Los hombres, por mucho que queramos rechazarlo, estamos casi todos cortados por el mismo patrón. No importa que hayamos nacido en distintos continentes, que tengamos diferentes orígenes sociales, que nuestras situaciones económicas difieran totalmente o que nuestras ideas políticas sean opuestas, el hecho es que cuando queremos desahogarnos, olvidamos a las mujeres, muy necesarias en determinados momentos y nos refugiamos en ese círculo cerrado de los amigos.
Al café de Manolete, antiguo barman español venido a Ecuador con el P.P.O. a dar una serie de cursos de hostelería, casado posteriormente con una ecuatoriana y afincado ahora definitivamente en Quito, llegábamos invariablemente casi todos los días sobre las 7 de la tarde. Allí, mientras apurábamos sin prisas, un “tinto” o una cerveza, comentábamos las incidencias del día y hacíamos previsiones para el próximo fin de semana. Los jueves, sin embargo, el ambiente era otro. Había pasado la semana laboral, en la que, quien más y quien menos tuvo sus problemas y todos esperábamos con engañosa ilusión la hipotética aventura del viernes.
Al café de Manolete, antiguo barman español venido a Ecuador con el P.P.O. a dar una serie de cursos de hostelería, casado posteriormente con una ecuatoriana y afincado ahora definitivamente en Quito, llegábamos invariablemente casi todos los días sobre las 7 de la tarde. Allí, mientras apurábamos sin prisas, un “tinto” o una cerveza, comentábamos las incidencias del día y hacíamos previsiones para el próximo fin de semana. Los jueves, sin embargo, el ambiente era otro. Había pasado la semana laboral, en la que, quien más y quien menos tuvo sus problemas y todos esperábamos con engañosa ilusión la hipotética aventura del viernes.
Solo copas
Ocupando el rincón más espacioso, rodeados de plantas raquíticas y frondosos helechos, nos acomodábamos alrededor de dos o tres mesitas, y mientras consumíamos enormes cantidades de alcohol, íbamos vertiendo nuestros sentimientos, actuando indistintamente bien como arrepentidos penitentes bien como solícitos confesores.
Alberto, ex-militante del Fuerza Nueva, llegó a Ecuador a raíz de la desintegración del partido y era, por lo general, el centro sobre el que se amalgamaban una serie de tipos extraños tales como Julio, fabricante y vendedor de cosméticos, medio separado de su mujer, filósofo y empedernido bebedor; Maducho, soltero, intrascendente y afable; Santiago, viudo, ex torero y conocedor de todo el estamento militar del Ecuador; Ricardo, licenciado ecuatoriano, gracias al cual conseguíamos, en un plazo increíblemente corto, nuestras visas de residencia; Jorge Marcos arqueólogo, profesor de la Universidad Central y del que nunca se sabía si estaba sobrio o totalmente ebrio; Ramiro, hijo de un antiguo expresidente de la República, militante de la Izquierda Democrática y hábil comentarista político, así como algún que otro español, colombiano, ecuatoriano o chileno que eventualmente se añadía al grupo.
Sin reglas definidas y sin tema fijo de discusión, jueves tras jueves íbamos desgranando nuestras propias vivencias. Por extraño que parezca, los diálogos, aun los más opuestos, eran siempre corteses. Nunca vi levantar la voz a Ramiro en contra de las opiniones de Alberto o Santiago, y sí vi a todos ayudar a quien, en cualquier momento y por la razón que fuera, se encontraba deprimido. Era entonces cuando el ir y venir de Manolete sirviendo rondas de whisky, ginebra, coñac o chinchón, se centuplicaba y cuando, por levantar el ánimo de alguno, nos emborrachábamos todos.
Cada cual tenía, o había tenido, problemas matrimoniales y si bien alguno vivía con una mujer, la mayoría estábamos solos, pensando, invariablemente, el como conseguirla, aunque la verdad sea dicha, no poníamos en ellos excesivo interés.
Todos estábamos en Ecuador dependiendo de una oficina central radicada en España que normalmente no entendía o no quería entender, nuestros problemas, todos luchábamos por conseguir contratos o finalizar trabajos y casi todos tropezábamos con la incomprensión y el olvido de nuestros jefes. Todos, en fin, nos desmoronábamos al no recibir ni ayuda ni consejo ahogando siempre nuestras penas en el alcohol.
Desde Alberto, representante de tres pequeñas Compañías, hasta Maducho, gerente de una empresa de relojería extendida por toda Sudamérica, cada uno éramos asalariados desplazados nuestra tierra por motivos políticos, laborales, matrimoniales o económicos, que aspirábamos a conseguir un contrato millonario con el que poder salir de nuestro estado actual, sabíamos que esa utopía no se daría nunca y que aun nos esperaban muchos años de monótona soledad.
Alberto, ex-militante del Fuerza Nueva, llegó a Ecuador a raíz de la desintegración del partido y era, por lo general, el centro sobre el que se amalgamaban una serie de tipos extraños tales como Julio, fabricante y vendedor de cosméticos, medio separado de su mujer, filósofo y empedernido bebedor; Maducho, soltero, intrascendente y afable; Santiago, viudo, ex torero y conocedor de todo el estamento militar del Ecuador; Ricardo, licenciado ecuatoriano, gracias al cual conseguíamos, en un plazo increíblemente corto, nuestras visas de residencia; Jorge Marcos arqueólogo, profesor de la Universidad Central y del que nunca se sabía si estaba sobrio o totalmente ebrio; Ramiro, hijo de un antiguo expresidente de la República, militante de la Izquierda Democrática y hábil comentarista político, así como algún que otro español, colombiano, ecuatoriano o chileno que eventualmente se añadía al grupo.
Sin reglas definidas y sin tema fijo de discusión, jueves tras jueves íbamos desgranando nuestras propias vivencias. Por extraño que parezca, los diálogos, aun los más opuestos, eran siempre corteses. Nunca vi levantar la voz a Ramiro en contra de las opiniones de Alberto o Santiago, y sí vi a todos ayudar a quien, en cualquier momento y por la razón que fuera, se encontraba deprimido. Era entonces cuando el ir y venir de Manolete sirviendo rondas de whisky, ginebra, coñac o chinchón, se centuplicaba y cuando, por levantar el ánimo de alguno, nos emborrachábamos todos.
Cada cual tenía, o había tenido, problemas matrimoniales y si bien alguno vivía con una mujer, la mayoría estábamos solos, pensando, invariablemente, el como conseguirla, aunque la verdad sea dicha, no poníamos en ellos excesivo interés.
Todos estábamos en Ecuador dependiendo de una oficina central radicada en España que normalmente no entendía o no quería entender, nuestros problemas, todos luchábamos por conseguir contratos o finalizar trabajos y casi todos tropezábamos con la incomprensión y el olvido de nuestros jefes. Todos, en fin, nos desmoronábamos al no recibir ni ayuda ni consejo ahogando siempre nuestras penas en el alcohol.
Desde Alberto, representante de tres pequeñas Compañías, hasta Maducho, gerente de una empresa de relojería extendida por toda Sudamérica, cada uno éramos asalariados desplazados nuestra tierra por motivos políticos, laborales, matrimoniales o económicos, que aspirábamos a conseguir un contrato millonario con el que poder salir de nuestro estado actual, sabíamos que esa utopía no se daría nunca y que aun nos esperaban muchos años de monótona soledad.
Productos de exportación ecuatoriana
Poco a poco, mezclando todo con las mujeres, la política con el deporte y maldiciendo tanto la parsimonia operativa de la administración ecuatoriana como el desconocimiento de la misma por parte de las empresas españolas, íbamos matando las horas. Manolete cerraba y se añadía a la tertulia, solo muy al final cuando ya el alcohol empezaba a hacernos mella, íbamos pensando en retirarnos, sin haber solucionado nuestros problemas, pero tranquilos y desahogados.
Al salir empezaba a aflorar en nosotros la idea del mañana con un intenso dolor de cabeza y una boca áspera y pastosa, mientras repiqueteaba en nuestra cabeza la tentación del bueno de Maducho incitándonos a acompañarlo a su sauna, en donde alguna de sus agradables masajistas nos dejaría como nuevos en menos de media hora. Hasta ahora, ninguno le ha acompañado, no porque no nos sugestione la idea, sino porque al día siguiente deberíamos volver al trabajo y pasar allí ocho horas a base de Alkaselsers con el fin de iniciar, con buen ánimo, el venturoso “SAN VIERNES”.
Al salir empezaba a aflorar en nosotros la idea del mañana con un intenso dolor de cabeza y una boca áspera y pastosa, mientras repiqueteaba en nuestra cabeza la tentación del bueno de Maducho incitándonos a acompañarlo a su sauna, en donde alguna de sus agradables masajistas nos dejaría como nuevos en menos de media hora. Hasta ahora, ninguno le ha acompañado, no porque no nos sugestione la idea, sino porque al día siguiente deberíamos volver al trabajo y pasar allí ocho horas a base de Alkaselsers con el fin de iniciar, con buen ánimo, el venturoso “SAN VIERNES”.
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