jueves, 19 de noviembre de 2020

Atacames: realidad y fantasía.

Hace meses, comentando el cambio político de cierto país Centro-Americano, alguien dijo que en él, las situaciones políticas se desarrollaban en forma de espiral, prácticamente los problemas se mantenían siempre, aunque cada vez en un plano diferente. Trasladando este símil a la realidad vivida constatamos que esto no es del todo cierto. Podemos volver una y mil veces a un determinado lugar y siempre se presentará ante nuestros ojos de forma diferente, ensombreciendo la idea anterior de que él teníamos.
Durante años mi mente atesoró una imagen idílica de cierta playa ecuatoriana contorneada de palmeras, tapizada de blancas arenas y conectada, a través de rústicos puentes de madera, con el pequeño pueblo de Atacames, en donde ocho o diez familias se dedicaban plácidamente a la pesca y al cultivo de frutas tropicales.
En muchos momentos de mi vida cuando los problemas se agolpaban en mi mente, desconectaba la realidad presente y empezaba a vagar por aquel mundo de ensueño. Contemplaba tibios atardeceres, me recreaba con majestuosas puestas de sol, sorbía agua de coco bajo el paraguas inigualable de esas hojas abiertas y acogedoras de las palmeras, o me bañaba, al amanecer, en las cálidas aguas del Pacífico.

Siempre quise volver deseando que la civilización no hubiera, con los años, destruido un paisaje para mí inigualable.
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La primera vez que fui a Atacames, el trayecto apenas si me impresionó. Hoy, sin embargo, cuando retorno, puedo admirar ese cambio continuo que se produce al bajar de la sierra a la costa. Es admirable ver cómo se pasa de la agreste sequedad de los 4.000 metros a la agobiante frondosidad del nivel del mar, atravesando, sin apenas darse cuenta, los bosques impenetrables, las grandes plantaciones de palma africana, los inmensos platanales y los cafetales costeños, sintiendo en la piel, primero el frio seco de los neveros, y luego el calor húmedo y agobiante de la zona tropical, y en nuestro espíritu el cosquilleo casi sexual que produce la conjunción del calor, el cielo azul y la exuberante vegetación.
Pese a ir en familia y con amigos, que siempre intentan evitar la sorpresa de la aventura, por estar más pendientes de la comida, la bebida, el alojamiento y las condiciones higiénicas, el viaje hasta Atacames fue bueno. La llegada, al menos para mí, fue desastrosa. Donde antes había una inmensa playa virgen ahora se levantaban una serie de casetas, pequeños restaurantes y puestos de vendedores ambulantes. Lo que yo recordaba como una extensión de arena limpia y desierta, ahora era una aglomeración de gente que impúdicamente arrojaba sobre ella restos de comida, botellas, papeles y trapos. Aquel chamizo de caña gadua, en el que hace años comí un delicioso arroz con langostinos, se había convertido en una serie de inmundos comedores. La idea que tenía había sido profanada por la civilización, mercantilizando lo bello y postergando hacia el interior aquellas familias, que vivían felices y ahora se amontonaban tras las instalaciones turísticas, dando un contraste triste y depresivo.

Mi mente, como tantas veces, se desconectó de la realidad “La noche surgió de repente resaltando el suave murmullo de las olas y el tenue tintineo de las estrellas. La playa se hizo inmensa y tranquila amoldando su arena a nuestro lento caminar. El silencio empezó, poco a poco a aproximar nuestros cuerpos. Primero fue un roce, luego una ayuda, más tarde la unión continuada de nuestras manos. Sin apenas hablar, solo sintiendo, íbamos alejándonos de las luces, adentrándonos en esa oscuridad grata de la soledad compartida. Cuando la playa murió contras los acantilados rocosos, fueron ellos los que sirviéndonos de asiento, nos juntaron hasta sentir el calor de nuestros cuerpos. Mis manos recorrieron su pelo, su cuello, su espalda, en una caricia amante y tranquila de esas que no piden nada y solo aspiran a confortar el alma y la mente de quien la recibe”.
Había que salir de aquel lugar y buscar otro en el que la huella del hombre no hubiera alterado su belleza natural. Al norte, muy al norte, encontramos playas vírgenes de ensueño. Amplias y larguísimas, rodeadas de palmeras, cubiertas de conchas, propiedad natural de pelícanos, gaviotas y alcatraces, refugio inigualable de aventureros románticos. Aprovechando la potencia de nuestros coches, recorrimos kilómetros y kilómetros de playa contemplando el vuelo reposado de las aves y rompiendo la quietud absoluta del ambiente. Únicamente las nubes, grises y bajas, que daban al cielo un aspecto sombrío, la continua preocupación de dónde se podría comer y el nerviosismo, innato en aquellos que quieren ver muchas cosas en muy poco tiempo, me impedían saborear la belleza que me rodeaba. Me volví a desconectar.


“La mañana apareció radiante iluminando una playa blanca con olas silenciosas que morían dulcemente en su orilla. El silencio solo se alteraba por algún graznido lejano o el impacto sobre el agua de los pelícanos. El sol, pujante en su cenit, ponía destellos nacarinos sobre las hojas de los palmerales. Yo la contemplaba tendida en la arena. Su pelo ensortijado por la humedad, se perdía sobre la iniciación de su cuello. Su piel casi tan blanca como la arena conchífera, aparecía surcada de pequeñas venillas azules que le daban un aspecto de frágil porcelana. Sus senos pequeños y duros, apenas si llenaban el bikini. Su cintura, sus piernas, en fin todo su cuerpo se me ofrecía pletórico de vida y de deseo.
Empujados por el calor entramos en el agua. Allí, mientras nuestros cuerpos chocaban jugando entre ellos y con las olas, aquel bikini, que púdicamente la cubría, salió despedido por la fuerza del mar.
Sus pechos saltaron sobre la espuma mostrando toda su turgencia. Sus pezones, endurecidos por el agua, apenas sí destacaban del resto de la piel, únicamente un lunar negro sobre el izquierdo y la marca del bañador, daban colorido a aquel cuerpo que, desinhibido ya de su pudor natural, seguía jugando con las olas, mostrando, entre la espuma, toda la belleza que el ambiente le ofrecía.
Salimos. La arena nos acogió en su lecho. Sobre ella y cubiertos por ella, nos fundimos en único cuerpo mientras el sol calentaba nuestros cuerpos desnudos”.

Por una vez comimos decentemente. Fue lo último bueno de aquel viaje. A partir de entonces, un continuo rosario de calamidades jalonó nuestro regreso. Primero una indigestión, luego un paro regional, después un desabastecimiento de gasolina, más tarde un control policial, por último, una niebla espesa y constante durante los últimos kilómetros del recorrido.

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Días más tarde, alguien de los que participaron en la excursión me dijo:
Para ti, los viajes, las aventuras, las sensaciones, no tienen que ser buenas ni malas, tal como surgen las aceptas y con un hábil giro mental las acoplas a la realidad que más te conviene.

Yo mientras tanto jugaba con una de mis frases predilectas:
“Todo lo imaginable puede ser pensado
Todo lo pensado puede ser realizado”
Volviendo así a caer en la espiral continua de mis fantasías y mis realidades.

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