin apenas sentirla. Siete días locos tras dos semanas de austeridad y recogimiento. Siete días que se iniciaron la llegada del Papa en un clima de curiosidad y exaltación religiosa, con gentes atentas y anhelantes alrededor del Santo Padre, con calles vacías y grandes concentraciones humanas allí donde el Pontífice exhortaba a los fieles. Días en los que empezaba a celebrar mi regreso y en los que iba, sin apenas sentirlo, de la noche a la mañana. Días que se continuaron con noches íntimas en las que las despedidas se tornaban tristes, pasando primero por el amor y finalmente por el sexo. Noches últimas dentro de una cadena de adioses y hasta pronto. Noches en las que aquello de “… que los pases bonito” moría bajo la pasión de los besos.
Fue una semana en la que todo lo que había imaginado a lo largo de los últimos meses se fue cumpliendo, en la que todo ocurría de forma normal y espontánea, en la que el tiempo se escapaba de mis manos sin apenas sentirlo, en la que la única inquietud radicaba, como siempre, en la lucha, ahora noble y honrada contra una Administración que quería terminar como fuera el trabajo que se estaba efectuando.
Al anochecer, mientras recorría la Avenida de Amazonas en busca de una floristería abierta, mis ojos se iban poco a poco humedeciendo recordando los sucesos de aquel sábado.


Fui invitado a una graduación y, como siempre, volví a sentir una sensación extraña que me sacude cuando me introduzco en una celebración ajena. Me impresiona la seriedad de los graduados, ataviados con manto y bonete, la hondura de los discursos, los juramentos de fidelidad y sobre todo la alegría compartida de los nuevos profesionales, sus familiares y sus amigos. El juego del rojo sobre el negro resaltando sobre una multitud desordenada y bulliciosa será algo que no solo capte mi cámara curiosa sino que se impresionó para siempre en mi cerebro.
Tras lo académico, lo familiar y festivo. En la casa se inició una de esas típicas fiestas en las que se mezclan, en partes proporcionales, la comida, la bebida y el baile. A la sombra de un enorme árbol de “taxos” y rodeados por miles de flores de “capulí” empezamos a tomar “chica de maíz” acompañada de pastas y caramelos. En el comedor nos esperaba una enorme mesa tapizada de alimentos. Allí las mujeres de la casa habían dispuesto una sabrosa fritada de “chancho”. Junto a la carne deshuesada y troceada de cerdo aparecieron platos con “choclos”, queso, aguacates, tomates, “cebolla paiteña”, “tostado”, “canguil”, tortas de papas, y como no, tazones y tazones de ají de diferentes calidades. Parecía que la comida no tenía fin. Cuando algún plato quedaba vacío era automáticamente repuesto. Cuando alguien pedía más chica o más cerveza esta aparecía de forma inmediata. Era un comer incontrolado ante la atenta mirada de la dueña de la casa que respondía con una amplia sonrisa a las lisonjas de quienes, ya con gula, devoraban todo lo que había penosamente cocinado a lo largo de la semana.
Concluida la comida nos retiramos a una salita en donde, al son de la música y con abundante whisky y aguardiente de caña se inició el consabido baile. Las mujeres, en estos casos más dispuestas que los hombres, evitaban que ninguno de los presentes se mantuviera en su puesto. Tan pronto estaba enfrente de la anfitriona, como de su madre o de cualquiera de sus amigas. Era prácticamente imposible mantenerse al margen de aquel popurrí de ritmos y de aquel incesante cambio de parejas.
Cuando, desde mi punto de vista, creí conveniente retirarme y empecé a despedirme, fui seguido por la anfitriona quien me rogó que me quedase pues su madre había elaborado una tarta para festejar su graduación y mi despedida. No pude irme.
Diversas infusiones aromáticas dulcificadas con miel de abeja y extraños cócteles de vino dulce con aguardiente sirvieron para acompañar aquel sabroso pastel, que, incomprensiblemente, fue poco a poco desapareciendo.
Al final, como siempre, los discursos. No sé si fue el ambiente, el calor, o la proximidad de mi viaje el caso es que las palabras de quien habló dirigidas en parte a la graduada y en parte a mí, me impresionaron. No me conocía nada, nunca me había visto y sin embargo logró convencerme. Yo era un amigo, un buen amigo para su prima y su familia, alguien venido de lejos e integrado en una sociedad muy diferente a la suya, un ser querido que ahora se iba pero que todos deseaban que regresara pronto.
Me marché con una sensación mezcla de soledad, tristeza y gratitud. Muchas cosas me habían pasado en los últimos once meses. Como dije al llegar y así sucedió, había vivido entre gentes con las que pasé momentos maravillosos, había conocido sus costumbres, sus virtudes y sus debilidades. Me habían enseñado, y tal vez, algo habían aprendido de mí. En aquellos meses había amado y me habían amado, prorrogué deseos y odios inalcanzables, fui cauto en comentarios, objeto de estudios y análisis, fui un ser, de entrada, rechazado o atacado, aunque luego, como esta noche supe, entrara a formar de alguna manera, parte de sus vidas.


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Pueden fumar si lo desean, pero sigan haciendo uso de sus cinturones de seguridad hasta nuevo aviso. El comandante Martínez y su tripulación les…

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Había dejado suelo ecuatoriano y con él, amigos y problemas. Dentro de 30 días regresaría para encontrarme con otras situaciones fruto de mis vivencias anteriores detenidas por el tiempo o de nuevas reacciones nacidas por el trato constante de la gente que me rodeaba.