domingo, 29 de noviembre de 2020

Mis representantes diplomáticos

Querido Hermanito:
Podía empezar con aquella frase tan socorrida de: “Confío que al recibir ésta te encuentres bien, al igual que yo”, sin embargo, no sería cierta; tú, a lo mejor estarás bien, yo estoy fatal.
Si recurro a ti, mejor aún si casi me confieso contigo, es porque, aunque ajeno al Cuerpo Diplomático estás en estos momentos inserto en él y de alguna manera habrás podido, a lo largo de estos meses, comprender la psicología y la forma de actuar de estos funcionarios que nos representan a lo largo y ancho del planeta.
Como muy bien sabes nunca estuve muy interesado en la actividad de los diferentes técnicos de una Embajada, únicamente cuando te nombraron Agregado Laboral en Roma y me comentaste tu labor y la de tus compañeros, empezó a surgir en mí una convicción, nunca constatada, de que aquello funcionaba bien y que nuestras embajadas eran trocitos de patria en donde podíamos recabar en busca de información y ayuda.


Embajada de España

Desgraciadamente el paso del tiempo ha ido deteriorando esta imagen dorada. No quiero decirte con ello, como tú muy bien sabrás, que no haya probos funcionarios que ayuden y se interesen por la colonia de españoles, pero ¡Oh Dios! Aquí el Embajador y sus más directos colaboradores, viven en un pedestal, muy por encima del pueblo, al que anecdóticamente representan, olvidándose por completo de sus problemas.
Como te iba diciendo y dado que mi condición “rocera” es casi nula, tardé casi seis meses en decidirme a ir a una de las recepciones que nuestra Embajada, aprovechando cualquier festividad, como el santo del Rey, Santiago o la Virgen del Pilar, daba a los españoles. Sentí haber ido.
El 12 de Octubre amaneció radiante y tras hacer mis ejercicios matutinos de “trote”, haber asistido a un partido de voleibol y efectuado mi compra semanal, me enfundé en el mejor de mis trajes y me dirigí a la residencia particular del Embajador. No sé cómo será la residencia de tu “señorito” pero la de aquí, jardines amplios y tupidos, en fin, un lujo de ensueño en un país en donde la pobreza si no extrema, sí aflora por entre las casas y en los rostros de sus habitantes.
Mi llegada fue buena, tanto que entré del brazo del Ministro de Finanzas. Los dos jardines que enmarcan la parte delantera de la casa aparecían cubiertos de grupos coloristas y heterogéneos, aparentemente inmóviles. Lamentablemente nadie cubría la recepción y presentación de los asistentes, por lo que me encontré de golpe dentro de un amasijo de personas desconocidas. Mi primera impresión fue la de que eran todos ecuatorianos, pues pese a mis pocos contactos sí conocía a algunos españoles y allí no había ninguno.
Por lo avanzado de la hora y por los efectos que sobre mi estómago empezaban a hacer los excesos deportivos de la mañana, me dirigí al “buffet” en busca de vino y alimentos. Desgraciadamente y pese a ser una fiesta aparentemente española, no había vino, ni ningún tipo de aperitivos. Cómo añoré los pinchos de tortilla, los choricitos fritos, las morcillas y sobre todo el vino, cualquiera de nuestros buenos vinos. Hay que reconocer, eso sí, que el whisky corría a raudales. Era lógico, los ecuatorianos toman whisky y no vino, y allí como te dije, casi todos eran de esa nacionalidad.
Con un vinito que logré obtener de un camarero, tras una hábil transacción económica, empecé a pasearme entre los invitados intentando comprender el porqué de aquella bufonada tan cacareada en la prensa local. Quise convencerme de que con aquello si no se fomentaba la unión de la colonia española, sí se ponía los cimientos para futuros negocios y transacciones. Me confundí de nuevo. Aquella recepción era, al parecer, lo único que nuestro glorioso embajador, al que por cierto saludé al salir y que me miró como si fuera un bicho raro, sabía hacer.
Mientras me dirigía a casa y tal vez a causa de los efectos nefastos de la recepción, me preguntaba para qué servía nuestra representación, qué hacía en pro de los españoles, aún más, cómo introducía la técnica y la industria nacional dentro del país, cómo favorecía los intercambios técnicos económicos y culturales. Qué hacían, aparte de vivir como reyes y cobrar unos sueldos de fábula, que por cierto pagábamos de nuestros bolsillos.
Con el transcurso de los días estas preguntas se fueron aclarando. No hacían nada. Franceses, belgas, canadienses, estadounidenses, japoneses, coreanos e italianos se introducían, al amparo de sus embajadores, en todas las capas de la actividad ecuatoriana, obteniendo así sabrosos contratos y concesiones. Para mí era desolador ver qué países con menor tradición minera y sin la ventaja del idioma, eran quienes estaban investigando, obteniendo al socaire de sus organismos nacionales, sustanciosos trabajos tanto desde el punto de vista técnico como desde el económico.
El Consorcio privado, en el que mi empresa está incluida, lucha con ilusión y a veces con éxito, por obtener más y mejores trabajos, viéndose casi siempre detenido por la acción pública de otros países que con la aportación de sus embajadores y sus agregados comerciales penetraban en los más altos niveles de la Administración.


Despacho del Embajador

Poco a poco he ido olvidándome que tengo representantes oficiales. Hago mi trabajo. Sufro y me amargo ante la situación conflictiva del país. Espero en fin, que el paso del tiempo aclare el panorama político y económico.
Así las cosas recibí carta de nuestra prima, que como sabes va a exponer en Ecuador, para presentarme al Embajador y solicitarle patrocinio y ayuda.
Otra vez a las andadas. Primero tardé dos días en conseguir una entrevista, luego de un plantón en la Embajada de cerca de una hora, me recibe y sin apenas preguntarme sobre el tema o sobre el porqué de mi estancia en Ecuador, me da una negativa rotunda a la subvención, una esperanza remota de asistencia a la inauguración, pues evidentemente tiene múltiples compromisos y eso sí, no tiene inconveniente en que los catálogos venga al patrocinio de la Embajada Española.
Triste, muy triste. Nuestra embajada no tiene dinero para nada, ni para lo cultural ni para lo recreativo. Se me olvidaba, creo que va a subvencionar un grupo amateur de teatro para representar una serie de entremeses de Rueda, un grupo para mí desconocido con unas obritas más desconocidas aún. Pienso que si quiere introducir el teatro, aquí donde no lo hay, deben traerse grandes compañías con obras de impacto.
Bueno hermanito, no quiero abrumarte más con mis problemas, confío que tú, por ahí, tengas mejor suerte.
Recuerdos para Mercedes y los niños.
Un fuerte abrazo.


NOTA: Fíjate que bien estamos aquí los trabajadores españoles, que para resolver cualquier problema laboral tenemos que desplazarnos a Lima (Perú), en donde vive el Agregado Laboral de la zona. Te recuerdo que yo vivo en Quito (Ecuador).

jueves, 26 de noviembre de 2020

12 de Octubre

Gente como yo, emigrantes casuales, desarraigados de su tronco, ansiosos de intimidad y a la vez de aventuras, muchas veces sin saber a ciencia cierta porqué, intentan reunirse con otros como ellos, aparentemente moradores de un mundo de ficción, a fin de comprender el porqué de su angustia o escudriñar en sus rostros el paso de la soledad sobre su cuerpo y su mente. Igual que yo sienten entonces en su alma una profunda pena, se ven solos rodeados de compatriotas y amigos, y al contemplar ciertas situaciones ficticias, protestan, lloran y gritan, repudiando aquello que lógicamente debían amar e inclinándose hacia quienes, sin tener con ellos ninguna relación, les tienden su mano, su palabra o su cariño.
Hoy 12 de Octubre, la Virgen del Pilar para nosotros y la fiesta de la Hispanidad para los ecuatorianos, amaneció radiante. El huraño sol otoñal evaporó las nubes mostrando, después de muchos días, la agreste fisonomía del Pichincha. Los parques retomaron su viva coloración verdosa y la ciudad, como por encanto, se fue poco a poco despoblando.
Mientras avanzaba por la empinada cuesta de Guapulo, camino de la residencia del Embajador, donde se daba una recepción oficial a todos los españoles, cosquilleaba por mis venas una extraña sensación, mezcla de curiosidad, interés y porque no decirlo, gratitud para quienes, sin quizás saberlo, iban a llenar un día para mi triste y vacío.

Que desilusión, que gran desilusión. Sobre el amplio jardín de la residencia entre cien y doscientas personas, perfectamente trajeadas, formaban una estampa colorista e inmóvil, original y fría, organizada y distante. Sin ningún recato me entremezclé entre aquella masa viva y sin embargo, ajena a mí, intentando encontrar una cara conocida, o algún grupo en el que se respirase algo de la fiesta de confraternización que se celebraba. No lo encontré.
Intenté emborracharme con el buen vino de mi tierra y oh desilusión, no había vino, whisky sí, mucho whisky, mucha cola, mucho… En fin, de todo menos de lo que yo quería, vino, pinchitos de tortilla, jamón, chorizo y un poquito de amistad.
La fría mano del embajador y su voz monótona y distante, fueron despidiendo a los invitados, cuando a mi entender, la fiesta no había empezado.
Sintiendo sobre mi cabeza los rigores del sol, sobre mis piernas la dureza de la cuesta y en mi corazón la desilusión sufrida, fui alejándome poco a poco de la residencia mientras el resto de asistentes, debidamente motorizados, se retiraban mostrándose indiferentes ante mi paso solitario y cadencioso.
Qué estupidez, qué presunción. Con qué espíritu o ante qué consignas nuestros embajadores efectúan recepciones como aquellas. A que aspiraban nuestros representantes con estas bufonadas, porque no se dedican a fomentar, favorecer y activar el trabajo de aquellos españoles reales que no asisten pero que sí forman la verdadera colonia de emigrantes.

Y no tenían vino, y no tenían vino… Esta frase repiqueteaba en mi mente mientras me dirigía a casa. En ella sí lo tenía y acompañado de mi soledad nos tomamos, mano a mano, una de mis últimas botellas.
Es triste estar solo y más cuando, bajo el efecto de los vapores etílicos, el cuerpo deja poco a poco de existir y la mente, libre de tan pesada carga, empieza a vagar en busca de los suyos, olvidándose de quienes ahora le rodean y que solo pueden darle un poco de compañía mental o carnal, pero que ni le comprenden, ni los comprende, entonces uno sueña y recuerda.
Los suyos, aunque a veces no lo entiendan, aunque le sientan frio e indiferente, son parte de él y por mucho que intente lo contrario siempre estarán en su mente, siempre los tendrá en la parte más íntima y más profunda de su corazón, siempre los querrá aunque nunca o casi nunca, lo manifieste.

domingo, 22 de noviembre de 2020

Una boda en Ibarra

Que sola está la casa. Qué orden, que quietud. Salvo la cama, deshecha por la mañana y la pila de utensilios domésticos que se amontonan cada día en el fregadero, el resto permanece inmóvil. Las sillas, las plantas, las figuras, los libros, todo se mantiene tal como lo coloqué sin que una mano infantil o curiosa, lo altere. El silencio se filtra susurrante por las puertas, el silbido agudo del viento, al chocar contra las aristas vivas de la torre da un tono frío y misterioso a este ambiente solitario.

Me acuerdo cuando esto era una aglomeración de gente, un revoltijo de ropas y regalos en perpetuo desorden. Entonces añoraba la tranquilidad, ahora anhelo el bullicio. Del mismo modo que antes me refugiaba en casa y protestaba, ahora me alejo de ella en busca de sensaciones, vivencias, aventuras.
Tal vez por eso, cuando me invitaron a una boda en Ibarra, acepté encantado, pensando en la cantidad de experiencias que la ceremonia me reportaría.

Volcán Pichincha. Quito a sus pies
El día amaneció brumoso. El Pichincha, cubierto de nieve anunciaba la entrada real del invierno. El trayecto Quito-Ibarra, tantas veces recorrido con cielos despejados, mostraba un aspecto insólito. Las estribaciones de la Sierra aparecían tapizadas por grandes penachos blancos, perdiéndose, luego, bajo una densa capa de nubes. El Cayambe, antaño dominante, desaparecía en el cielo dejando entrever únicamente sus blancas laderas. El Tunguragua, monte sagrado de los Otavaleños, extendía sombras oscuras sobre la laguna de San Pablo, que, a diferencia de otras veces, se asemejaba a una fría lámina de acero.
Pese a ser las 11 a.m. las calles de Ibarra estaban desiertas, es más de la Iglesia donde debía celebrarse la boda se mantenía cerrada. Únicamente un violinista, fumando tranquilamente junto a la puerta principal, indicaba que allí, en plazo breve se celebraría la boda.

Ibarra. Centro urbano
La ceremonia, enmarcada entre tules blancos y florecillas multicolores de papel, culminó con una lluvia de arroz rosa, previamente distribuido entre los asistentes. Tras un desfile de abrazos y parabienes, nos encaminamos hacia los salones del Ayuntamiento, en donde los padres de la novia iban a agasajar a los invitados.
Quizás por ir solo, por ser extranjero o por desconocer este tipo de celebraciones, llegué de los primeros. Si antes había observado una serie de curiosidades, en el momento mismo de entrar en el salón éstas se centuplicaron.
Sobre un recinto diáfano de unos 300 metros cuadrados se desplegaban, adosadas a la pared, entre 100 y 150 sillas en las que, un solícito camarero iba distribuyendo, ofreciéndoles a la vez una copa de vino y una pastita, a los invitados.
Dentro de una tradición simple pero muy emotiva, el padre de la novia brindó por el futuro matrimonio, luego la pareja se ubicó en el centro del gran corro de sillas y reunió en torno a ella primero a las solteras y luego a los solteros para rifar entre ellas el ramo y la liga de la novia y entre ellos, la posibilidad de quitar la liga a la novia para colocársela a la soltera agraciada con el ramo. Tras esto, los amigos del novio le despojaron de la chaqueta y sobre su camisa escribieron despedidas, saludos y cualquier otra frase que se les ocurriera. Hasta entonces todo se desarrollaba dentro de un ambiente ordenado y formal.
De repente y casi a la vez, la música y el wiski hicieron su aparición. Eran solo las 12’30 de la mañana. La gente primero con timidez y luego con absoluta deshinbición, tomó el espacio enmarcado por las sillas como pista de baile. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños y niñas, iniciaron una danza frenética en la que se mezclaba la cumbia, la salsa, el merengue y el ballenato. A medida que pasaban las horas, la confraternización iba en aumento. Para mi desgracia iba pasando de los brazos de la mamá de la novia a los de las diferentes tías del novio, o bien me encontraba rodeado de primos, cuñados y sobrinos empeñados en que bebiera la mayor cantidad posible de wiski. Sobre las 16’00 p.m. hubo por fin un pequeño receso que se aprovechó para tomar un plato de arroz con carne y en seguida continuó la música y la bebida, compuesta ahora a base de jugos, chicha y aguardiente de caña.

Ibarra. Templo
Con la llegada de la noche la decoración cambió. Sin saber cómo, las tías, madres y suegras desaparecieron, dejando paso a las damas de honor y sus amigas. Ahora las parejas con las que bailaba eran jóvenes y casi siempre gorditas y morenitas. Los ritmos trepidantes dieron paso a las sambas, valses y pasillos, aproximando los cuerpos ya excitados por el calor, el licor y el ambiente.
Me despedí con pena. No sé por qué me hubiera gustado quedarme hasta el amanecer.
Durante la vuelta recordaba las situaciones más típicas de la boda. Esa deferencia del ecuatoriano por sacar a bailar, al principio, a las damas de mayor edad, la resistencia y el ritmo de esas mujeres indiferentes a los años y a los kilos, el beber indiscriminado de hombres y mujeres, el parloteo incoherente mezcla de adulación y agradecimiento, el contraste entre la salda y el pasillo, la servidumbre en fin, de la mujer, siempre dispuesta a cumplir los deseos del hombre, el contraste entre lo que representan las tres damas de la novia: amor, fidelidad y castidad, y la realidad vivida. Todo esto martilleaba mi mente mientras mi estómago, más apegado a la realidad, imponía la necesidad de parar en Guayabamba y tomar un típico “yaguarlocro” a base de papas, sangre de res, aguacate y maíz, con el que poder reponer fuerzas y aminorar un poco los efectos del mucho licor ingerido.

jueves, 19 de noviembre de 2020

Atacames: realidad y fantasía.

Hace meses, comentando el cambio político de cierto país Centro-Americano, alguien dijo que en él, las situaciones políticas se desarrollaban en forma de espiral, prácticamente los problemas se mantenían siempre, aunque cada vez en un plano diferente. Trasladando este símil a la realidad vivida constatamos que esto no es del todo cierto. Podemos volver una y mil veces a un determinado lugar y siempre se presentará ante nuestros ojos de forma diferente, ensombreciendo la idea anterior de que él teníamos.
Durante años mi mente atesoró una imagen idílica de cierta playa ecuatoriana contorneada de palmeras, tapizada de blancas arenas y conectada, a través de rústicos puentes de madera, con el pequeño pueblo de Atacames, en donde ocho o diez familias se dedicaban plácidamente a la pesca y al cultivo de frutas tropicales.
En muchos momentos de mi vida cuando los problemas se agolpaban en mi mente, desconectaba la realidad presente y empezaba a vagar por aquel mundo de ensueño. Contemplaba tibios atardeceres, me recreaba con majestuosas puestas de sol, sorbía agua de coco bajo el paraguas inigualable de esas hojas abiertas y acogedoras de las palmeras, o me bañaba, al amanecer, en las cálidas aguas del Pacífico.

Siempre quise volver deseando que la civilización no hubiera, con los años, destruido un paisaje para mí inigualable.
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La primera vez que fui a Atacames, el trayecto apenas si me impresionó. Hoy, sin embargo, cuando retorno, puedo admirar ese cambio continuo que se produce al bajar de la sierra a la costa. Es admirable ver cómo se pasa de la agreste sequedad de los 4.000 metros a la agobiante frondosidad del nivel del mar, atravesando, sin apenas darse cuenta, los bosques impenetrables, las grandes plantaciones de palma africana, los inmensos platanales y los cafetales costeños, sintiendo en la piel, primero el frio seco de los neveros, y luego el calor húmedo y agobiante de la zona tropical, y en nuestro espíritu el cosquilleo casi sexual que produce la conjunción del calor, el cielo azul y la exuberante vegetación.
Pese a ir en familia y con amigos, que siempre intentan evitar la sorpresa de la aventura, por estar más pendientes de la comida, la bebida, el alojamiento y las condiciones higiénicas, el viaje hasta Atacames fue bueno. La llegada, al menos para mí, fue desastrosa. Donde antes había una inmensa playa virgen ahora se levantaban una serie de casetas, pequeños restaurantes y puestos de vendedores ambulantes. Lo que yo recordaba como una extensión de arena limpia y desierta, ahora era una aglomeración de gente que impúdicamente arrojaba sobre ella restos de comida, botellas, papeles y trapos. Aquel chamizo de caña gadua, en el que hace años comí un delicioso arroz con langostinos, se había convertido en una serie de inmundos comedores. La idea que tenía había sido profanada por la civilización, mercantilizando lo bello y postergando hacia el interior aquellas familias, que vivían felices y ahora se amontonaban tras las instalaciones turísticas, dando un contraste triste y depresivo.

Mi mente, como tantas veces, se desconectó de la realidad “La noche surgió de repente resaltando el suave murmullo de las olas y el tenue tintineo de las estrellas. La playa se hizo inmensa y tranquila amoldando su arena a nuestro lento caminar. El silencio empezó, poco a poco a aproximar nuestros cuerpos. Primero fue un roce, luego una ayuda, más tarde la unión continuada de nuestras manos. Sin apenas hablar, solo sintiendo, íbamos alejándonos de las luces, adentrándonos en esa oscuridad grata de la soledad compartida. Cuando la playa murió contras los acantilados rocosos, fueron ellos los que sirviéndonos de asiento, nos juntaron hasta sentir el calor de nuestros cuerpos. Mis manos recorrieron su pelo, su cuello, su espalda, en una caricia amante y tranquila de esas que no piden nada y solo aspiran a confortar el alma y la mente de quien la recibe”.
Había que salir de aquel lugar y buscar otro en el que la huella del hombre no hubiera alterado su belleza natural. Al norte, muy al norte, encontramos playas vírgenes de ensueño. Amplias y larguísimas, rodeadas de palmeras, cubiertas de conchas, propiedad natural de pelícanos, gaviotas y alcatraces, refugio inigualable de aventureros románticos. Aprovechando la potencia de nuestros coches, recorrimos kilómetros y kilómetros de playa contemplando el vuelo reposado de las aves y rompiendo la quietud absoluta del ambiente. Únicamente las nubes, grises y bajas, que daban al cielo un aspecto sombrío, la continua preocupación de dónde se podría comer y el nerviosismo, innato en aquellos que quieren ver muchas cosas en muy poco tiempo, me impedían saborear la belleza que me rodeaba. Me volví a desconectar.


“La mañana apareció radiante iluminando una playa blanca con olas silenciosas que morían dulcemente en su orilla. El silencio solo se alteraba por algún graznido lejano o el impacto sobre el agua de los pelícanos. El sol, pujante en su cenit, ponía destellos nacarinos sobre las hojas de los palmerales. Yo la contemplaba tendida en la arena. Su pelo ensortijado por la humedad, se perdía sobre la iniciación de su cuello. Su piel casi tan blanca como la arena conchífera, aparecía surcada de pequeñas venillas azules que le daban un aspecto de frágil porcelana. Sus senos pequeños y duros, apenas si llenaban el bikini. Su cintura, sus piernas, en fin todo su cuerpo se me ofrecía pletórico de vida y de deseo.
Empujados por el calor entramos en el agua. Allí, mientras nuestros cuerpos chocaban jugando entre ellos y con las olas, aquel bikini, que púdicamente la cubría, salió despedido por la fuerza del mar.
Sus pechos saltaron sobre la espuma mostrando toda su turgencia. Sus pezones, endurecidos por el agua, apenas sí destacaban del resto de la piel, únicamente un lunar negro sobre el izquierdo y la marca del bañador, daban colorido a aquel cuerpo que, desinhibido ya de su pudor natural, seguía jugando con las olas, mostrando, entre la espuma, toda la belleza que el ambiente le ofrecía.
Salimos. La arena nos acogió en su lecho. Sobre ella y cubiertos por ella, nos fundimos en único cuerpo mientras el sol calentaba nuestros cuerpos desnudos”.

Por una vez comimos decentemente. Fue lo último bueno de aquel viaje. A partir de entonces, un continuo rosario de calamidades jalonó nuestro regreso. Primero una indigestión, luego un paro regional, después un desabastecimiento de gasolina, más tarde un control policial, por último, una niebla espesa y constante durante los últimos kilómetros del recorrido.

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Días más tarde, alguien de los que participaron en la excursión me dijo:
Para ti, los viajes, las aventuras, las sensaciones, no tienen que ser buenas ni malas, tal como surgen las aceptas y con un hábil giro mental las acoplas a la realidad que más te conviene.

Yo mientras tanto jugaba con una de mis frases predilectas:
“Todo lo imaginable puede ser pensado
Todo lo pensado puede ser realizado”
Volviendo así a caer en la espiral continua de mis fantasías y mis realidades.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Las lluvias de agosto

Vitoria, vista desde la autopista de Bilbao, es una ciudad hermosa. Tras el bosque de farolas que enmarcan las grandes rondas de circunvalación, surgen una serie de bloques simétricos y perfectamente urbanizados. Si el viajero llega al atardecer, el contraluz del sol produce la ilusión óptica de una muralla de protección bordeada y atravesada por amplios corredores. Adentrándose en ella, se pierde un poco esa sensación inicial de que allí no existe extrarradio, ni chabolas, ni pobreza, pero se mantiene aquella impresión de amplitud y homogeneidad urbanística. 
El centro geográfico se sitúa sobre la calle Sta. María. Rodeándola se extienden una serie de calles concéntricas, estrechas, empedradas y casi siempre en cuesta, que son en la actualidad, el punto de concentración de todo el bullicio urbano. En ella puede observarse, entre las seis de la tarde y las once de la noche, un constante deambular de jóvenes y no tan jóvenes en busca del vino, el zurito y las tapas.En la calle Postas, empieza el Vitoria noble, cuyo centro neurálgico se sitúa sobre la calle Dato. Como en otras ciudades del norte, discurre desde la Estación del Ferrocarril a la Plaza de España y dado su carácter peatonal, es el lugar por excelencia para el paseo de fin de mañana, él tomar el apacible café de sobremesa, o el beber la última copa del día. Sobre sus terrazas se mezclan indiscriminadamente la burguesía alavesa, el elemento rural que recala en la capital y los grupos de excursionistas y extranjeros, que procedentes de la estación, encuentran allí el primer lugar de descanso tras su jornada de viaje.
Desgraciadamente llegué a Vitoria procedente de Madrid, por la autovía que, tras bordear una serie de parques y recintos deportivos, termina en las inmediaciones de la calle Dato, dejando al norte todo el centro monumental y urbano.
Así como deben empezarse las cosas por el principio, o contemplarse las obras de arte desde su perspectiva más idónea, uno debe entrar en las ciudades, o abordar a las personas desde aquellos ángulos que les sean propicios. No es de extrañar, por eso que mi estancia y todos los acontecimientos que entonces se desarrollaron, estuvieron señalados por un marcado signo fatalista que solo al final, cuando el sol disipó las nubes, que durante todo el mes de agosto cubrieron el cielo de Álava y yo contemplé, los rojizos atardeceres de principios de otoño, retornó a mí la monotonía diaria que también conozco y en la que tan a gusto me desenvuelvo.
En Vitoria hacía frío y corría un viento seco que levantaba remolinos de polvo. El ambiente del piso, alquilado eventualmente como oficina, estaba en consonancia con el clima. Los técnicos que me esperaban, tras las bromas iniciales, dejaban traslucir esa desazón que produce el tener que trabajar y duro, durante un mes habitualmente dedicado al descanso. Eran nueve personas mezcladas para un trabajo inhabitual en siete de ellos. Nueve personas de las que dos, aun teniendo un nivel orgánico superior, eran dirigidos por otra de rango inferior.
Nueve personas luchando contra un proyecto mal programado en el tiempo y controlado por un supervisor bisoño y tremendamente meticuloso. En fin, nueve técnicos que no querían estar ahí y que cada viernes, después de comer, desaparecían hasta el próximo lunes intentando olvidar, en esos días, el trabajo, el ambiente y el clima.

Las primeras novedades dieron paso a la evolución normal. Únicamente los continuos aguaceros, las copas de cada noche y las tradicionales fiestas de la Blanca, rompían si no acrecentaban esa sensación de malestar que nos envolvía.
El estallido del primer cohete, la bajada del Zeledón y la suelta de palomas, los pasamos encerrados discutiendo y puntualizando nomenclaturas y simbologías. Aquel viernes, solo en la habitación, mientras oía el constante ruido de los tambores y los cantos destemplados de los “blusas” pensaba en el mes que me esperaba, en el verano que perdía, en mi apatía en… Los cuatro días que duraron las fiestas fueron cuatro enormes mazazos que deshicieron mi espíritu. Estaba inmerso en un clima de bullicio que no compartía, me encontraba rodeado de hombres y mujeres que cantaban, me encontraba rodeado de hombres y mujeres que cantaban, bebían y se divertían, mientras yo deambulaba por las calles ajeno por completo a cuanto me rodeaba, estaba triste y solo junto a miles de personas contentas, lo que me producía aun mayor soledad. Todo envuelto en una lluvia constante que intentaba, sin éxito, deslucir los festejos, pero que hacía cada vez más difícil el poder trabajar en el campo al inhabilitar los caminos y cortar todas las vías de acceso. Las fiestas terminaron con champán y tras ellas la ciudad se vació. Empezó el verano para los alaveses y nos encontramos con bares cerrados y calles desiertas a la espera del próximo septiembre.
Diecisiete, dieciocho, diecinueve, los días pasaban lentos sin que nada los turbase. El trabajo, mal que bien y casi sin querer, iba hacia delante. Se veía el fin muy próximo. La cartografía estaba terminada y solo faltaba por acabar un sondeo. Los pocos que quedábamos confiábamos que la última semana de agosto sería también nuestra última semana en Vitoria.
Llegó el sábado 27 y el cielo se rompió. Sin una causa lógica, sin previo aviso, de forma repentina el País Vasco, sufrió la mayor tromba de agua de los últimos años. La tierra, ya empapada por las lluvias anteriores, fue incapaz de absorber más agua, se fluidificó, corrió por barrancos y ríos arrasando cuanto encontraba a su paso. Carreteras, puentes, casas, vehículos, fueron envueltos por un torbellino oscuro y mortal como si fueran juguetes, rompiéndolos, absorbiéndolos y depositándolos finalmente en el mar. Hombres, tierras y animales sufrieron idéntica suerte cubriéndose Álava, Guipúzcoa y Vizcaya de dolor y luto.
Fue la noche triste. Vitoria, salvada milagrosamente de la catástrofe se convirtió en el punto de concentración de gentes que deseaban información, ayuda y alojamiento. Fue el gran paño de dolor que sirvió para enjuagar las lágrimas de cuantos lloraban las pérdidas de sus seres más queridos. Fue el punto de donde pasadas las primeras horas, empezaron a surgir ayudas y socorros.

El sol, que había evitado su presencia durante todo el mes, surgió con fuerza tras la catástrofe poniendo color a un panorama desolador. Carreteras cortadas, montes erosionados, casas destruidas, fábricas arrasadas, enormes cantidades de barro, árboles y piedras tapizando pueblos y ciudades era cuando aparecía ante nuestra vista. Los días siguientes la nación y el País Vasco se volcaron física y económicamente. Nosotros insertos, pero indemnes en la tragedia, dábamos fin a nuestro trabajo. El buen tiempo atemperó nuestro espíritu y dulcificó nuestro carácter. Lo que había que hacer se hizo velozmente y la primera semana de Septiembre, aún con las huellas de la acción del agua muy visibles, nos alejamos de Vitoria.
Había pasado un mal mes. Durante él se presagiaba algo, se temía algo, se estaba a la espera de que algo grave ocurriera. No sé si todos nos dimos cuenta, aunque todos lo barruntábamos. De lo que sí estoy convencido es de que muy pocos asociaron aquella tromba devastadora al agua milagrosa que casi, digo casi porque después hubo roces y rencillas como última resaca de nuestra estancia en Vitoria, hizo olvidar los malos ratos vividos y ayudó a terminar con buen pie algo que desde el principio estaba abocado al fracaso.

jueves, 12 de noviembre de 2020

La fiesta del sol en Cochasqui

Ayer, cuando me despedí y se fue con lágrimas en los ojos, creí que pasaría una noche fatal. No fue así, dormí inquieto, pero profundamente.
Ahora, mientras contemplo el despertar de la ciudad, siento añoranza y tristeza. Me la presentaron una tarde y apenas hablamos. Luego salí con ella y nos separamos de forma violenta. Al volver a Quito y llamarla, vino a mí para pasar juntos una noche inolvidable.
Su pequeño cuerpo moreno, su vientre liso, sus grandes pechos coronados por dos botones negros que se endurecían al contacto de mis besos, sus estrechas caderas. Con los ojos abiertos pienso en ese cuerpo que poseí y que ya nunca será mío. La veo desperezarse en la cama a la luz clara del amanecer, la recuerdo en el baño contrastando su piel con la blancura espumosa del gel, siento en mis dedos su carne caliente al acariciarla bajo la ducha.
 
Que distinto aquel desayuno al de hoy. Habíamos hecho el amor casi sin hablarnos y ante una taza de humeante té, tostadas, piña y jugo de toronja, organizábamos nuestro próximo fin de semana.
Empezó bien y murió al surgir mi yo cerebral. No podía enamorarme y hacerle daño. Fue algo que quise, pero como siempre no salió. En vez de encontrar un placer pasajero casi encuentro un amor, mi extraña forma de actuar podía, con el tiempo, llevarla a una situación difícil. No quise. Después de una noche de dudas fue ella y no yo, quien me obligó a decir un adiós definitivo. Cuando nos separamos, las palabras apenas sí salían de su boca y dos grandes lágrimas rodaban por sus mejillas.
He de seguir. Si habíamos pensado ir a Cochasquí a ver los rituales indígenas en honor al Sol, yo debía ir, eso al menos, borraría en parte el conjunto de sensaciones que aun bullían en mi mente.
Conduzco de forma maquinal. Dejo atrás Quito, Calderón y Guayamba para tomar, una vez pasado el río Pisque, el camino a Cochasqui. De improviso mi mente despierta. Me encuentro con una larga serpiente de coches que ascienden por un polvoriento camino hacia la zona más alta de la montaña, dejando una estela de polvo que marca nítidamente el trayecto a recorrer.

Tras media hora de viaje la caravana se detiene, echamos pie a tierra y continuamos ascendiendo durante otros 20 minutos antes de llegar a la inmensa pradera escalonada de Cochasquí, única zona ecuatoriana en donde se conservan construcciones del periodo Inca. (14 pirámides dispuestas a distintos niveles, recubiertas por tierra vegetal y tapizada por césped verde y tupido).
Según la tradición allí se reunían los antiguos habitantes para efectuar sus encuentros rituales de música y danza, no solamente en honor del Sol, Inti-Raimi, sino también para glorificar a la Tierra, Huacai-Cusquí.
Como todas las grandes fiestas, el Inti-Raimi, tiene una antigua tradición. Los primeros cronistas dicen que tomaba parte toda la sociedad, especialmente los jóvenes aptos para el trabajo, el combate y el amor.
Había pruebas de resistencia física, carreras hacia las cumbres, luchas por alejar a las sombras, cánticos y danzas, todo sobre las grandes explanadas de los templos-pirámides; eran fiestas colectivas en las que se mezclaban hombres y mujeres, jóvenes y doncellas, encendidos por el fragor de la música y la “chicha” de maíz. Día a día se prolongaba el festejo provocando el gozo estético, los bailes de pruebas y el combate por el ideal colectivo, hasta verter sangre o morir. Día a día iban llegando comunidades que se sumaban a la fiesta dándole nuevo colorido y añadiendo personajes fantásticos creados por su desbordante imaginación como pudieron ser los “diablohumos”, “chinucas” o “aruchinos”.

Diablohumos
Ahora un inmenso gentío se distribuía por el monte. Desde indígenas que, ataviados con trajes coloristas, danzaban incesantemente al son de guitarras, panderetas o flautas, hasta grupos organizados de turistas que seguían borreguilmente a sus guías, pasando por camarógrafos y músicos que intentaban obtener imágenes y sonidos inéditos, todos se entremezclaban.
Dos horas y media corriendo tras los diferentes grupos, recreándome con los tipos más curiosos y captando la mirada fija y negra de esos niños que cuelgan a la espalda de sus madres, fueron junto al aire frío de la sierra, la medicina que limpió mi mente. Embebido en el bullicio, apenas sí me enteré del paso del tiempo. Solo al final, cuando los danzantes, bajo el efecto embriagador de la “chicha” y el “aguardiente” empezaron a rodar por los suelos y el olor fuerte del “chancho” asado cubrió el ambiente, me di cuenta de lo tarde que era y lo lejos que estaba de un centro civilizado donde poder comer.
Cansado, cubierto de polvo y con la cabeza llena de imágenes variopintas me dirigí a Cotacachi, no sé si empujado por las excelencias culinarias de uno de sus restaurantes, por su artesanía en cuero o por si esa idea peregrina del reencuentro que bullía en mi mente, se hacía realidad, ya que al despedirse me dijo que pensaba pasar allí el domingo en compañía de una amiga.
Para evitar su imagen, que aún seguía fija en mi mente, me introduje otra vez en el bullicio de la fiesta. Otra vez hice fotos, busqué los ángulos y las poses más curiosas, capté las expresiones más típicas, en fin, me olvidé de mi vida.
Han pasado los días y tal vez por azar o por intuición, nuestros caminos no han vuelto a cruzarse. En mí se ha ido calmando esa inquietud que queda como poso, tras una vivencia amorosa y mi vida vuelve a sus cauces normales. La duda del mañana, del lógico reencuentro y de nuestra mutua atención, son realidades difíciles de borrar.
El adiós amoroso, capaz de convertir a dos amantes en amigos, es a lo único que se aferra mi mente aun sabiendo que si es difícil, para un hombre y una mujer, ser únicamente amigos, debiendo para ello domeñar, muchas veces, su atracción puramente carnal, que no será para ellos que ya se han poseído y ahora lo que quieren es ser simplemente amigos.

lunes, 9 de noviembre de 2020

Mis amigos

Los hombres, por mucho que queramos rechazarlo, estamos casi todos cortados por el mismo patrón. No importa que hayamos nacido en distintos continentes, que tengamos diferentes orígenes sociales, que nuestras situaciones económicas difieran totalmente o que nuestras ideas políticas sean opuestas, el hecho es que cuando queremos desahogarnos, olvidamos a las mujeres, muy necesarias en determinados momentos y nos refugiamos en ese círculo cerrado de los amigos.
Al café de Manolete, antiguo barman español venido a Ecuador con el P.P.O. a dar una serie de cursos de hostelería, casado posteriormente con una ecuatoriana y afincado ahora definitivamente en Quito, llegábamos invariablemente casi todos los días sobre las 7 de la tarde. Allí, mientras apurábamos sin prisas, un “tinto” o una cerveza, comentábamos las incidencias del día y hacíamos previsiones para el próximo fin de semana. Los jueves, sin embargo, el ambiente era otro. Había pasado la semana laboral, en la que, quien más y quien menos tuvo sus problemas y todos esperábamos con engañosa ilusión la hipotética aventura del viernes.

Solo copas
Ocupando el rincón más espacioso, rodeados de plantas raquíticas y frondosos helechos, nos acomodábamos alrededor de dos o tres mesitas, y mientras consumíamos enormes cantidades de alcohol, íbamos vertiendo nuestros sentimientos, actuando indistintamente bien como arrepentidos penitentes bien como solícitos confesores.
Alberto, ex-militante del Fuerza Nueva, llegó a Ecuador a raíz de la desintegración del partido y era, por lo general, el centro sobre el que se amalgamaban una serie de tipos extraños tales como Julio, fabricante y vendedor de cosméticos, medio separado de su mujer, filósofo y empedernido bebedor; Maducho, soltero, intrascendente y afable; Santiago, viudo, ex torero y conocedor de todo el estamento militar del Ecuador; Ricardo, licenciado ecuatoriano, gracias al cual conseguíamos, en un plazo increíblemente corto, nuestras visas de residencia; Jorge Marcos arqueólogo, profesor de la Universidad Central y del que nunca se sabía si estaba sobrio o totalmente ebrio; Ramiro, hijo de un antiguo expresidente de la República, militante de la Izquierda Democrática y hábil comentarista político, así como algún que otro español, colombiano, ecuatoriano o chileno que eventualmente se añadía al grupo.
Sin reglas definidas y sin tema fijo de discusión, jueves tras jueves íbamos desgranando nuestras propias vivencias. Por extraño que parezca, los diálogos, aun los más opuestos, eran siempre corteses. Nunca vi levantar la voz a Ramiro en contra de las opiniones de Alberto o Santiago, y sí vi a todos ayudar a quien, en cualquier momento y por la razón que fuera, se encontraba deprimido. Era entonces cuando el ir y venir de Manolete sirviendo rondas de whisky, ginebra, coñac o chinchón, se centuplicaba y cuando, por levantar el ánimo de alguno, nos emborrachábamos todos.
Cada cual tenía, o había tenido, problemas matrimoniales y si bien alguno vivía con una mujer, la mayoría estábamos solos, pensando, invariablemente, el como conseguirla, aunque la verdad sea dicha, no poníamos en ellos excesivo interés.
Todos estábamos en Ecuador dependiendo de una oficina central radicada en España que normalmente no entendía o no quería entender, nuestros problemas, todos luchábamos por conseguir contratos o finalizar trabajos y casi todos tropezábamos con la incomprensión y el olvido de nuestros jefes. Todos, en fin, nos desmoronábamos al no recibir ni ayuda ni consejo ahogando siempre nuestras penas en el alcohol.
Desde Alberto, representante de tres pequeñas Compañías, hasta Maducho, gerente de una empresa de relojería extendida por toda Sudamérica, cada uno éramos asalariados desplazados nuestra tierra por motivos políticos, laborales, matrimoniales o económicos, que aspirábamos a conseguir un contrato millonario con el que poder salir de nuestro estado actual, sabíamos que esa utopía no se daría nunca y que aun nos esperaban muchos años de monótona soledad.

Productos de exportación ecuatoriana
Poco a poco, mezclando todo con las mujeres, la política con el deporte y maldiciendo tanto la parsimonia operativa de la administración ecuatoriana como el desconocimiento de la misma por parte de las empresas españolas, íbamos matando las horas. Manolete cerraba y se añadía a la tertulia, solo muy al final cuando ya el alcohol empezaba a hacernos mella, íbamos pensando en retirarnos, sin haber solucionado nuestros problemas, pero tranquilos y desahogados.
Al salir empezaba a aflorar en nosotros la idea del mañana con un intenso dolor de cabeza y una boca áspera y pastosa, mientras repiqueteaba en nuestra cabeza la tentación del bueno de Maducho incitándonos a acompañarlo a su sauna, en donde alguna de sus agradables masajistas nos dejaría como nuevos en menos de media hora. Hasta ahora, ninguno le ha acompañado, no porque no nos sugestione la idea, sino porque al día siguiente deberíamos volver al trabajo y pasar allí ocho horas a base de Alkaselsers con el fin de iniciar, con buen ánimo, el venturoso “SAN VIERNES”.

domingo, 8 de noviembre de 2020

Las elecciones.

Hoy, en contra de lo que predijo el Servicio Nacional de Aviación, Quito ha amanecido cubierto. Una lluvia menuda y caliente acompaña, desde primeras horas de la mañana, a los votantes que pacientemente forman largas colas antes los Colegios Electorales. Para mí, como para otros muchos extranjeros insertos por azar en estos comicios, el día se presenta desolador. Todo está cerrado y las gentes se mantienen en sus casas junto a la radio o la televisión.
Han pasado más de 90 días desde que a finales de enero se celebró la primera ronda electoral, dos largos meses desde mi llegada a Ecuador y escasamente un mes desde que empecé a interesarme por este proceso y a distinguir a los dos candidatos que aspiran a la Presidencia de la República.

León Febres Cordero
León Febres Cordero, León para sus seguidores, y Rodrigo Borja representan casi lo que en España fueron Fraga y Felipe. Digo casi pues si sobre el papel uno es la derecha oligárquica y capitalista y otro la izquierda socialista democrática, en cuanto se empieza a observar sus formas de actuar puede parecer que los papeles están cambiados. Aquí la izquierda es elitista, culta, a mi entender desatendida del pueblo, domina la administración, sus hombres han sido cargos públicos en el último periodo constituyente, habla con altura idiomática, bien desde el punto de vista ideológico como económico, y por último, está totalmente convencida de que va a ganar, tanto es así que casi ha olvidado la campaña electoral. La derecha oligárquica, al contrario, es bulliciosa, agresiva, desconoce la administración, habla al pueblo con “slogans” muy directos como “pan, techo y empleo”, quizás ofrece una utopía como la que en España ofreció el partido Socialista con los 800 mil puestos de trabajo y con la cual lo encandiló y ganó las elecciones, utiliza un lenguaje callejero y su líder es indiscutiblemente eso, un líder carismático, al contrario que el de la Izquierda Democrática que es un político profesional.
Desde esta perspectiva, y a despecho de los programas electorales o las opciones políticas, que nunca se menciona, no entiendo casi nada.
¿Cómo ha podido ganar Borja en la primera vuelta con el voto de la clase media, el de la Sierra y la abstención de la Costa? ¿Por qué la clase baja apoya a León? ¿Por qué el ídolo costeño ha sido repudiado por los suyos? ¿Qué hacía un partido con un pie en el poder olvidándose de la campaña? ¿Cómo podía, un posible gabinete, aguantar sin ofrecer ningún tipo de réplica, acusaciones de fraude electoral, corrupción y cooperación con la dictadura? Todo eran interrogantes que no cuadraban con mi forma de pensar ni con las experiencias vividas en España a finales del 82. Allí fue distinto.
Cualquier periodista político tendría que haber escrito que la campaña iba, de día en día, ganando con intensidad y virulencia. Nadie lo dijo. La verdad es que pasaban los días y la prensa glosaba los problemas cotidianos: el gorgojo del arroz, el posible enjuiciamiento al Tribunal Electoral, la victoria del Nacional en la Copa Libertadores, y solo, de vez en cuando, se hacían ligeras referencias a la campaña populista de Borja y a la de puerta a puerta de León. 
Mesa de votacion
Al final, la olla de los truenos se destapó. Una semana antes del 6 de mayo, y solo por la presión popular, los dos candidatos se enfrentaron en un debate televisivo. Otra sorpresa. Dos horas hablando y ninguno expuso un programa o una opción de gobierno. Eso sí, se insultaron, gritaron, hicieron referencia a su vida pasada y presente, mostraron, ante los posibles votantes, los trapos sucios del contrario, en fin, fue una lucha innoble en la que únicamente resaltaba el martilleo constante del “slogan”: “pan, techo y trabajo” y la frase: “Usted no sabe nada” con la que León, refiriéndose a Borja, acababa todas sus intervenciones. En contra Borja oponía una serie de razonamientos político-económicos, muy cultos, pero, a mi entender, poco asequibles al pueblo.
Esa noche el bloque Leoncista despertó. Inconscientemente creyó, o intuyó, haber ganado, y con esa ilusión de triunfo se lanzó a la calle, multiplico sus slogans, cubrió de octavillas la capital, los claxons hicieron suya la noche y el grito de León, León, León, empezó a sonar insistentemente a todas las horas del día.
Izquierda Democrática seguía dormida. Una gran concentración y la fe ciega del triunfo se oponían al vocerío y al ataque Leoncista. Unos estaban convencidos de ganar, los otros quemaban sus últimos cartuchos sintiendo, en lo más profundo de ser, que eran salvas de pólvora sin ningún resultado positivo.
Son las 11 de la noche. Totalmente borracho recorro la calle Amazonas acompañado de miles de quiteños que corean enfervorecidos el grito de León, León, León. Han ganado.

Figon de Vizcaya
Cuando a las 5 de la tarde me reuní en el Figón de Vizcaya con una serie de españoles y ecuatorianos a seguir el escrutinio, nadie daba nada por León. Hasta las 9 Borja dominó. Luego entró el aporte de la Costa y allí los habitantes de Guayas, Manabí y Esmeraldas, dieron la victoria a Febres Cordero.
Desde entonces el trago fue más trago, las mezclas se hicieron inevitables. A nadie podía decirle que no. Bebí vino, ginebra, anís, whisky, coñac. Mi cuerpo no aguantó y caí el primero.
Sorteando la masa de seguidores de León camino hacia mi casa. Quiero llegar y acostarme. Mañana miles de ecuatorianos se levantarán, al igual que yo, con una tremenda resaca. Mañana Quito aparecerá tranquila. Unos no creerán en su triunfo, otros dudarán de que los resultados sean ciertos, ellos tenían que haber ganado, todo estaba a su favor. Sin embargo, ambos, con esa tranquilidad que les acompañó durante la campaña, beberán juntos para celebrar la victoria o para olvidar el fracaso y ese aparente enfrentamiento se irá poco a poco diluyendo bajo los efectos adormecedores del alcohol.

jueves, 5 de noviembre de 2020

Descender por el Napo

Creí que describir un paisaje era más fácil que reflejar el carácter o las reacciones de una persona. Me equivoqué. En el primer caso no se puede mentir, en el segundo sí. Un bosque, un río, un grupo de árboles, están ahí, a la vista de todos y cada cual reacciona ante ellos según su sensibilidad. Cualquier hombre o mujer llevados al papel son manejados al antojo del escritor que juega fríamente con sus sentimientos de modo que éstos se adapten a sus ideas, dejando la verdad oculta bajo la fácil pluma de la imaginación y haciendo imposible, con ello, desligar la realidad de la ficción.
Desde el primer día que llegué a Ecuador, mi máxima ilusión, al igual que la de cualquier niño, fue conocer la Amazonía, entrar en la selva y vivir las aventuras que tantas veces hemos visto reflejadas en el cine. Los peligros de la fauna o los inconvenientes del clima, siempre en boca de la gente de mi edad, nunca supusieron un hándicap para mi viaje. Estaba convencido de que allí no podía pasarme nada, que mi ángel de la guarda cubriría con creces los fallos relativos a mi falta de previsión médica o a mi insensatez. Creo firmemente que la ilusión supera en eficacia a las vacunas, pastillas o repelentes contras los insectos. Si tenemos que coger cualquier infección la cogeremos por muy medicados que vayamos, tal vez antes, por no tener anticuerpos naturales sino solo defensas artificiales que se desvanecen bajo el sol ecuatoriano o el gentil ofrecimiento del más tímido indio de la selva.

Rio Napo
He de reconocer que los tres días empleados en el viaje fueron pocos, apenas los necesarios para tener una vaga idea de lo que podría hacerse en un periodo más largo; sin embargo, hubo una serie de hechos secundarios que no a propósito pudieron haberse escogido mejor. El tiempo fue excepcionalmente bueno, anómalo para la estación de lluvias, las carreteras estuvieron todas transitables, eso sí, con los pequeños problemas que conlleva un recorrido de más de 500 km por caminos de tierra y el cruce de varios ríos sobre puentes colgantes sin protección alguna. Por último, el grupo turístico en el que me integré: una americana divorciada con sus dos hijos y un guía oriundo de la zona, fueron los ingredientes perfectos para mi primer viaje amazónico.
Antes de llegar al Puerto de Misahuallí, punto en el que confluyen con el Napo una serie de pequeños afluentes y lugar donde llegan por tráfico fluvial todos los productos agrícolas de las tribus ribereñas, tuvimos que atravesar la Cordillera Real y descender de 4.300 m a 700 m. Esta rápida bajada permite observar un paisaje que varía desde seco, árido y desértico en las proximidades de Papallacta, hasta exuberante y tropical en la zona de Archidona y Tena. Aquí el verdor de los árboles se conjuga con el ocre-rojizo del terreno, contemplándose por doquier flores y plantas coloristas que recubren un suelo tapizado de helechos y hongos. Los ríos, turbios y caudalosos, aparecen cruzados por multitud de puentes de madera con sustentación aérea a base de cables y dimensiones tan reducidas que solo permiten el paso de un vehículo. El calor se hace pegajoso y no es de extrañar ver en las casas monos, loros y culebras a modo de animales domésticos.
Misahuallí es la entrada al oriente ecuatoriano. Puede decirse que allí empieza realmente la preselva amazónica. El viajero debe olvidarse del transporte convencional y decidirse por la canoa. Miles de ellas recorren el río transportando frutas, animales y hombres. Desde su puerto salen grupos con la idea de llegar a alguno de los diferentes embarcaderos que salpican el río y de allí adentrarse tímidamente en la selva.

Rio Napo
Samuel, el guía indio, nos acomodó en su canoa e iniciamos el descenso. Lentamente las orillas, en principio impenetrables, van dejando entrever pequeños poblados, recortadas playas con bañistas infantiles y remansos en donde las mujeres hacen su colada semanal. El descenso se continúa durante 45 minutos. En ellos solo la vista disfruta. El verdor de las márgenes cambia constantemente, entremezclándose palmeras junto a tupidos árboles achaparrados que parecen surgir de las aguas, el sol pone reflejos brillantes sobre los cantos cuarcíticos y solo el agua, con su continuo y monótono murmullo, rompe la quietud y el silencio.
Por fin, tras efectuar un brusco viraje, nos aproximamos a un claro. Desde allí iniciamos a pie, nuestro recorrido. Lentamente la vegetación se hace más densa, observándose tres o cuatro niveles de vida vegetal. Primero musgos y hongos, sobre la capa de hojarasca del suelo, luego pequeños arbustos de hojas largas y puntiagudas mezclados con plantas carnosas de grandes hojas, por último, rodeándolo todo, árboles entrecruzados que evitan la entrada directa del sol, produciendo un perfecto invernadero sobre hombres, animales y plantas.
El suelo embarrado y el calor húmedo hace difícil seguir el ritmo vivo de Samuel; imperceptiblemente nuestras ropas se han ido cubriendo con grandes manchas de sudor a la vez que ha desaparecido el miedo instintivo hacia las serpientes, mosquitos, arañas y demás animales. Cada cierto tiempo el guía se desvía hacia una zona pantanosa con la esperanza de mostrarnos algún cocodrilo. Desgraciadamente los únicos animales grandes que observamos son monos y mariposas.
Tras una hora de marcha, la selva se abre dejando al descubierto diversas plantaciones tropicales que rodean cuatro casas construidas a base de bambú, cañas y lianas. Ante la proximidad de los suyos Samuel empieza a mostrarse hablador. Con la amabilidad propia de la gente primitiva nos va ofreciendo palmitos y cacao verde. Luego nos invita a su casa, nos presenta a su familia y nos obsequia, como prueba de su amistad, con una vasija de “chicha”, especie de leche de yuca, alimento fundamental de los indios de la Amazonía.

Asentamiento indígena
Según la tradición este ofrecimiento es prueba de aceptación del visitante y puede ser motivo de expulsión de la tribu el no aceptarlo. Actualmente la elaboran machacando la yuca con morteros en grandes cuencos, pero antiguamente y aún hoy en algunas zonas del interior, la preparan las mujeres mascando la yuca y macerándola luego en cuencos. De cualquier modo, hay que tomarla y la verdad sea dicha, no está mal, sabe a leche agria con multitud de fibras vegetales.
La vuelta en canoa, con el sol cayendo aplomo sobre nuestras cabezas se hace tediosa; da tiempo a pensar en la inmensidad de la selva, en esa atracción casi sexual que incita a penetrar más y más en ella aún a riesgo de perderse o morir, en esos mundos desconocidos de los “Aucas”, tribu de costumbres sencillas, gran conocedora de las plantas y de sus poderes curativos, en la posibilidad de recorrer el Napo hasta su confluencia con el Amazonas, en la idea de visitar a los “Patas Coloradas” para lo cual hay que hacer cinco días de marcha por la selva, adaptándose con ellos a su forma de vivir, comer y vestir, o simplemente en observar el tráfico fluvial o el oculto mercado del oro. Todo esto tienen para mí una atracción superior a cualquiera de las vividas hasta ahora.
Algo sin embargo no he de repetir. Si vuelvo, no será solo. Por muy bello que sea el paisaje es fundamental tener alguien con quien poderlo compartir. Como decía aquel viejo filósofo: “las aventuras amorosas son perfectas cuando las comparten por igual los dos amantes”, en este caso el placer compartido de la aventura y el riesgo es lo que lo hace perfecto y perdurable.

lunes, 2 de noviembre de 2020

La religiosa.

Bernarda. No, no podía llamarse de otra forma: “Bernarda”, casi como Bernadett Souviroux, pero no Bernarda Arguello.
Pequeña, morena, de pelo negro y ensortijado, ojos oscuros, maciza, aparentemente risueña, inconstante y oliendo a una mezcla de perfume y loción muy común entre las ecuatorianas.

Berni
Cuando entré en “La Rana Verde” apenas si me fijé en el grupo. Pedí mi ginebra y me dediqué a hablar con Toni sobre la posibilidad de comprar una serie de colgantes de coral negro que él mismo confeccionaba. Poco a poco, el continuo fluir de gente fue desplazándome y casi sin querer terminé junto a ellos.
Damián, Golda y Bernarda. El español y trotamundos, camarero de Miami, sociólogo en Guayaquil y ahora publicista en Quito. Ellas ecuatorianas, una de Loja y la otra de Cuenca. Golda, novia, enamorada o amante de Damián. Bernarda su compañera de colegio y aventuras.
Llevaban varias horas bebiendo, pero solo él daba muestras de las muchas cervezas ingeridas. Por quedar bien invité, a un par de rondas y empecé a conversar con Damián sobre la vida y las costumbres de Quito, sobre el tiempo, el trabajo… Prácticamente me desentendí de las mujeres. Su intimidad era cada vez más notoria, me contó sus relaciones con Golda, su venida de Guayaquil y por último el que apenas sí tenía dinero.
Yo sí lo tenía y me estaba divirtiendo. Pedí más copas y algo que picar. La noche avanzaba y la gente iba desapareciendo en busca de otro tipo de diversiones. Estábamos a punto de caer en una situación absurda cuando Damián sugirió comprar una botella de ginebra y bebérnosla en mi casa, ya que él no estaba en condiciones de ir a otro sitio.
De repente, me di cuenta de que aquello podía ser la ocasión de mi vida. Ir con dos mozas a mi apartamento, una de las cuales estaba ligada; acompañar a una parejita que a buen seguro se pondría cariñosa enseguida, dándome pie para hacer yo lo mismo. Dicho y hecho. Compré bebida, pedí un radio-casette a un amigo y… a casa.

Copas
La noche empezaba bien, los tortolitos se arrebullaron en el sofá y yo, con Bernarda, nos pusimos a bailar. La poca luz, la ginebra y el ambiente, incitaban a todo. Cuando más enfrascado me encontraba en una lenta aproximación bucal, Bernarda me indica que es mejor que vayamos a otra habitación, pues le molesta estar así delante de sus amigos.
No, si yo tengo la negra. Salimos y en vez de continuar donde habíamos quedado, nos sentamos frente a frente y empieza a contarme su vida. Padres separados, ilusiones frustradas, necesidad imperiosa de trabajar y ganar dinero, problemas que podían causarme sus amigos, lo tarde que era y mil cosas más. Mi pasión carnal se había esfumado.
Amistad. ¡Oh virtud de la amistad! Cuando más deprimido estaba, llegó Damián y me susurró si podía utilizar la habitación del fondo de la casa.
Ni a D. Juan se lo pusieron tan bien. Empecé por segunda vez mi conquista, esta vez con la ayuda inapreciable de una total oscuridad y de mi fácil verbo. Ahora sí, la cosa iba a pedir de boca. Bernarda no ofrecía ninguna resistencia, parecía totalmente entregada. Siempre hay un pero. Damián, el imprevisible Damián, llegó de repente, encendió las luces, me pidió una botella de agua y se despidió por el fondo del pasillo con un incongruente: “Hasta mañana”.
Bernarda quedó conmigo, pero otra vez fría y despejada. La arrastré a mi habitación y cuando empezaba a desnudarle rompió a llorar de forma violenta, suplicando que la dejase. Estas cosas me parten el alma. Enciendo la luz e intento consolarla. Más calmada me cuenta sus problemas religiosos, sus dudas y su incipiente, pero firme vocación. No sé si me toma el pelo o me dice la verdad. Me da lo mismo, la noche está estropeada y solo quiero dormir. Me meto en la cama y ella se arrodilla sobre la alfombra y se pone a rezar.
Cuando por la mañana me despierto, la encuentro dormida en el suelo con un libro de meditación a su lado. Me levanto, la tapo con una colcha y me pongo a ordenar los vasos y platos esparcidos por todo el apartamento.
Dos horas más tarde el extraño grupo empieza a dar señales de vida. Primero es Bernarda quien me pide permiso para ducharse, luego Golda que, si puede hacerse un té, por último, Damián que si me queda Alkaselsers.
Como si no hubiera pasado nada, se arreglan, charlan animadamente, me dan las gracias por mi hospitalidad y me piden que si puedo acercarles al centro.
Debí nacer con la virtud. A quien le cuente que me llevé a una ecuatoriana a la cama y se pasó la noche rezando en la alfombra no se lo creerá. Pero eso sí, tres meses, o mejor cuarenta años sin conocer más mujer que la que tengo y eso que yo pongo en lo otro toda mi buena voluntad, sin embargo, mis ángeles de la guarda que tienen sobre el medio mucha influencia y se lo pasan en grande jugando conmigo, solo me colocan en situaciones pintorescas válidas para escribir un cuento.