sábado, 24 de abril de 2021

Ladrad perros, ladrad.

Puede decirse que desde agosto de 1984 en que instauró el Consejo Nacional, una de mis más queridas aspiraciones fue la de asistir a una de sus sesiones. No se porque, pero en mi subconsciente latía esa idea romántica del diálogo abierto y de la controversia razonada tan típicas de las democracias americanas, pero sobre todo quería escuchar esa escuela de oradores políticos ecuatorianos que durante tantos años glorificaron las bancadas de los legisladores. Desgraciadamente, cuando un amigo me invitó a acompañarle, una serie de incidentes graves indujeron al entonces Presidente Ing. Baca a prohibir la asistencia del pueblo a las tribunas.

Consejo Nacional Ecuatoriano
Pasó el tiempo y solo las frías imágenes de la televisión me informaban de lo que ocurría dentro de aquel sagrado recinto. Desde mi puesto de observador imparcial y como extranjero desconocedor de la idiosincrasia de la clase política ecuatoriana, no dejaba de asombrarme aquel absurdo juego de los legisladores que iba en contra, no solo de su específica misión de legislar, sino también contra la labor del Presidente de la República y su gabinete, empeñados en dirigir, de la mejor manera posible, este pequeño país, en donde, gracias a Dios, los problemas ni son tan grandes ni tan irresolubles como en el resto de los del área latino americana. El Congreso era una auténtica “jaula de grillos”. La mayoría fue siempre incapaz de controlar el orden e imponer sus criterios, mientras que la minoría, tal vez más hábil o mejor asesorada técnicamente, obstaculizaba cualquier iniciativa evitando con ello que el legislativo aprobara las funciones del ejecutivo, objetivo éste, que a fuer de ser sinceros, consiguió. Logró esto y mucho más, pues destrozó a la izquierda, aglutinó a los partidos de centro y a los independientes y quemó a los líderes más representativos de la oposición. El como lo consiguió es algo que se escapa de mi entendimiento. Lo que dio, costó o prometió, quedará siempre en ese espacio ambiguo de la duda, del chisme y de la maledicencia política, pero la realidad inapelable es que triunfó.
Así las cosas, no eran de extrañar que el 10 de agosto de 1985, conmemoración del primer grito de la independencia americana y día en que el Congreso Ecuatoriano renovaba, por ley, a sus máximos dirigentes, mi atención estuviera centrada en cosas tan intrascendentes como el tiempo, el partido del Nacional o la existencia o no de langostas vivas en el mercado de Santa Clara. Sin embargo, cuando sobre las 11:00 de la mañana llegué a casa y por esa ventana tonta de la televisión que todos tenemos en nuestro hogar, empezaron a surgir las imágenes del Congreso, olvidé todo lo que hasta entonces bullía en mi mente y me centré por completo en la contemplación de lo que se me ofrecía.
Algún día veré directamente el salón de sesiones del Congreso. Ahora tenía que conformarme con lo que el cámara me obsequiaba. Por una parte la mesa presidencial bordeada por ujieres y secretarios, por otra las bancadas de los congresistas, detrás de “barras bajas” hoy completamente abarrotados de invitados y amigos, por encima las “barras altas” vacías como siempre.

Manifestantes frente a la Asamblea Nacional
Lo que captó mi atención, lo que atenazó por más de cuatro horas al sillón fue sin lugar a dudas la intervención que en ese momento estaban efectuando el diputado del F.A.D.I. Sin en aquello radicaba la brillante oratoria política ecuatoriana, hubiera sido mejor irse a tomar el sol a la Carolina. El Sr. Álvarez, que en principio no tenía más obligación que la de explicar el porqué de su voto (tengamos en cuenta que el Congreso estaba reunido para elegir a sus dignatarios: Presidente, Vicepresidente y Secretarios), estaba hilvanando un discurso pseudo político atacando, más bien podría decirse insultando, al Presidente de la República y a todos los diputados que no estaban de acuerdo con él (por cierto, que en ese momento eran la mayoría). Su intervención monótona, aburrida y ofensiva era cortada, no por el Presidente del Congreso, como reglamentariamente debiera ser, sino por los representantes del C.F.P. y del F.R.A. que con buena lógica opinaban que se debería votar y no dedicarse a dar malas lecciones políticas. El Presidente, ciego al rigor parlamentario y carente de poder, era incapaz de cortar el espectáculo deprimente de sus correligionarios o simples compañeros en la oposición, empeñados en retrasar una elección, cantada de antemano y venderse, de paso, ante la gran audiencia televisiva del momento.
Las intervenciones de los diputados de izquierdas, orientadas exclusivamente a lanzar ataques al Gobierno y a efectuar proclamas pseudo revolucionarias se prolongaron durante cerca de tres horas, total para nada, fue un simple pataleo de niños, un no saber estar, un ladrar y ladrar ante un pueblo, a mi entender, avergonzado de sus representantes.
Hubo cosas curiosas. El bueno del Dr. Álvarez, citando a un hipotético San Agustín, opinó que uno solo puede enriquecerse robando engañando o prostituyéndose. Dudo que el buen santo se olvidara del trabajo honrado y no entiendo cómo nadie de los asistentes, se levantara y le recriminase agriamente tal insulto, pues según tengo entendido más de la mitad de los diputados (y aquí no hago diferencia entre los de derecha, izquierda o centro) son personas de notoria fortuna personal. La hicieron, me preguntó, como decía el diputado Álvarez. Se llegó también al insulto directo para luego salir a relucir el hecho de que la tarde anterior el citado legislador había intentado, con su homónimo, conseguir la presidencia del Congreso, o… (no sigo pues estas sabrosas anécdotas estarán puntualmente reflejadas en el diario de Sesiones del Congreso, a donde remito a cualquier lector interesado en saber lo que no debe ser una sesión extraordinaria con el único objeto de la elección de dignidades).
Bueno, tras mucho batallar se llegó el momento decisivo de la votación. Con lo fácil que es decir el nombre y punto. Pues no, según mis cálculos de los 73 diputados presentes apenas si 10 dieron el nombre escueto de a quien botaban. La mayoría elogiaba al candidato, al padre del candidato, al partido, a … Hubo uno que dijo: “Voto a Bucaram porque me da la gana”, magnífico, yo hubiera hecho lo mismo.
Ganó quien estaba previsto (tanto que los periódicos habían publicado ese día su foto y su historia política), pero lo que para mí no estaba previsto fue el feo gesto del Presidente saliente. Sr. Presidente, si su voto no es decisivo y en este caso no lo era, debió abstenerse y mantener así una posición de ecuanimidad, lógica y normal en todo dignatario.

Dr. Bucaram
La enorme humanidad del Dr. Bucaram sustituyó a la recia y nieva figura del Ing. Baca. Su primera decisión, tras una preparada interpelación de su correligionario el Eco. Icónidas Plaza, previa consulta reglamentaria con el Secretario, fue la de dar entrada al pueblo para ocuparse las barras. A partir de aquí el Congreso se convirtió en una fiesta. Cientos de simpatizantes enarbolando la bandera roja y negra del C.F.P. cubrieron las tribunas altas de la sala, los gritos de Averroes, Bucaram, Averroes, Bucaram, se entremezclaban con los estribillos de: “Se siente, se siente Don Buca está presente”, en conmemoración y recuerdo del padre del nuevo presidente, fundador del partido y eminente hombre político de los años anteriores. El júbilo de los vencedores parecía hacer imposible la continuidad de la sesión y sin embargo la voz grave del presidente impuso silencio para pasar de inmediato a la elección del Vicepresidente.
Por enésima vez en la mañana la izquierda volvió a fallar en sus planteamientos. Señores, no esgriman a una mujer como bandera política, ni electoralista, no es serio nominar para vicepresidente a una mujer y defender esta nominación exclusivamente por el hecho de que sea mujer y representa a la mujer ecuatoriana. Diputados, presentarla por sus méritos, por sus conocimientos, por su talento política, por todos menos por el hecho de ser mujer, no sigamos discriminándolas públicamente (dudo mucho que los israelitas hubieran elegido a Golda Maier como jefe de Gobierno por ser mujer, más bien por ser una estadista de talla mundial).
Durante la votación hubo todo tipo de comentarios y chascarrillos por parte del público asistente. Eran los ganadores y al no comportarse como los gamberros ingleses en los campos de futbol, el presidente les permitía todo. Entre el griterío y los vanos intentos de los diputados por explicar su voto, hubo uno que me impresionó. “Voto, dijo, por Iván Castro en honra de la mujer ecuatoriana”. Aquel hombre, ya mayor, sobriamente vestido, apacible y con mucha filosofía sobre sus espaldas, votaba al candidato masculino y honraba a sus mujeres, aquellas que no se prestaban al engaño y al juego político, aquellas que estaban al lado de sus hombres y codo a codo bregaban por superarse y dignificar a su país. Si alguna de ellas llegaba a la vicepresidencia del Congreso, a su Presidencia o a la Presidencia de la República, no creo que fuera solo por ser mujer, sino porque era la persona más capaz para ese puesto, independientemente de que usase o no faldas (no quiero contar ahora ese chiste tan viejo de porqué la señora Teacher no usa faldas, pues no deseo herir la susceptibilidad de alguno de mis lectores).
Los perros, aquellos perros que durante horas habían ladrado en vano, animados por no se sabe quién, habían enmudecido. Hubiera querido verlos, pero las cámaras me los hurtaron. Solo mostraban rostros contentos, banderas, abrazos, felicitaciones. Solo la imagen feliz de los triunfadores. A ellos no, a los otros, a los que sin honra habían perdido, me hubiera gustado decirles que en política, hay que ser primero caballeros, que no se deben mostrar en público esas fisuras humanas que todos tenemos, que el pueblo, que los ha votado, no debe contemplar sus rabietas infantiles, que la propaganda, los ataques contra la derecha reaccionaria, las críticas contra el capitalismo occidental, deber dejarse para las campañas electorales en donde la masa, saturada de slogans, es crédula y se deja engañar fácilmente. Ahora no, el pueblo cómodamente sentado en sus hogares solo ve a una especie política que grita, se desgañita, insulta y suda copiosamente; no se dan cuenta que algún pequeño mortal, quizás como yo, podría preguntarle: “¿No sabéis que durante este último año lo habéis hecho fatal y que el Presidente de la República, sí, ese contra el que tanto despotricáis os ha dado un revolcón con todas las de la ley?”

Griterío y soflamas
Era muy tarde cuando apagué la televisión y noche cerrada cuando volví a encenderla. La imagen era la misma pero el decorado había cambiado. Los de antes, aquellos que habían gastado la mañana en un debate político fuera de lugar y que habían mostrado a su pueblo lo que no debía hacerse, estaban ahora apaciblemente sentados a la espera del Presidente de la República (el comentarista apuntó que los vapuleados congresistas de izquierdas habían abandonado sus escaños, yo no lo creo, pienso que estaban allí) junto a ellos los próceres de la Patria, las jerarquías religiosas, los representantes diplomáticos, los colegios profesionales, en fin, la flor y nata de la sociedad y de la vida pública esperaban el discurso ante la Nación de su Presidente.
Después de la tempestuosa sesión matutina la calma de la tarde. El Presidente llegó y cosa curiosa, no hizo alarde de sus éxitos. Atacó al gobierno anterior y opuso, ante él, sus labores y sus logros. Fueron más de tres horas de una lenta enumeración de trabajos, de proyectos, de realizaciones, fue un ir desglosando, Ministerio por Ministerio, un largo año de actividad.
La Cámara mostraba ahora rostros relajados, sonrisas distendidas, amplias bocanadas de humo, pienso que salvo algún que otro comentarista político y yo, nadie prestaba oídos al Presidente, al generador de una enconada lucha.
Mi deformación profesional, mi espíritu crítico o quizás el ánimo mercantilista que llevo dentro me hizo notar que en ese larguísimo discurso solo una línea de texto estaba dedicada a la minería, que en las tres horas y media de exposición apenas treinta segundos habían glosado del tema por el que hace ya más de un año y medio vine a Ecuador.
No había que desfallecer. Un buen amigo comentó: “Algo es algo, en los discursos de años anteriores ni ese tiempo había gastado el Presidente en hablar sobre minería”. Se estaba avanzando y ese era el camino. Si la gran aventura de la minería no se había iniciado con un gran paso si se había empezado y eso era suficiente, a nadie le cabía dudas de que al final habría días más felices.

sábado, 17 de abril de 2021

El cementerio de las tortugas

Mi último trabajo en España fue: “El estudio geotécnico de la cueva del raposo”, en las proximidades de Luanco. Hacía mucho que no iba a Asturias y casi me había olvidado de que allí pasé ocho largos años de mi vida, que justamente en Luanco veraneé durante esa época conflictiva que va desde la infancia a la madurez y que de ese pequeño pueblo costero idealicé, no solo su paisaje y sus gentes, sino todo el ambiente que lo rodeaba.
Con casi media vida a mis espaldas, con una serie de problemas sobre estabilidad de taludes, sobre anclaje, balonaje y gratinados, sobre presupuestos y valoraciones económicas, volvía a recorrer sus calles, ahora desiertas, contemplaba sus playas vacías, intentaba imaginar lo que Luanco fue y no era; en mi fuero interno odiaba el destrozo que la civilización y la pujanza turística habían realizado en sus casas, en sus valles, en su costa.
Era invierno, una estación triste, más, si se pasa en una pequeña aldea abierta al Cantábrico. Desde la ventana del hotel Miramar recordaba los veranos de mi juventud y los comparaba con aquella playa ocre negruzca habitada ahora solo por gaviotas. Entonces lo conocía todo, su arena, sus costas, sus islas; solo vivía para la pesca y por tanto nada de las profundidades del mar me era desconocido, sabía captar su estado, la claridad de sus aguas, el rumbo de las corrientes. Hoy, convertido en hombre de ciudad solo veía un paisaje plomizo y un mar embravecido.
Me fui apenado. Mi antigua casa, solariega y ajardinada, se había convertido en un supermercado carente de identidad, cúbico y pétreo como tantas otras estructuras modernas. La idea de un pueblo envuelto en brumas invernales, de un pueblo muerto en oposición con el que recordaba, se metió, sin yo darme cuenta, entre los pliegues amorfos de mi cerebro.
Ecuador, como una moneda, presenta dos caras. La Sierra y la Costa, el verano y el invierno, el frío y el calor, lo seco y lo lluvioso, podría decirse que a excepción del color de sus habitantes que oscila sin transición del blanco purísimo al negro carbón, no existen intermedios.
En la Costa, los inviernos son secos y cálidos, mientras que los veranos se presentan fríos, con cielos encapotados y “garuas” perpetuas, un contraste que impresiona vivamente a los extranjeros, pues nadie imagina que país situado sobre la línea equinoccial, no goce de ese calor tórrido y asfixiante tan típico del ecuador africano, la causa hay que buscarla en la conjunción de las corrientes del Niño y Humbolt que condicionan todo el clima de la costa del pacífico sudamericana.

Era agosto cuando recalé por segunda vez en Muisme. Instintivamente me alojé en el hostal Sarito, único con aceptables servicios higiénicos, y fui a comer al salón la Moneda a fin de saludar a mi vieja conocida la señora Sonia. Salvo esto, el resto del pueblo que yo recordaba había cambiado. Las calles, antes secas y polvorientas, formaban ahora un enorme barrizal sobre el que era muy difícil desplazarse. El calor agobiante y pegajoso se había transformado en un frío húmedo que invitaba al uso indiscriminado de las prendas de abrigo, el cielo azul era ahora una gran mancha grisácea de contornos indefinidos. Si no fuera porque me acompañan mi mujer y mis hijos, la sensación de soledad hubiera sido absoluta. Estaba viviendo el lado opuesto de la moneda que un día conocí.
Para cualquiera que recorra medio mundo en busca de ampliar sus conocimientos y vivencias, estos pequeños detalles ambientales carecen de importancia, y mucho más si son niños y es la primera vez que contemplan el océano Pacífico. Mis hijos no se amilanaron por el tiempo y a la mañana siguiente llenaron una mochila con bañadores, toallas y cuchillos y pese a la fina “garua” que continuaba cayendo, se empeñaron en recorrer los nueve kilómetros de playa que conforman el borde norte de la isla.
Si una bahía enorme, luminosa y desierta es algo impresionante, la misma pero cubierta de nubes y azotada por un viento cálido que agita los extensos cocoteros que la bordean es sobrecogedor. Con ánimo alegre iniciamos la caminata dispuestos a que nada quedara fuera de nuestro espíritu observador. Al principio, cerca de la zona poblada, solo troncos retorcidos y conchas cubrían parcialmente el oscuro arenal. De repente, una forma extraña, excesivamente contorneada, se destacó entre la maraña de árboles. Medio enterrado en arena reposaba el cuerpo carcomido de un delfín de unos dos metros de largo. Aún no habíamos salido de nuestro asombro cuando otra silueta, de nuevo, demasiado perfecta, nos llamó la atención. Ahora el hueco caparazón de una gran tortuga surgía de la arena. Fue el primero pero no el último. Lo que en un principio nos asombró por lo insólito, se nos hizo después cotidiano. Los nueve kilómetros de playa aparecieron jalonados de restos de tortugas, algunos recientes, otras reconocibles únicamente por los maxilares o por las costillas del caparazón.

Ni comprendía ni podía dar razón del porqué de aquel medio centenar de tortugas sobre la costa norte de Muisne. Lo único admirable era el ver el sentido depredador y jerárquico del reino animal. Cuando el mar depositaba el cuerpo inerte de una de estas tortugas sobre la playa, surgía sobre el horizonte la negra silueta del “guaraguao”, de cresta roja, pico de hierro, uñas como garfios y plumaje de obsidiana que, como capitán de gallinazos sobrevolaba la futura presa, escudriñaba posibles peligros y se lanzaba el primero hacia la carroña que se le ofrecía, tras él, el resto de la manada caía sobre la tortuga e iniciando su degustación. De entrada los ojos y partes blandas, luego el guaraguao rompía las coyunturas de las patas para dejar al descubierto las entrañas del animal que eran poco a poco devoradas por el resto de gallinazos. Cuando éstos abandonan su presa, un enjambre de pequeños pájaros inician una operación similar aprovechando lo que aún queda tras el banquete de sus mayores. Por último “faibas”, cangrejos y demás crustáceos marinos terminan la labor dejando únicamente el armazón óseo de lo que un día fue una gran tortuga marina. El sol, el agua y el continuo flujo de los mares convertirán al final todo esto en un polvo blanquecino que el aire esparcía entre los manglares.
En el extremo sur de la playa, sobre los pequeños islotes arenosos que forman la desembocadura del río Muisne, cientos de esqueletos de erizos dolard, claros y blancos como pequeños platos de porcelana, incitaron nuestra curiosidad, tanto por ver quien consigue el más grande o el más perfecto, dentro del desorden caótico de trozos que aparecieron sobre la arena.
Regresamos empapados y ateridos de frío. En nuestra mente aún palpitaban esos cientos de osamentas y no cesábamos de preguntarnos: ¿Por qué han venido a morir aquí? ¿Cuál ha sido la causa de su muerte? ¿Es la playa de Muisne un cementerio natural de tortugas?

Andrés es otro de los habitantes de Muisne dignos de admiración. Aunque aparenta tener cerca de sesenta años apenas si pasa los cuarenta y cinco. Es alto, de piel blanca y curtida, grandes entradas y manos callosas. Nunca supe a que se dedicaba exactamente, pero puede decirse que domina el quehacer cotidiano de la comunidad. Tan pronto sale solo a la pesca de la langosta como acompaña a los grupos de la Universidad Católica que hacen sus prácticas de biología y botánica sobre los manglares que rodean la isla. Por las noches es el punto fuerte en el juego del cuarenta. A partir de las 8:00 y acompañado por hombres de la localidad, más que jugar parece que imparten lecciones sobre éste, aparentemente simple juego de baraja. Habla continuamente y por su amplio conocimiento tanto del juego como de la psicología de las personas, siempre parece saber exactamente las cartas de sus contrarios. La conclusión de todo es que gana constantemente. A la 1:00 de la madrugada, cuando los contertulios se retiran, Andrés y yo quedamos charlando. Le pregunto sobre las tortugas y él, como no, me da su teoría.
“Todos los años, sobre los meses de julio y agosto, cientos de tortugas vienen a morir sobre las playas de Muisne. Es una inexorable ley de la naturaleza que las impulsa a terminar sus días donde han nacido”.
Asturias, mi Asturias juvenil volvía a surgir entre los recuerdos. También allí los salmones remontaban el Sella, el Narcea, el Nalón para engendrar cientos de alevines y morir luego, bien por inanición, ya que en estado de gestación y habitando aguas dulces, les es imposible comer, bien por la pericia de alguno de los muchos pescadores que pueblan los márgenes de los ríos.
A la mañana siguiente volvimos a recorrer la playa. Otra vez aquellos esqueletos, aquellos caparazones solitarios volvieron a impresionarnos. Mucho había oído del peligro que corrían las islas Galápagos ante la invasión del hombre, de la reacción desconocida de esas especies únicas que se conservan en el archipiélago, pero nunca oí comentar nada de esos cementerios innominado en donde todos los años cientos de tortugas vienen a morir. No será que esa legión de ecólogos que pueblan y viven del país intentando preservar algo hermoso y único se olvidan de lo cotidiano, de lo que tal vez, por visto muchas veces, no les impresiona. A mí sí me impresionó.
Hoy, la mandíbula de una tortuga reposando sobre mi mesa es el único recuerdo cierto de aquel paseo por las playas de Muisne, en las que, para asombro mío y de mis hijos, contemplamos un enorme cementerio de tortugas, desconocido y olvidado hasta por los propios moradores de la isla.

sábado, 10 de abril de 2021

La fiesta de los Chagras

Cogieron al patrón, lo sujetaron al poste de madera más alto mientras cientos de jinetes llegaban al lugar del drama rompiendo el aire de la mañana. Iban a matar al dueño de la hacienda. Un tumulto contemplaba la escena con emoción. La muerte del patrón a manos de sus peones parecía inminente.

Del acerbo popular 

Al igual que valoramos la vida en función de lo que teóricamente aún nos queda de ella, del mismo modo, ciertos acontecimientos los ponderamos de acuerdo a la posibilidad de volvernos a repetir o de haberlos dejado escapar, perdiendo así una oportunidad irrepetible. Cuando hace un año preferí la comodidad de mi casa al viaje de Machalí para contemplar la primera fiesta de los chagras, tal vez en mi fuero interno una voz me decía: “Tendrás tiempo otro año para verla”. Hoy, sin embargo, que he ido y la he visto, pero que desgraciadamente solo la pude captar con la lente fotográfica de mi memoria, ya que mi fiel Canon AE-1 no tuvo mejor idea que descomponerse, impidiéndome así conservar el ambiente y la virilidad de la fiesta, siento una extraña nostalgia al pensar: “He perdido mi última oportunidad”. Tal vez todo sea solo un mal sueño, la funesta impresión de un día gris o el decaimiento normal tras casi 20 meses de una vida oscilante entre la soledad, la familia y la aventura.


De cualquier modo, el 20 de julio fui a Machalí y, pese a la contrariedad fotográfica, medio viví la fiesta del chagrerio. Digo medio porque sin saber el motivo no logré integrarme. Deambulé, me mezclé con la gente, recorrí las calles, pero me mantuve al margen. Vi a gringos rubios, barbudos con grandes mochilas y enormes cámaras fotográficas, introducirse entre los chagras, que al son de la música tomaban la calle como amplia pista de baile, los vi luego beber “chicha” y “duro”, comer maíz y cuyes, estar rodeados de gentes oscuras y pequeñas que reían de su estrafalario comportamiento. Me sentí desplazado, como turista modesto y no querido, como desarraigado, o peor aún, como alguien anónimo, carente de personalidad, alguien que, como los árboles o las casas, solo conforma el decorado de la fiesta sin participar en ella.
Sin un motivo real las antiguas tradiciones andinas empiezan a renacer en Ecuador. Solo hace un año que se conmemoró la revuelta campesina de Janayura, en la que los "chagras" se lanzaron contra sus patronos para ser luego aplastados por las tropas gubernamentales, y sin embargo, aquella historia, mezcla de rebelión y vasallaje, es hoy un evento populista, agreste y duro.
Quizás por la situación geográfica de Machachi, perdida en el altiplano y rodeada por las dos dorsales andinas, por la estación del año, propensa a neblinas, lluvias y cielos plomizos, por la idiosincrasia de la gente serrana, o porque el elemento fundamental del festejo es el caballo, lo cierto, es que el colorido de la fiesta toma matices oscuros, avivados esporádicamente por el rojo sangre del poncho de algún “chagra” o por el blanco níveo de las llamas que acompañan a los diferentes grupos.


Junto a lo agreste de la celebración, el matiz religioso tan típico de los incas, que mezclas los ritos ancestrales de sus antepasados con la nueva religión impuesta por los conquistadores. En ellos la virgen es pequeña y morena como las mujeres de su tierra y los santos están entroncados en las fábulas milagrosas propias de cada zona. A lo largo de la calle principal, y tras presentarse a las autoridades locales en la plaza mayor, los integrantes de las diferentes haciendas descienden a rendir pleitesía al santo situado a la salida del pueblo.
Es impresionante contemplar esos grupos de hombres, mujeres y niños ataviados con ponchos oscuros y luciendo sus mejores galas caballísticas, recorrer las calles haciendo sonar las herraduras de sus bestias sobre el empedrado, lanzarse al galope, al paso o al trote, hacer caracolear a sus corceles, o manejar el lazo. Lo es más al analizar detenidamente la estampa de los integrantes de cada hacienda: en cabeza y montando briosos caballos, detrás los capataces, y por último los “chagras” portando animales, productos del campo y artesanía típica para ofrecer al santo.
A mí, espectador perdido de la fiesta me sorprendió tanto la belleza de los hombres, dueños de grandes haciendas ganaderas y expertos caballistas, como la dureza y habilidad de los chagras, que sobre tordos animales, casi siempre saturados de “chicha” y “duro” recorren velozmente las calles sin crear problemas ni producir accidentes.


A lo largo de la mañana, los representantes de las haciendas más renombradas de la sierra, los de Solanda, Huaricama, Januharaco, Huagrahuasí y otras, lucieron sus galas y su porte sobre Machachi. Con el paso del tiempo, el gentío fue amalgamándose, el licor hermanó a hombres y mujeres. La fiesta, que empezó ordenada y jovial, fue perdiendo su poderío y pujanza. El pueblo fue lentamente despoblándose, cada grupo, tras participar en el rodeo, retornó a su hacienda a festejar, comiendo y bebiendo, su día grande. Los turistas se refugiaron en los distintos hostales y salones de la carretera y los grupos étnicos serranos tomaron los prados y las calles como centro de reunión o como restaurante campestre.
Cuando por la tarde, envuelto en esa lluvia fría de la sierra abandoné Machachi, el pueblo había retomado su normalidad, solo quedaban calles vacías, sucias tras la fiesta de la mañana, ambiente gris y plomizo, algún que otro borracho tirado en el asfalto y grupos familiares retirándose silenciosamente hacia sus casas.
No sé si por mi estado, o por el gris-oscuro del ambiente y de la gente, la fiesta de la chagrería había quedado en mi mente como algo agreste y frío. Quizás fuera cierto, tal vez así se representaba la dureza de esos serranos que viven, comen y duermen sobre sus monturas, que se cubren del frío bajo sus grandes ponchos y que se confortan con el calor del “duro” y con la doma de esos animales bravíos, para ellos amigos y compañeros inseparables.

sábado, 3 de abril de 2021

Señores, discutamos la liquidación.

Como decíamos en la mili: “Esto se acaba, no hay quien lo pare”. El proyecto de investigación de yesos por el que vine a Ecuador y que me ha retenido en estas hermosas tierras por más de 18 meses, está dando las últimas bocanadas. Primero fue la entrega del borrador del informe, luego la notificación de que se cancelaba el estudio, acto seguido nuestra fundamentada respuesta (el derecho del pataleo, como dirían los castizos) y por último el oficio del Sr. Ministro en el que muy cortésmente (es un decir) nos comunicaba que todo había terminado. Era un 16 de abril, un día que, a simple vista, no tenía ningún significado, no era el 14, glorioso día de la instauración de la República en España, ni el 25, festividad de San Marcos (y por tanto el santo de mi hermano pequeño), no, era el 16, día anodino y carente de historia.


Personal ejecutivo del Consorcio
Todo el personal ejecutivo del Consorcio se movilizó: nuestro representante legal, el responsable de Intecsa, el General, los amigos, en fin, yo el más bajo en el escalafón, todos nos sentimos humillados, vejados y engañados. ¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que así, por las buenas, se diera por concluido un proyecto magníficamente realizado y con excelentesperspectivas mineras?
Mi instinto, o mejor, el de mi abnegada
colaboradora y fiel secretaria (único exponente real de un equipo de trabajo antaño florido y hermoso) me decía que detrás de todo había algo más, tal vez una insinuación del todopoderoso “presidente” orientada a acabar con lo iniciado en el gobierno anterior, tal vez algún pingue benéfico (dádiva, cohecho o mordida) por parte de los futuros exploradores hacia los actuales rectores del Ministerio, la esperanza de “calentarse las manos” a nuestra costa, o alguna hábil jugada de mis jefes que cambiaban una moneda de bronce, ya muy manipulada, por otra de oro recién salida de la fábrica. De cualquier forma, el proyecto había muerto. Lo correcto era darle cristiana sepultura.
En eso estábamos. Allí, en el no muy ampli
o antedespacho del Director de Geología y Minas nos encontrábamos, en la soleada (en verdad, como dice mi hija, hacía un calor sofocante) mañana del 28 de abril, todas las partes de la farsa. Por un lado, los representantes del Consorcio, el Ing. Romero, el Ec. Valencia, el Dr. Serrano (nuestro último fichaje, el hombre encargado no de salvar el proyecto, sino de evitar que termine siendo una ruina económica), y yo, el teórico y hoy día devaluado Jefe de Proyecto. Por otro, la Administración: el Ing. Bolívar Guerra, Director del Proyecto, la Excma. Adriana de Barragán (una pesada que creo que nunca se enteró de cómo marchaba la economía del proyecto) y la Dra. Norma Reyes.
Faltaba, para completar el drama, el Director de la
Institución, el Economista Horacio Rueda, que, fiel a su cargo, nos esperaba perfectamente jovial y descamisado, en su despacho. Pasamos y nos acomodamos alrededor de una mesa en forma de herradura presidida por él, los unos a su derecha (nosotros) y los otros a su izquierda (mis amigos ahora opositores, los supervisores).
Empezaba la primera de las reuniones orientadas a
discutir la liquidación económica del proyecto. El inicio fue cordial. Nuestro Dr. Serrano y el Ec. Rueda se saludaron efusivamente y rememoraron sus recientes logros político-profesionales (ambos eran del mismo partido y ambos habían luchado con idéntico interés en la última campaña electoral; la única diferencia radicaba en que a uno le habían dado, como recompensa, un cargo público y al otro una serie de prebendas económicas; creo que el Dr. fue el mejor librado), tras esto el Ec. Rueda suelta su ya conocida perorata sobre la evolución del proyecto y su final. Como apunté en mi cuaderno, fue un monólogo pesadísimo, un gran preámbulo que invitaba a dejar cuanto antes la reunión, desgraciadamente tuve que quedarme, digo esto porque a continuación el Dr. Serrano, que entre nosotros no tenía ni idea de por donde iba el proyecto, tomó la palabra y relanzó una serie de elucubraciones legalistas encaminadas a no se qué, creo que a “joder al contrario”. A esta altura de la reunión, yo estaba ya hasta los “huevos”, había oído lo mismo mil veces y siempre para nada. Dado el escaso interés del tema mi única preocupación era la llegada del anunciado “cafecito”. Por fin llegó y hubo cinco minutos de relajación mental mientras lo degustábamos (el Dr. Serrano opinó que aquello era una "agüita" caliente y sucia indigna de una institución pública).

Dra. Reyes
Fue poco. Casi sin pausa el Director empezó a liarse. Me preguntó, no para que le contestáse, sino exclusivamente para quedar bien, ¿Qué era una explotación minera? ¿Cuándo era técnicamente factible? ¿Cuándo era financieramente posible? ¿Cuándo políticamente necesaria? (Casi le respondo aclarándole que lo nuestro era un proyecto, no una explotación, pero me contuve por estar haciendo una bonita caricatura del ambiente y serme imposible romper mi concentración pictórica). Continuó con una defensa a ultranza de la justicia y de la contratación pública, del dinero del Estado y del ahorro de la institución que él presidía. Nuestro abogado contraatacó, puso ejemplos de la vida real (tan real como que utilizó el ejemplo de su hermano, amigo íntimo del Director), se opuso al poder omnímodo del Estado y a lo excelente del diálogo y la comprensión (en este momento, y tal vez por el excesivo escote de la Dra., que más que insinuar dejaba entrever dos poderosas razones, me desconecté, empecé a pensar en lo lindo que sería estar sobre las faldas del Pichincha tomando plácidamente el sol, y llegué a la conclusión de que, ya que hoy no podía ser, mañana iría con alguna amiga a gozar de los encantos de la naturaleza).
La reunión continuó. El Director empezó a definir
la filosofía de la liquidación, el Dr. Serrano se ciñó al contrato y entre los dos se inició una polémica legalista carente de realidad. Mi paciencia estaba llegando a sus últimos límites, era una lucha dialéctica absurda. El resto de los asistentes, hasta ahora mudos observadores, empezó a inquietarse, yo también (mi estómago a estas alturas de la mañana protestaba por falta de alimentos sólidos). Como no, los hombres buenos, esos nacidos para mediar y apaciguar los ánimos, entraron en escena. El Ec. Valencia y la Dra. Reyes pusieron su nota de humanidad y templanza en el diálogo. Las aguas volvieron a su cauce.
Por qué, me pregunto yo, no seremos nobles y lo
mandaremos todo a la “mierda”. Por qué seguiremos discutiendo sobre un proyecto muerto imposible de resucitar. Pero no, los buenos logran sus objetivos, todos se apaciguan y seguimos negociando, o sea, analizando la futura liquidación. Los antiguos enemigos se perdonan, dicen aquello de “lo siento, me confundí, sigamos” y continúan matizando conceptos tales como “fin de proyecto, fijo, reembolsable”.
La lógica, o mejor, la perfecta interpretación del
contrato por parte de nuestro abogado, imponen su criterio. Se concretan los primeros puntos del litigio. Los oponentes, cansados pero contentos, sonríen, se dan la mano, miran con autoridad al resto de los presentes, como queriendo decir: “¿Veis como se debe discutir? ¿Veis como se puede llegar a una solución válida para todos? Os dais cuenta del porque somos nosotros quienes ocupamos los puestos de responsabilidad, y no vosotros, pobres tontos” y clausuran la reunión.
Yo, uno más, o tal vez el más tonto de los tontos,
estoy desecho, mi estómago ruge con ira, hace mas de una hora y media que tenía que haber comido, mi ánimo estaba desolado y mi irónico sentido común solo sabe repetir: “Y para esto he perdido la mañana, no solo la mañana sino los últimos cinco meses”.

Nos levantamos y con efusivos abrazos (más efusivos cuando el contrario era del sexo femenino) nos vamos despidiendo. Se ha superado el primer round, el próximo será “Dios mediante” el próximo jueves y en él se concretará y se redactará el acta de liquidación y terminación del contrato. “Así sea” pensé mientras me alejaba del caserón verde y blanco sede de la Dirección General de Geología y Minas en busca de mi anhelo sustento cotidiano.
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Nota final:
Como se imaginará el lector el jueves hubo el segundo round. En él se matizaron todos los puntos dudosos, se llegó a un acuerdo total y se dijo: “Todo se acabó, no hay ni vencedores ni vencidos, ambas partes triunfamos”.
Hoy 16 de julio, a casi dos meses y medio de aquella historia y feliz jornada aún no se ha puesto punto final al proyecto (esto se nota por el simple hecho de que sigo cultivando margaritas en Ecuador y redactando cuentos de malísimo gusto), los documentos últimos están en Procuraduría, en el FONAPRE, en… y yo mientras tanto sufriendo y aburriéndome muchísimo (esto último es broma pero quedaría muy mal si no lo dijera).