jueves, 5 de noviembre de 2020

Descender por el Napo

Creí que describir un paisaje era más fácil que reflejar el carácter o las reacciones de una persona. Me equivoqué. En el primer caso no se puede mentir, en el segundo sí. Un bosque, un río, un grupo de árboles, están ahí, a la vista de todos y cada cual reacciona ante ellos según su sensibilidad. Cualquier hombre o mujer llevados al papel son manejados al antojo del escritor que juega fríamente con sus sentimientos de modo que éstos se adapten a sus ideas, dejando la verdad oculta bajo la fácil pluma de la imaginación y haciendo imposible, con ello, desligar la realidad de la ficción.
Desde el primer día que llegué a Ecuador, mi máxima ilusión, al igual que la de cualquier niño, fue conocer la Amazonía, entrar en la selva y vivir las aventuras que tantas veces hemos visto reflejadas en el cine. Los peligros de la fauna o los inconvenientes del clima, siempre en boca de la gente de mi edad, nunca supusieron un hándicap para mi viaje. Estaba convencido de que allí no podía pasarme nada, que mi ángel de la guarda cubriría con creces los fallos relativos a mi falta de previsión médica o a mi insensatez. Creo firmemente que la ilusión supera en eficacia a las vacunas, pastillas o repelentes contras los insectos. Si tenemos que coger cualquier infección la cogeremos por muy medicados que vayamos, tal vez antes, por no tener anticuerpos naturales sino solo defensas artificiales que se desvanecen bajo el sol ecuatoriano o el gentil ofrecimiento del más tímido indio de la selva.

Rio Napo
He de reconocer que los tres días empleados en el viaje fueron pocos, apenas los necesarios para tener una vaga idea de lo que podría hacerse en un periodo más largo; sin embargo, hubo una serie de hechos secundarios que no a propósito pudieron haberse escogido mejor. El tiempo fue excepcionalmente bueno, anómalo para la estación de lluvias, las carreteras estuvieron todas transitables, eso sí, con los pequeños problemas que conlleva un recorrido de más de 500 km por caminos de tierra y el cruce de varios ríos sobre puentes colgantes sin protección alguna. Por último, el grupo turístico en el que me integré: una americana divorciada con sus dos hijos y un guía oriundo de la zona, fueron los ingredientes perfectos para mi primer viaje amazónico.
Antes de llegar al Puerto de Misahuallí, punto en el que confluyen con el Napo una serie de pequeños afluentes y lugar donde llegan por tráfico fluvial todos los productos agrícolas de las tribus ribereñas, tuvimos que atravesar la Cordillera Real y descender de 4.300 m a 700 m. Esta rápida bajada permite observar un paisaje que varía desde seco, árido y desértico en las proximidades de Papallacta, hasta exuberante y tropical en la zona de Archidona y Tena. Aquí el verdor de los árboles se conjuga con el ocre-rojizo del terreno, contemplándose por doquier flores y plantas coloristas que recubren un suelo tapizado de helechos y hongos. Los ríos, turbios y caudalosos, aparecen cruzados por multitud de puentes de madera con sustentación aérea a base de cables y dimensiones tan reducidas que solo permiten el paso de un vehículo. El calor se hace pegajoso y no es de extrañar ver en las casas monos, loros y culebras a modo de animales domésticos.
Misahuallí es la entrada al oriente ecuatoriano. Puede decirse que allí empieza realmente la preselva amazónica. El viajero debe olvidarse del transporte convencional y decidirse por la canoa. Miles de ellas recorren el río transportando frutas, animales y hombres. Desde su puerto salen grupos con la idea de llegar a alguno de los diferentes embarcaderos que salpican el río y de allí adentrarse tímidamente en la selva.

Rio Napo
Samuel, el guía indio, nos acomodó en su canoa e iniciamos el descenso. Lentamente las orillas, en principio impenetrables, van dejando entrever pequeños poblados, recortadas playas con bañistas infantiles y remansos en donde las mujeres hacen su colada semanal. El descenso se continúa durante 45 minutos. En ellos solo la vista disfruta. El verdor de las márgenes cambia constantemente, entremezclándose palmeras junto a tupidos árboles achaparrados que parecen surgir de las aguas, el sol pone reflejos brillantes sobre los cantos cuarcíticos y solo el agua, con su continuo y monótono murmullo, rompe la quietud y el silencio.
Por fin, tras efectuar un brusco viraje, nos aproximamos a un claro. Desde allí iniciamos a pie, nuestro recorrido. Lentamente la vegetación se hace más densa, observándose tres o cuatro niveles de vida vegetal. Primero musgos y hongos, sobre la capa de hojarasca del suelo, luego pequeños arbustos de hojas largas y puntiagudas mezclados con plantas carnosas de grandes hojas, por último, rodeándolo todo, árboles entrecruzados que evitan la entrada directa del sol, produciendo un perfecto invernadero sobre hombres, animales y plantas.
El suelo embarrado y el calor húmedo hace difícil seguir el ritmo vivo de Samuel; imperceptiblemente nuestras ropas se han ido cubriendo con grandes manchas de sudor a la vez que ha desaparecido el miedo instintivo hacia las serpientes, mosquitos, arañas y demás animales. Cada cierto tiempo el guía se desvía hacia una zona pantanosa con la esperanza de mostrarnos algún cocodrilo. Desgraciadamente los únicos animales grandes que observamos son monos y mariposas.
Tras una hora de marcha, la selva se abre dejando al descubierto diversas plantaciones tropicales que rodean cuatro casas construidas a base de bambú, cañas y lianas. Ante la proximidad de los suyos Samuel empieza a mostrarse hablador. Con la amabilidad propia de la gente primitiva nos va ofreciendo palmitos y cacao verde. Luego nos invita a su casa, nos presenta a su familia y nos obsequia, como prueba de su amistad, con una vasija de “chicha”, especie de leche de yuca, alimento fundamental de los indios de la Amazonía.

Asentamiento indígena
Según la tradición este ofrecimiento es prueba de aceptación del visitante y puede ser motivo de expulsión de la tribu el no aceptarlo. Actualmente la elaboran machacando la yuca con morteros en grandes cuencos, pero antiguamente y aún hoy en algunas zonas del interior, la preparan las mujeres mascando la yuca y macerándola luego en cuencos. De cualquier modo, hay que tomarla y la verdad sea dicha, no está mal, sabe a leche agria con multitud de fibras vegetales.
La vuelta en canoa, con el sol cayendo aplomo sobre nuestras cabezas se hace tediosa; da tiempo a pensar en la inmensidad de la selva, en esa atracción casi sexual que incita a penetrar más y más en ella aún a riesgo de perderse o morir, en esos mundos desconocidos de los “Aucas”, tribu de costumbres sencillas, gran conocedora de las plantas y de sus poderes curativos, en la posibilidad de recorrer el Napo hasta su confluencia con el Amazonas, en la idea de visitar a los “Patas Coloradas” para lo cual hay que hacer cinco días de marcha por la selva, adaptándose con ellos a su forma de vivir, comer y vestir, o simplemente en observar el tráfico fluvial o el oculto mercado del oro. Todo esto tienen para mí una atracción superior a cualquiera de las vividas hasta ahora.
Algo sin embargo no he de repetir. Si vuelvo, no será solo. Por muy bello que sea el paisaje es fundamental tener alguien con quien poderlo compartir. Como decía aquel viejo filósofo: “las aventuras amorosas son perfectas cuando las comparten por igual los dos amantes”, en este caso el placer compartido de la aventura y el riesgo es lo que lo hace perfecto y perdurable.

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