Vitoria, vista desde la autopista de Bilbao, es una ciudad hermosa. Tras el bosque de farolas que enmarcan las grandes rondas de circunvalación, surgen una serie de bloques simétricos y perfectamente urbanizados. Si el viajero llega al atardecer, el contraluz del sol produce la ilusión óptica de una muralla de protección bordeada y atravesada por amplios corredores. Adentrándose en ella, se pierde un poco esa sensación inicial de que allí no existe extrarradio, ni chabolas, ni pobreza, pero se mantiene aquella impresión de amplitud y homogeneidad urbanística.
El centro geográfico se sitúa sobre la calle Sta. María. Rodeándola se extienden una serie de calles concéntricas, estrechas, empedradas y casi siempre en cuesta, que son en la actualidad, el punto de concentración de todo el bullicio urbano. En ella puede observarse, entre las seis de la tarde y las once de la noche, un constante deambular de jóvenes y no tan jóvenes en busca del vino, el zurito y las tapas.En la calle Postas, empieza el Vitoria noble, cuyo centro neurálgico se sitúa sobre la calle Dato. Como en otras ciudades del norte, discurre desde la Estación del Ferrocarril a la Plaza de España y dado su carácter peatonal, es el lugar por excelencia para el paseo de fin de mañana, él tomar el apacible café de sobremesa, o el beber la última copa del día. Sobre sus terrazas se mezclan indiscriminadamente la burguesía alavesa, el elemento rural que recala en la capital y los grupos de excursionistas y extranjeros, que procedentes de la estación, encuentran allí el primer lugar de descanso tras su jornada de viaje.
Desgraciadamente llegué a Vitoria procedente de Madrid, por la autovía que, tras bordear una serie de parques y recintos deportivos, termina en las inmediaciones de la calle Dato, dejando al norte todo el centro monumental y urbano.
Así como deben empezarse las cosas por el principio, o contemplarse las obras de arte desde su perspectiva más idónea, uno debe entrar en las ciudades, o abordar a las personas desde aquellos ángulos que les sean propicios. No es de extrañar, por eso que mi estancia y todos los acontecimientos que entonces se desarrollaron, estuvieron señalados por un marcado signo fatalista que solo al final, cuando el sol disipó las nubes, que durante todo el mes de agosto cubrieron el cielo de Álava y yo contemplé, los rojizos atardeceres de principios de otoño, retornó a mí la monotonía diaria que también conozco y en la que tan a gusto me desenvuelvo.
En Vitoria hacía frío y corría un viento seco que levantaba remolinos de polvo. El ambiente del piso, alquilado eventualmente como oficina, estaba en consonancia con el clima. Los técnicos que me esperaban, tras las bromas iniciales, dejaban traslucir esa desazón que produce el tener que trabajar y duro, durante un mes habitualmente dedicado al descanso. Eran nueve personas mezcladas para un trabajo inhabitual en siete de ellos. Nueve personas de las que dos, aun teniendo un nivel orgánico superior, eran dirigidos por otra de rango inferior.
Nueve personas luchando contra un proyecto mal programado en el tiempo y controlado por un supervisor bisoño y tremendamente meticuloso. En fin, nueve técnicos que no querían estar ahí y que cada viernes, después de comer, desaparecían hasta el próximo lunes intentando olvidar, en esos días, el trabajo, el ambiente y el clima.
Desgraciadamente llegué a Vitoria procedente de Madrid, por la autovía que, tras bordear una serie de parques y recintos deportivos, termina en las inmediaciones de la calle Dato, dejando al norte todo el centro monumental y urbano.
Así como deben empezarse las cosas por el principio, o contemplarse las obras de arte desde su perspectiva más idónea, uno debe entrar en las ciudades, o abordar a las personas desde aquellos ángulos que les sean propicios. No es de extrañar, por eso que mi estancia y todos los acontecimientos que entonces se desarrollaron, estuvieron señalados por un marcado signo fatalista que solo al final, cuando el sol disipó las nubes, que durante todo el mes de agosto cubrieron el cielo de Álava y yo contemplé, los rojizos atardeceres de principios de otoño, retornó a mí la monotonía diaria que también conozco y en la que tan a gusto me desenvuelvo.
En Vitoria hacía frío y corría un viento seco que levantaba remolinos de polvo. El ambiente del piso, alquilado eventualmente como oficina, estaba en consonancia con el clima. Los técnicos que me esperaban, tras las bromas iniciales, dejaban traslucir esa desazón que produce el tener que trabajar y duro, durante un mes habitualmente dedicado al descanso. Eran nueve personas mezcladas para un trabajo inhabitual en siete de ellos. Nueve personas de las que dos, aun teniendo un nivel orgánico superior, eran dirigidos por otra de rango inferior.
Nueve personas luchando contra un proyecto mal programado en el tiempo y controlado por un supervisor bisoño y tremendamente meticuloso. En fin, nueve técnicos que no querían estar ahí y que cada viernes, después de comer, desaparecían hasta el próximo lunes intentando olvidar, en esos días, el trabajo, el ambiente y el clima.
Las primeras novedades dieron paso a la evolución normal. Únicamente los continuos aguaceros, las copas de cada noche y las tradicionales fiestas de la Blanca, rompían si no acrecentaban esa sensación de malestar que nos envolvía.
El estallido del primer cohete, la bajada del Zeledón y la suelta de palomas, los pasamos encerrados discutiendo y puntualizando nomenclaturas y simbologías. Aquel viernes, solo en la habitación, mientras oía el constante ruido de los tambores y los cantos destemplados de los “blusas” pensaba en el mes que me esperaba, en el verano que perdía, en mi apatía en… Los cuatro días que duraron las fiestas fueron cuatro enormes mazazos que deshicieron mi espíritu. Estaba inmerso en un clima de bullicio que no compartía, me encontraba rodeado de hombres y mujeres que cantaban, me encontraba rodeado de hombres y mujeres que cantaban, bebían y se divertían, mientras yo deambulaba por las calles ajeno por completo a cuanto me rodeaba, estaba triste y solo junto a miles de personas contentas, lo que me producía aun mayor soledad. Todo envuelto en una lluvia constante que intentaba, sin éxito, deslucir los festejos, pero que hacía cada vez más difícil el poder trabajar en el campo al inhabilitar los caminos y cortar todas las vías de acceso. Las fiestas terminaron con champán y tras ellas la ciudad se vació. Empezó el verano para los alaveses y nos encontramos con bares cerrados y calles desiertas a la espera del próximo septiembre.
Diecisiete, dieciocho, diecinueve, los días pasaban lentos sin que nada los turbase. El trabajo, mal que bien y casi sin querer, iba hacia delante. Se veía el fin muy próximo. La cartografía estaba terminada y solo faltaba por acabar un sondeo. Los pocos que quedábamos confiábamos que la última semana de agosto sería también nuestra última semana en Vitoria.
Llegó el sábado 27 y el cielo se rompió. Sin una causa lógica, sin previo aviso, de forma repentina el País Vasco, sufrió la mayor tromba de agua de los últimos años. La tierra, ya empapada por las lluvias anteriores, fue incapaz de absorber más agua, se fluidificó, corrió por barrancos y ríos arrasando cuanto encontraba a su paso. Carreteras, puentes, casas, vehículos, fueron envueltos por un torbellino oscuro y mortal como si fueran juguetes, rompiéndolos, absorbiéndolos y depositándolos finalmente en el mar. Hombres, tierras y animales sufrieron idéntica suerte cubriéndose Álava, Guipúzcoa y Vizcaya de dolor y luto.
Fue la noche triste. Vitoria, salvada milagrosamente de la catástrofe se convirtió en el punto de concentración de gentes que deseaban información, ayuda y alojamiento. Fue el gran paño de dolor que sirvió para enjuagar las lágrimas de cuantos lloraban las pérdidas de sus seres más queridos. Fue el punto de donde pasadas las primeras horas, empezaron a surgir ayudas y socorros.
El estallido del primer cohete, la bajada del Zeledón y la suelta de palomas, los pasamos encerrados discutiendo y puntualizando nomenclaturas y simbologías. Aquel viernes, solo en la habitación, mientras oía el constante ruido de los tambores y los cantos destemplados de los “blusas” pensaba en el mes que me esperaba, en el verano que perdía, en mi apatía en… Los cuatro días que duraron las fiestas fueron cuatro enormes mazazos que deshicieron mi espíritu. Estaba inmerso en un clima de bullicio que no compartía, me encontraba rodeado de hombres y mujeres que cantaban, me encontraba rodeado de hombres y mujeres que cantaban, bebían y se divertían, mientras yo deambulaba por las calles ajeno por completo a cuanto me rodeaba, estaba triste y solo junto a miles de personas contentas, lo que me producía aun mayor soledad. Todo envuelto en una lluvia constante que intentaba, sin éxito, deslucir los festejos, pero que hacía cada vez más difícil el poder trabajar en el campo al inhabilitar los caminos y cortar todas las vías de acceso. Las fiestas terminaron con champán y tras ellas la ciudad se vació. Empezó el verano para los alaveses y nos encontramos con bares cerrados y calles desiertas a la espera del próximo septiembre.
Diecisiete, dieciocho, diecinueve, los días pasaban lentos sin que nada los turbase. El trabajo, mal que bien y casi sin querer, iba hacia delante. Se veía el fin muy próximo. La cartografía estaba terminada y solo faltaba por acabar un sondeo. Los pocos que quedábamos confiábamos que la última semana de agosto sería también nuestra última semana en Vitoria.
Llegó el sábado 27 y el cielo se rompió. Sin una causa lógica, sin previo aviso, de forma repentina el País Vasco, sufrió la mayor tromba de agua de los últimos años. La tierra, ya empapada por las lluvias anteriores, fue incapaz de absorber más agua, se fluidificó, corrió por barrancos y ríos arrasando cuanto encontraba a su paso. Carreteras, puentes, casas, vehículos, fueron envueltos por un torbellino oscuro y mortal como si fueran juguetes, rompiéndolos, absorbiéndolos y depositándolos finalmente en el mar. Hombres, tierras y animales sufrieron idéntica suerte cubriéndose Álava, Guipúzcoa y Vizcaya de dolor y luto.
Fue la noche triste. Vitoria, salvada milagrosamente de la catástrofe se convirtió en el punto de concentración de gentes que deseaban información, ayuda y alojamiento. Fue el gran paño de dolor que sirvió para enjuagar las lágrimas de cuantos lloraban las pérdidas de sus seres más queridos. Fue el punto de donde pasadas las primeras horas, empezaron a surgir ayudas y socorros.
El sol, que había evitado su presencia durante todo el mes, surgió con fuerza tras la catástrofe poniendo color a un panorama desolador. Carreteras cortadas, montes erosionados, casas destruidas, fábricas arrasadas, enormes cantidades de barro, árboles y piedras tapizando pueblos y ciudades era cuando aparecía ante nuestra vista. Los días siguientes la nación y el País Vasco se volcaron física y económicamente. Nosotros insertos, pero indemnes en la tragedia, dábamos fin a nuestro trabajo. El buen tiempo atemperó nuestro espíritu y dulcificó nuestro carácter. Lo que había que hacer se hizo velozmente y la primera semana de Septiembre, aún con las huellas de la acción del agua muy visibles, nos alejamos de Vitoria.
Había pasado un mal mes. Durante él se presagiaba algo, se temía algo, se estaba a la espera de que algo grave ocurriera. No sé si todos nos dimos cuenta, aunque todos lo barruntábamos. De lo que sí estoy convencido es de que muy pocos asociaron aquella tromba devastadora al agua milagrosa que casi, digo casi porque después hubo roces y rencillas como última resaca de nuestra estancia en Vitoria, hizo olvidar los malos ratos vividos y ayudó a terminar con buen pie algo que desde el principio estaba abocado al fracaso.
Había pasado un mal mes. Durante él se presagiaba algo, se temía algo, se estaba a la espera de que algo grave ocurriera. No sé si todos nos dimos cuenta, aunque todos lo barruntábamos. De lo que sí estoy convencido es de que muy pocos asociaron aquella tromba devastadora al agua milagrosa que casi, digo casi porque después hubo roces y rencillas como última resaca de nuestra estancia en Vitoria, hizo olvidar los malos ratos vividos y ayudó a terminar con buen pie algo que desde el principio estaba abocado al fracaso.
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