viernes, 30 de octubre de 2020

¿Lo hago bien Sr. Ingeniero?

Mujeres, siempre mujeres. Mi máxima ilusión fue conocerlas y sin embargo, ni las comprendo, ni las sé tratar. Cuando debo hablarles, callo, en vez de actuar, diálogo. Si piden ayuda, bromeo, en fin un completo fracaso. Por no sé que extraño maleficio, siempre temo hacerles daño, y nunca logro coordinar lo que quiere mi mente con lo que realmente, luego, ejecuta mi cuerpo. Sin duda a lo largo de mi vida habré ofendido a alguna, tal vez a todas las que me han rodeado. Jamás quise hacerlo, mi pecado fue siempre de omisión. Como alguien dijo, soy un misógino que teme y ama a las mujeres, que no les declara su amor por miedo al fracaso y que lo enmarcara a base de múltiples y variados razonamientos. Conociendo mis fallos intento cada vez actuar de forma diferente, cayendo siempre en los mismos errores. Será porque solo sirvo para esto, porque soy un romántico empedernido que solo ama a una mujer y por asociación las ama a todas, surgiendo de ahí el tremendo dilema del amor compartido e imposible, será porque…


Janeth
Dentro de esta lógica, lo primero que me interesó de Ecuador fueron sus mujeres. En mi corta estancia conocí a algunas superficialmente y como de costumbre, mi mente imaginó, a base de pequeños detalles. Ante casi todas actué como soy y quise imponer, sin éxito, mis ideas.
La proximidad y el trato diario crea una serie de vínculos y reacciones difíciles de prever y casi imposibles de controlar. Si a esto se une la novedad que siempre supone el extranjero y la casi inexistencia de trabajo, no es de extrañar que la primera mujer con la que empecé a tener diálogos más o menos largos fuese Patricia, la secretaria de dirección del Proyecto. En parte por mi curiosidad casi enfermiza y en parte por su entonación y composición idiomática, el caso fue que surgió entre nosotros una especie de entendimiento mutuo y no confesado.
Que cara no pondría yo ante frases tales como “hágame el favorcito no más”, o “tómese este café calentito para combatir el frío”, eso sí, terminadas con el consabido Sr. Ingeniero y qué pensaría ella cuando yo al contrario que el resto era incapaz de llamarla de usted. La cosa para bien o para mal, tenía su gracia. Yo empezaba a hablarle de tú, ella me respondía de usted y a partir de ahí se organizaba un enorme lio con la mezcla del tú y el usted. Pese a mi buena voluntad por preguntarle modismos y a su disposición para aclararme cualquier tipo de dudas, el dilema tú-usted se mantenía.
Con aquella suavidad en el diálogo, tan suya y tan impropia de nosotros, iban transcurriendo los días sin que nada alterase nuestra relación. Una mañana cuando más ensimismado estaba con la recepción de dólares, el cambio a sucres y las transferencias a España, la eficaz Janeth se acercó a mi mesa y con su voz dulce y melodiosa, me soltó de repente:
—Ingeniero, no me sea malito, hágame no más el favor de firmarme ese chequecito para reponer el dinero de la caja chica—.
Si no me dio un ataque de risa fue de milagro. Firmé, e intentando romper el silencio que, como consecuencia de la frase, se creó entre nosotros, esbocé una sonrisa y la invité a bajar a comer. Pese a la dificultad del tú y el usted y a la manía del “Sr. Ingeniero” empezamos, lentamente, a tener una conversación a mi estilo. Me enteré de sus gustos, de algo de su vida, de su afición a la música y a la historia, en fin, para el postre ya habíamos acordado salir juntos el fin de semana.
Son curiosas las ecuatorianas. En cuanto te conocen y te admiten, se vuelven serviciales y sumisas, casi diría que caen en un servilismo impensable en nosotros. En el trabajo, te ayudan, cubren y defienden hasta cargan, si es preciso con tus culpas, en la vida normal, se hacen esclavas, intentando satisfacer tus más mínimos deseos.
La cena y la “Peña”, a la que posteriormente asistimos para escuchar una serie de “pasillos” a cuál más romántico y triste, fueron el preludio perfecto antes de ir al apartamento. El champán y los bombones los ingredientes últimos antes de caer sobre el tresillo envueltos en un abrazo. De allí, dejando un reguero de prendas a lo largo del pasillo, al dormitorio.

Alguien escribió que las serranas son frías y poco imaginativas. Janeth, como buena quiteña también lo era. Me esmeré, cubrí su cuerpo de besos y caricias, intenté con paciencia infinita excitar sus fibras sensibles, ella, sin embargo, apenas si reaccionaba, era un bello cuerpo receptivo.
El juego amoroso continuó hasta llegar a su culminación. Entonces, cuando ya no quedaba más que sentir y gozar, se movió por primera vez y mirándome fijamente con aquellos negros ojos, murmuró dulcemente:
— ¿Lo hago bien Sr. Ingeniero?—

Si no me levanté y le di un par de bofetadas fue de milagro. Como escribió el poeta, “me porté como quien soy”, no le dije que lo hacía fatal, ni tampoco “le regalé un costurero grande de rosa pajizo”, eso sí, le cerré la boca con un beso y luego le ofrecí la última copa que quedaba.
A partir de ahí surgió en ella una mezcla de sumisión y agradecimiento: se levantó, arregló la habitación, preparó el café, limpió la cocina, se desvivió por servirme. La miraba trabajar y pensaba. Ella tenía un hombre, yo ni lo conocía. Tal vez una gatita dispuesta a cumplir mis caprichos y a sufrir, en silencio, mi abandono, o tal vez el gran amor indestructible y perdurable de mi vida.

martes, 27 de octubre de 2020

La playa de Ayangue

Siempre me han gustado las playas. De niño me atrajo el fondo marino y sus riquezas, más tarde fue el paisaje que las enmarcaba, últimamente las gentes que las pueblan y disfrutan. En ellas, cuando las nubes difuminan la línea del horizonte y el ruido de las olas es solo comparable a la blancura de la espuma, surge en mí la nostalgia de aquellas costas asturianas por las que durante tantos años arrastré mi soledad. Cuando el cielo es azul y las olas apenas si lamen silenciosamente la orilla, mi espíritu se agita recordando Tossa de Mar, Saint Tropez, Torremolinos y demás lugares en donde he observado, al desnudo, el comportamiento humano, para regocijo de mi mente y solaz de mis ojos.
Hasta ahora la única playa ecuatoriana que conocía era Atacames. Amplia, blanca, rodeada de palmeras solitaria, luminosa, en fin, casi salvaje y por esa ilusión con que siempre recordamos lo pasado, quise creer que todas serían como ella, es más, como ella, pero poblada. No sé si por ello, Ayangue me desilusionó.
Era una gran bahía recortada lateralmente por altos farallones rocosos coronados por árboles y cerrada por un pueblecito pesquero de casas de bambú salpicadas entre cocoteros y ceibos. Desde lejos, casi idílica, de cerca, tenía, quizás por mi estado de ánimo, ciertas contrapartidas.

Playa de Ayangue
El calor, el olor y la suciedad fueron mis primeras impresiones al bajar del coche. Un solo tórrido y pegajoso, aderezado por el tufo proveniente de pescado asado y fruta en descomposición, recalentaba un suelo de guijarros y conchas sobre el que era imposible andar sin quemarse la planta de los pies, un continuo bullir de gente recorriendo chiringuitos en los que se cocinaba o vendían productos típicos, desde langostas vivas hasta figurillas confeccionadas con corales de diferentes tipos, y por último, separando la playa del pueblo, una estrecha franja marina en la que flotaban innumerables y variopintos objetos.
Por llegar repentinamente a la orilla, alejándome del pestilente olor reinante, me aventuré, no sin ciertos escrúpulos, por la ciénaga y luego, dando ridículos saltitos sobre la arena caliente, llegué hasta el borde del mar. Durante meses me habían comentado las excelencias de las mujeres costeñas. Muchas veces las imaginé morenas, proporcionadas, de cintura estrecha, pechos altos y firmes, hoy, a medida que me aproximaba a la costa, las creí ver correr por la playa ataviadas con sugestivos bikinis. No fue así. Resguardándose del sol bajo pequeños toldos rectangulares, se distribuían unos cientos de bañistas enfundados en enormes y ridículos bañadores y cubiertos, además, con amplias camisetas que les llegaban hasta la cintura. Las mujeres, las tan deseadas mujeres, no eran esbeltas, sino compactas, no corrían por la cintura húmeda de la arena, sino que se desmoronaban bajo los toldos, no mostraban sus encantos naturales, los cubrían con aquellas camisetas que no se quitaban ni para bañarse ni para tomar el sol.

Playa de Ayangue
Por más que paseé, me recalenté los pies y me deshidraté, no observé nada reseñable. Desalentado me reuní con mis amigos, que ya estaban degustando una magnífica langosta, y con la inconsciencia lógica que produce la desilusión y el calor ambiental, me dediqué a beber limonada tras limonada. Más tarde me dijeron que en Ayangue no hay agua y que la que empleaban en los refrescos procedía de nadie sabía dónde.
A parte del desencanto había conseguido, sin duda, llenar mi estómago de amebas tropicales.
Casi de repente el sol desapareció. Al alejarnos, camino de Sta. Elena, contemplé uno de esos atardeceres de película. Un horizonte rojizo en el que se recortaban multitud de palmeras, mientras decenas de nativos rastrillaban las orillas en busca de la apreciada semilla del “camarón” con la que alimentar la industria más próspera del Ecuador.
En Ayanque, ahora lo sé, hay que dejar la fantasía y vivir a lo costeño. Levantarse con el alba, protegerse el sol, alimentarse con los productos marinos y dormir a la luz de las estrellas. Hay que habituarse a ver hombres pequeños y morenos, junto a mujeres con pechos enormes y caídos. Quedan, sin embargo, otras playas, como Salinas y Ancon, en donde no se ve la realidad autóctona y sí la filosofía importada de otros países. Existen allí, quien lo duda, mujeres talladas en ébano, que nunca debí buscar en la perdida bahía de Ayangue.

sábado, 24 de octubre de 2020

Tigrillo para desayunar

Amanece. Miro el reloj y apenas con las 6’00. La cálida quietud que me rodea solo se ve alterada por el trinar lejano de un pájaro madrugador.
Bajo la tenue luz que se filtra por las ventanas recorro la habitación. Dos camas, un armario, dos sillones, un aparador, un perchero, tres mesitas, dos puertas. Tanto Nidia como Edwin, nuestros anfitriones, duermen plácidamente. Me encuentro perfectamente bien y no es lógico después de la cantidad de aguardiente de caña que anoche bebí.
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Qué difícil es aquí programar un viaje. Cuando ayer dejamos Vilcabamba íbamos a dormir en Portovelo y salir tempranito para Quito. No será así. Por lo pronto paramos varias veces a comprar piñas, plátanos y chirimoyas, comentando siempre con los lugareños la calidad de los productos y el mal estado de las “carreteras”, luego, en Portobelo, localidad minera donde se sitúa la única explotación subterránea de Ecuador tropezamos con el ingeniero encargado y allí acabó el viaje.
Fuimos al bar-almacén y como en los antiguos poblados de finales de siglo fue desarrollándose ante nosotros todo lo que cuentan las historias: primero se fue la luz y hubo que echar mano de velas y candiles, luego volcó una carreta al chocar contra un camión y tuvimos que socorrer a los heridos, por último, hubo que separar a dos mujeres que, armadas con un palo y un cuchillo, querían dirimir a lo bravo sus anhelos amorosos.
Cuando parecía que la fiesta se acababa, llegó Nidia, una morocha de más de 1’70 de estatura, joven, pechugona y dicharachera que hacía las veces de mujer, compañera y colaboradora de Edwin y que se empeñó en cenar y tomar más copas en su casa. Cenamos, que digo, mal cenamos una sopa en la que se mezclaba, sin ninguna proporción arroz, maíz, pasta, ave, “chancho” y que debía sazonarse, para darle algún sabor, con abundante “ají”. Los más arriesgados siguieron con un guiso de carne, arroz y cebolla, mientras el resto, entre los que me encontraba yo, solo con un reconfortante cafecito. Luego, como en todos los sitios: trago, trago duro, recuerdo a los amigos, críticas al gobierno, cantos regionales, elucubraciones místico-religiosas, añoranzas sentimentales, en fin, lo de siempre. Por último, a las tres, y al haberse acabado el aguardiente, los anfitriones y yo nos retiramos. Los otros, no sé cuándo, habían ya desaparecido.
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Poco a poco, sin estridencias ni ruidos la quietud empieza a romperse. Edwin se levanta, se calza, cuchichea algo a Nadia y se va. Ella se sienta en la mesa, mostrando sin pudor su hermosa anatomía, se despereza y vuelve a recostarse. Al rato se levanta y cubierta solo con una minúscula tanga me da los buenos días, se acerca al aparador, coge una toalla y entra en el cuarto de baño.

Nidya
Más tarde, mientras me ducho, agotando la poca agua del depósito y dejando al resto del equipo sin posibilidad de hacerlo, aún se mantiene en mi retina la figura de Nidia, semidesnuda, paseándose tranquilamente por la habitación.
Los efectos del aguardiente de caña empiezan a notarse. Todos queremos beber y comer algo, solo uno quiere salir, el resto nos mantenemos medio adormilados en el mirador viendo revolotear las aves entre los árboles del pórtico. No hay agua, solo el jugo de las piñas compradas durante el viaje sirve para atenuar los efectos dañinos del “chuchaqui”. Edwin que había desaparecido, llega trayendo “verdes”, huevos y queso fresco, ingredientes básicos para un buen “tigrillo” con el que se nos pasará la resaca.

Tigrillo
Como experto en cocina y acosado por una curiosidad en mi innata, acompaño a Nidia a la cocina. Primero pelamos los plátanos, luego los cocemos con un poco de sal, más tarde los machacamos formando una espesa pasta marrón que Nidia delicadamente me hace probar. Casi devuelvo, sabe a patata cruda o medio cocida. A continuación, en una sartén, revolvemos los huevos con la pasta de “verde” y lo complementamos, al final, con queso blando. El “tigrillo” está servido.
Con abundante café la enorme fuente va lentamente desapareciendo ante la aceptación de los comensales (mi café con leche, mi querido café con leche, con su correspondiente “croissant” a la plancha, cuanto lo añoro). Confío que las 12 horas de viaje que me esperan, la bajada y subida de los Andes y el mal estado de las carreteras serán ingredientes suficientes para hacerme digerir este nuevo desayuno, que según opinión de todos no será el último, pues hemos de venir muchas veces a Portovelo, no a desayunar, sino a ver la mina que entre unas cosas y otras no hemos podido visitar.

jueves, 22 de octubre de 2020

La vendedora de huacos

Mi primera salida por tierras ecuatorianas se inició en la provincia de Manabí, antaño casi desértica y hoy día, a causa de las lluvias torrenciales caídas en los últimos años, repleta de abundante y frondosa vegetación.

Manta
El trayecto, desde el aeropuerto hasta Manta y el posterior recorrido de sus calles, inundadas por el desbordamiento del río Mula, empezó a mostrarme el gran cambio existente entre la sierra y la costa. El paisaje adquiere tonalidades verdosas, los suelos se tornan rojizos, el calor es húmedo y pegajoso, las carreteras pierden su capa asfáltica convirtiéndose en amplios caminos embarrados, las gentes transitan lentamente sin importarles el agua, o el tráfico incontrolado de vehículos y animales.
“La Chulapa”, hotel en el que me hospedé, era la viva imagen de aquellas antiguas películas de Houston. Una enorme negra tras el mostrador, un ventilador de aspas girando lentamente, una escalera de madera repintada mil veces, habitaciones pequeñas con duchas de cemento, camas con mosquitera y balcones sobre el mercado local, en el que se amontonaban hombres, bestias y alimentos.
Antes de iniciar el trabajo y no sé si por deferencia hacia mí, o ante la perspectiva de no encontrar luego un sitio donde comer, nos dirigimos a un pequeño chiringuito de la playa. Allí, para templar el estómago, fuimos consumiendo “ceviches”, “pescado frito”, “patacones” y “conchas negras” aderezado todo con abundante “ají” y regado con múltiples “colitas”. Lo que me hacía falta, yo que normalmente sólo tomo café con leche por las mañanas. Qué se le va a hacer.
Luego, a través de una “carretera” plagada de baches fuimos recorriendo una zona intensamente verde cuajada de palmeras, tamarindos y ceibos, estos últimos de formas casi humanas y ramas como brazos, pequeños pueblecitos con casas de caña “gadua” y nombres casi a juego con el ambiente: Charapoto, Rocafuerte, San Jacinto, Tosagua, Cañitas…
Fue aquí, en Cañitas, donde hicimos la primera parada. Tras preguntar a un grupo de niños y seguirlos a pie por una trocha, inaccesible para el Toyota, llegamos a una trinchera con algunos nivelillos de yeso. Sobre ellos, los técnicos del equipo se volcaron afanosamente ante el jolgorio y la ayuda desinteresada de los chavales. Horas más tarde, tras haber pateado la zona, recogido muestras y tomando dispositivas, todos excepto ellos, estábamos empapados en sudor y todos, menos yo que me dedicaba a sonsacarles donde podría encontrar cerámica antigua, deseaban urgentemente tomarse una “colita” fría.

Siguiéndoles a través de una senda flanqueada de arbustos llegamos a su casa. Su madre, insigne mujer, no tendría más de treinta años, quizás menos pues el clima tropical envejece prematuramente, aparecía rodeada de niños, todos suyos. En total ocho. Me hubiera gustado conocer al marido, o los maridos, pues los había negros, rubios, morenitos, gemelos y hasta dos distintos nacidos el mismo año. Según nos confesó más tarde, había tenido, además, tres abortos. Con todo era, o parecía, feliz.
Por sus indicaciones, los dos mayores, “el Flaco” y “el Negro” empezaron a traer figurillas de barro cocido, unas perfectamente conservadas, otras rotas y recompuestas, las más, trozos sin aparente valor. Ella, como experta en arte nos iba describiendo su procedencia y antigüedad: “Estas correspondían a la cultura “Chorrera”, las otras a la “Manabita”, aquellas pintadas eran de la “Valdivia”. Elaboradas teorías sobre su forma, el tipo de soportes, el grosor de las estructuras, la disposición de las pátinas, el entremezclado de las figuras. Por último, nos dio los precios asegurando que comprábamos antigüedades precolombinas.
Mis compañeros, sobre todo el Sr. Morenos, chofer del Toyota, mulato y poseedor de una curiosa cultura popular, discutieron y regatearon. Yo no. De por sí, el precio era ya bajo y valía la pena pagar lo que pedía, independientemente que la figura comprada fuera o no anterior a la conquista.

Durante 15 días de viaje, a través de 3.500 km., sobre la costa y la sierra ecuatoriana, los “huacos”, perfectamente embalados y amarrados en la baca del coche, fueron muchas veces motivo de cometario: serían auténticos, falsos, tendrían más de 3.000 años o los habrían cocido el mes anterior. Yo pensaba en aquella familia numerosa perdida en medio de la foresta tropical, buscando o fabricando antigüedades y en aquella mujer, aparentemente feliz, con sus hijos, su vida y sus “huacos”, esperando año tras año la llegada de un nuevo vástago.
Las figurillas que adquirí son bonitas y tienen su historia. Qué importa, después de todo, que no sean auténticas, aunque bien mirado, a lo mejor sí lo son.

viernes, 16 de octubre de 2020

Quito capital

Las ciudades, al igual que las mujeres, tienen una serie de peculiaridades que las hacen, a la vez, únicas y repetitivas. El olor, la forma, su configuración topográfica, su colorido, son entre otros, aspectos de cada capital del mundo.
Retomando el símil de la mujer, si bien todas presentan los mismos atributos, nunca encontraremos dos iguales, aún más, siempre habrá beldades entremezcladas caprichosamente con otras que repelan la vista y el espíritu.

Quito. Guayasmin
Entre todas las capitales sudamericanas, quizás no sea Quito la que muestre, de forma mas acusada, las grandes diferencias sociales; no es como en Río, en donde se une el brillo del dinero con la triste imagen de la pobreza más absoluta; ni su arquitectura muestra, como en Lima, el reflejo de una total carencia de medios lo que condiciona la no terminación de sus edificios; ni son sus barrios, como los de Bogotá o Caracas, en donde se respira ese peculiar clima de inseguridad que le hace a uno mantenerse en un constante estado de inquietud. No, Quito es otra cosa, o tal vez mejor, es la mezcla de todo lo anterior pero en pequeñas dosis.
No se si muchas ciudades cuentan con la novedad de tener el aeropuerto dentro de sus límites urbanos, Quito sí. Por eso al llegar se tiene la impresión de aterrizar en una gran calle.
Tras un primer paso de reconocimiento en el que se aprecia la ciudad adosada sobre las laderas del Pichincha con irregularidades ramificaciones hacia su cima o hacia el valle, empiezan a verse por las ventanillas casas, bloques de edificios, rascacielos, parques, en fin más que aterrizar parece que se aparca. Luego, tras comprender que estás alto, muy alto, y como consecuencia de ello tienes a veces palpitaciones, duermes poco, o mejor dicho te despiertas muy pronto, haces las digestiones lentamente y hasta tus apetitos carnales parecen estar capitodisminuidos, surgen ante ti los más típicos rasgos quiteños.
El centro comercial, con calles amplias, limpias y perfectamente urbanizadas, donde se amontonan bancos, hoteles, restaurantes, tiendas, oficinas, bloques de apartamentos, con gentes que se desplazan con rapidez arrastrando el internacional “sansonite” o mordisquean tranquilos un humeante “perrito caliente”. La parte colonial, salpicada de iglesias y palacetes, con calles estrechas y casi siempre empedradas, repletas de una muchedumbre en la que predomina mayoritariamente el indio, vendedor, comerciante, paseante o mendigo, y en la que, hasta la pituitaria más atrofiada, detectaría ese olor clásico entre agrio y dulzón, donde la limpieza ha dejado paso a los desperdicios, y el vistoso colorido se ha trocado en un gris sucio que se extiende por el suelo, los edificios, las gentes y el cielo.

Quito. Guayasamin
Rodeando estos dos núcleos surgen barrios residenciales de chalets ajardinados, suburbios obreros o simplemente multitud de casitas, sobre una extensión lineal de casi 30 km. Cuando de noche, desde cualquier punto elevado se contempla esta curiosa disposición urbana uno cree estar viendo un inmenso árbol de navidad con millares de lucecitas encendidas reposando inmóvil sobre la gran falda del volcán que protege y preside la ciudad. En esos momentos, sin ruidos y sin gentes, únicamente bajo la atenta mirada de las estrellas, aquí mucho más cerca de nosotros, es cuando empiezo a sentir la grandiosidad y la belleza de esta ciudad que a partir de ahora será mi residencia.
Por un instante creo estar solo en la Tierra. No es así. Estoy rodeado de gentes que viven insertas en mi mismo hábitat, y que con diferente suerte conllevan la extraña climatología local, con variaciones de hasta 15ºC desde el amanecer hasta el mediodía, con lluvias continuas durante la tarde, con cielos generalmente plomizos y con noches frías y despejadas. Gentes que entre las 12’30 y las 14’30 comen un cuenco de maíz o de arroz, un bocadillo, o una langosta a la americana, según su nivel económico, y beben la inevitable “colita”. Gentes que a las 19’00 se recogen en sus casas dejando la ciudad prácticamente desierta, gentes que uno no sabe como sobreviven con sus bajos sueldos y lo cara que está la vida.
Ahora, mientras las luces de la noche rodean por completo mi apartamento, pienso en ellos. Tan iguales y a la vez tan diferentes de nosotros, que nos alaban y nos odian, que nos hablan con voces veladas y suaves, que nos recriminan cuando decimos “adiós” despidiéndonos siempre con un “nos veremos” o “hasta lueguito”, entre las que tendré que vivir y tal vez a quienes tendré que amar durante los próximos dos años.