jueves, 12 de noviembre de 2020

La fiesta del sol en Cochasqui

Ayer, cuando me despedí y se fue con lágrimas en los ojos, creí que pasaría una noche fatal. No fue así, dormí inquieto, pero profundamente.
Ahora, mientras contemplo el despertar de la ciudad, siento añoranza y tristeza. Me la presentaron una tarde y apenas hablamos. Luego salí con ella y nos separamos de forma violenta. Al volver a Quito y llamarla, vino a mí para pasar juntos una noche inolvidable.
Su pequeño cuerpo moreno, su vientre liso, sus grandes pechos coronados por dos botones negros que se endurecían al contacto de mis besos, sus estrechas caderas. Con los ojos abiertos pienso en ese cuerpo que poseí y que ya nunca será mío. La veo desperezarse en la cama a la luz clara del amanecer, la recuerdo en el baño contrastando su piel con la blancura espumosa del gel, siento en mis dedos su carne caliente al acariciarla bajo la ducha.
 
Que distinto aquel desayuno al de hoy. Habíamos hecho el amor casi sin hablarnos y ante una taza de humeante té, tostadas, piña y jugo de toronja, organizábamos nuestro próximo fin de semana.
Empezó bien y murió al surgir mi yo cerebral. No podía enamorarme y hacerle daño. Fue algo que quise, pero como siempre no salió. En vez de encontrar un placer pasajero casi encuentro un amor, mi extraña forma de actuar podía, con el tiempo, llevarla a una situación difícil. No quise. Después de una noche de dudas fue ella y no yo, quien me obligó a decir un adiós definitivo. Cuando nos separamos, las palabras apenas sí salían de su boca y dos grandes lágrimas rodaban por sus mejillas.
He de seguir. Si habíamos pensado ir a Cochasquí a ver los rituales indígenas en honor al Sol, yo debía ir, eso al menos, borraría en parte el conjunto de sensaciones que aun bullían en mi mente.
Conduzco de forma maquinal. Dejo atrás Quito, Calderón y Guayamba para tomar, una vez pasado el río Pisque, el camino a Cochasqui. De improviso mi mente despierta. Me encuentro con una larga serpiente de coches que ascienden por un polvoriento camino hacia la zona más alta de la montaña, dejando una estela de polvo que marca nítidamente el trayecto a recorrer.

Tras media hora de viaje la caravana se detiene, echamos pie a tierra y continuamos ascendiendo durante otros 20 minutos antes de llegar a la inmensa pradera escalonada de Cochasquí, única zona ecuatoriana en donde se conservan construcciones del periodo Inca. (14 pirámides dispuestas a distintos niveles, recubiertas por tierra vegetal y tapizada por césped verde y tupido).
Según la tradición allí se reunían los antiguos habitantes para efectuar sus encuentros rituales de música y danza, no solamente en honor del Sol, Inti-Raimi, sino también para glorificar a la Tierra, Huacai-Cusquí.
Como todas las grandes fiestas, el Inti-Raimi, tiene una antigua tradición. Los primeros cronistas dicen que tomaba parte toda la sociedad, especialmente los jóvenes aptos para el trabajo, el combate y el amor.
Había pruebas de resistencia física, carreras hacia las cumbres, luchas por alejar a las sombras, cánticos y danzas, todo sobre las grandes explanadas de los templos-pirámides; eran fiestas colectivas en las que se mezclaban hombres y mujeres, jóvenes y doncellas, encendidos por el fragor de la música y la “chicha” de maíz. Día a día se prolongaba el festejo provocando el gozo estético, los bailes de pruebas y el combate por el ideal colectivo, hasta verter sangre o morir. Día a día iban llegando comunidades que se sumaban a la fiesta dándole nuevo colorido y añadiendo personajes fantásticos creados por su desbordante imaginación como pudieron ser los “diablohumos”, “chinucas” o “aruchinos”.

Diablohumos
Ahora un inmenso gentío se distribuía por el monte. Desde indígenas que, ataviados con trajes coloristas, danzaban incesantemente al son de guitarras, panderetas o flautas, hasta grupos organizados de turistas que seguían borreguilmente a sus guías, pasando por camarógrafos y músicos que intentaban obtener imágenes y sonidos inéditos, todos se entremezclaban.
Dos horas y media corriendo tras los diferentes grupos, recreándome con los tipos más curiosos y captando la mirada fija y negra de esos niños que cuelgan a la espalda de sus madres, fueron junto al aire frío de la sierra, la medicina que limpió mi mente. Embebido en el bullicio, apenas sí me enteré del paso del tiempo. Solo al final, cuando los danzantes, bajo el efecto embriagador de la “chicha” y el “aguardiente” empezaron a rodar por los suelos y el olor fuerte del “chancho” asado cubrió el ambiente, me di cuenta de lo tarde que era y lo lejos que estaba de un centro civilizado donde poder comer.
Cansado, cubierto de polvo y con la cabeza llena de imágenes variopintas me dirigí a Cotacachi, no sé si empujado por las excelencias culinarias de uno de sus restaurantes, por su artesanía en cuero o por si esa idea peregrina del reencuentro que bullía en mi mente, se hacía realidad, ya que al despedirse me dijo que pensaba pasar allí el domingo en compañía de una amiga.
Para evitar su imagen, que aún seguía fija en mi mente, me introduje otra vez en el bullicio de la fiesta. Otra vez hice fotos, busqué los ángulos y las poses más curiosas, capté las expresiones más típicas, en fin, me olvidé de mi vida.
Han pasado los días y tal vez por azar o por intuición, nuestros caminos no han vuelto a cruzarse. En mí se ha ido calmando esa inquietud que queda como poso, tras una vivencia amorosa y mi vida vuelve a sus cauces normales. La duda del mañana, del lógico reencuentro y de nuestra mutua atención, son realidades difíciles de borrar.
El adiós amoroso, capaz de convertir a dos amantes en amigos, es a lo único que se aferra mi mente aun sabiendo que si es difícil, para un hombre y una mujer, ser únicamente amigos, debiendo para ello domeñar, muchas veces, su atracción puramente carnal, que no será para ellos que ya se han poseído y ahora lo que quieren es ser simplemente amigos.

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