sábado, 26 de diciembre de 2020

Mujeres

Una mujer me ha envenenado el alma
Otra mujer me ha envenenado el cuerpo
Ninguna de las dos vino a buscarme
Yo, de ninguna de las dos me quejo
Gustavo Adolfo Becquer
Hoy querría poseer una mujer. Querría acariciarla, mecerla entre mis brazos. Querría pasar con ella las horas muertas viendo anochecer, viendo caer lentamente la niebla hasta cubrir por completo el paisaje urbano. Querría eso y mucho más, sin embargo, como siempre, estaré solo. Correré solo y malgastaré las últimas horas del día recordando.
Repasaré mi mujeroteca. Entresacaré de ella a quienes, de alguna manera, llenaron para bien o para mal, un rato de mi vida y de forma silenciosa y anónima les iré dando las gracias por lo que hicieron.
Algunas pasaron envueltas en un halo de lujuria y diversión, otras buscaron en mí amistad, las menos intentaron comprenderme, sufriendo en su espíritu las contradicciones de mi mente; una sola se olvidó de cómo era y se entregó por completo. No sabía si en mí veía un padre, un amigo o un amante, solo pensaba que a mi lado estaba bien y tenía todo lo que quería. Al final se marchó llorando, según ella me había hecho mucho daño. Nunca supo que, al contrario, fue la única que me tranquilizó, la que evitó que me lanzase a una búsqueda inútil de aventuras galanas, la que más me ayudó a superar mi soledad.
Nunca pensé que, en un año, en un solo año, ocho diferentes mujeres influyeran, o mejor confluyeran en mi vida. Siempre imaginé que la mente y la experiencia tenían un valor, ahora sé que juntas pueden ser peligrosas y que nunca deben, de forma trivial, emplearse en juegos amatorios pues, casi siempre, alguien termina sufriendo.
Ocho caracteres diferentes, ocho vivencias, ocho actitudes distintas ante la sociedad y ante el hombre. Ocho mujeres a las que por amor o gratitud, nunca mencionaré. Ocho seres maravillosos a quienes por obra y gracia de la fantasía agruparé de dos en dos, pues sin quererlo, sin apenas conocerse, tuvieron frente a mí comportamientos, si no idénticos, sí muy similares.
Por cuales empezar. Seguir, tal vez un orden cronológico, o de ascendencia emocional, o alfabético. No, nada de eso estaría bien. Pese a que todas activaron algunas de las fibras sensibles de mi mente, hubo dos con las que mi relación se basó casi exclusivamente en el juego mental. Ellas fueron y confío que sigan siéndolo por mucho tiempo, quienes más me inquietaron y por quienes más me preocupé. Curiosamente, sin apenas rozarnos los cuerpos, sin hablarnos directamente, sin intimar lo más mínimo, parte de la sociedad se sintió ofendida por nuestra relación. Lógicamente ellas son las primeras de mi lista.
Al margen de su físico, pues como le dije a una, su belleza se escondía muchas veces entre los recovecos de su mente y desde allí captaba la atención del hombre con argumentos más sólidos que la pura atracción carnal, ambas tuvieron una infancia similar, lucharon contra la incomprensión de su familia y se revelaron, o al menos lo intentaron muchas veces, contra las trabas sociales de su entorno. Las dos, aún siendo bellas, se consideraban poco agraciadas y oponían su eficacia y su lógica al mundo que las rodeaba.
Curiosamente las dos eran signos zodiacales fuertes y dominantes, vivían rodeadas de problemas y tenían una salud muy delicada.

A pesar de que pasamos juntas muchas horas del día, tardamos en intimar. Todo se centraba en hábiles juegos dialécticos, en cruces de miradas, en similitud de ideas, en confrontación de pareceres. Era un estar agradablemente juntos, en disfrazas la atracción sexual con la fría lógica de los silogismos. Era un querer y no querer. Una lucha entre una y otra parte de la misma mente.
El vivir mucho tiempo con una sola mujer, el haber compartido solo con ella el amor y el sexo, el estar acostumbrado a una serie de reacciones reflejas, puede a veces, jugarnos muy malas pasadas. Con ambas me pasó lo mismo. En un momento determinado y casi inconscientemente, mi caricia relajante dejó de ser tal, mis ayudas, mis juegos, mis riñas avivaron sus fibras sensibles. Lo que mi mente no quería, de pronto lo ejecutaba mi cuerpo. Fue algo como dije antes, totalmente erótico sin que mediase entre ambos el más ligero roce consentido y consciente. Recuerdo que una de ellas, al oír aquella de “… y por esas cosas raras de la vida, sin el beso de tus labios yo me vi…” comentó lo triste que son las canciones sudamericanas y lo que sufren en ellas los hombres y las mujeres.
Pese a esto, en ambos casos, nuestra relación me creó muchos problemas. Ese bonito intercambio de ideas, ese no saber nunca hasta donde podía llegar el contrario, esa duda excitante del qué sucederá si se cede, ese esperar el abandono aun a sabiendas de que difícilmente ocurrirá, hería la susceptibilidad de quienes nos rodeaban. Entre nosotros se levantaba un muro de humo que sólo la lógica era incapaz de romper. Aun hoy recuerdo algunas frases sueltas como “¿Qué pasaría si…?”, “¿Serías capaz de…?”, “¿Te atreverías si…?” y algunas otras interrogantes fruto de determinados momentos en los que la noche, la proximidad y la confianza casi rompieron nuestro muro. Nada pasó nunca y sin embargo, a “solto voche” la gente comentó y afirmó. Hicieron mal, solo la brasa que se aviva es capaz de convertirse en llamarada, sino se mantendrá en un grato rescoldo que dará calor suave a los que se acerquen a ella.
Como no pasar de la mente al cuerpo, como no recordar a ella, pues aunque dije que las ocho podían emparejarse de dos en dos, en este caso su pareja fue algo fugaz, fruto de la noche de soledad y vino, algo efímero que cubrió unas horas de mi vida y que desapareció tan misteriosamente como había surgido.
Ella no, ella fue distinta, fue como ese frágil gorrioncillo que de vez en cuando se acerca a tu ventana, que come de tu mano, que se abriga al calor de tu cuerpo pero al que nunca podrás domesticar pues eso supondría su muerte.

Nunca llegué a comprenderla del todo. Tan pronto pasaba conmigo semanas enteras dedicándose al mas puro goce amoroso, como se mantenía fría y distante evitando todo contacto íntimo. Tan pronto era veraz y cumplidora como olvidadiza y veleta. A veces parecía que desconocía el pudor y al instante siguiente se tornaba púdica y recatada. Su estado anímico cambiaba por momentos pasando desde una frigidez casi venerable a una fogosidad erótica desesperada.
Pese a todo esto, en nuestra relación, siempre creí que el “malo de la película” era yo. Yo fui quien mental y económicamente la fui obteniendo, quien, a base de hábiles razonamientos, a veces culturales, a veces religiosos y a veces eróticos, conseguía siempre lo que me proponía. Por creerse inferior apenas si entraba en mi juego dialéctico. Nos encontrábamos bien juntos sin apenas hablarnos, nunca nos recriminábamos nada. Y cuando pasábamos grandes temporadas sin vernos su alegría ante el reencuentro era real, aunque luego, muy pronto, sus dudas la inducían a alejarse.
Le gustaba sonreír, vivir y olvidarse de todo. Olvidarse de su infancia en un pensionado, de sus padres separados, de sus años de colegio, de su paso por las drogas, de su estancia en la cárcel, de su desempleo, de su afán de alcanzar en la vida algo digno y honrado, de su fácil tendencia a ceder y caer en manos de quienes la rodeaban. Le gustaba la televisión, los pasteles y los cuentos, era como una niña; era una niña a la que la vida la había dado muy pocas cosas, pero en la que afortunadamente sobrevivía la idea religiosa y tras ella, o mejor a través de ella, esperaba encontrar un mundo mejor.

Me da pena perderla; pensar que en algún momento de debilidad pueda dejar para siempre el mundo en que vivimos. Quisiera retenerla, pero como siempre, ella se ha ido con una alegre “… hasta la vista…” y yo sé que esto puede suponer un día, un mes o toda la vida, pues en nuestra relación todo es imprevisible. Con ella, aquella frase tan repetida por mi “amémonos hoy mucho y olvidémonos después…” carece de sentido, pues, aunque la cumple a veces al pie de la letra, yo nunca la podré olvidar.
Entre el amor mental inalcanzable y la posesión de la mujer, existe la innegable realidad de la vida. Sí, por mucho que elucubremos, estamos rodeados de mujeres que llevan una vida igual o parecida a la nuestra, que tienen nuestros mismos problemas y con los que habitualmente convivimos. Mujeres como yo, que sienten y sufren, mujeres que ríen y se divierten, mujeres desinhibidas y sin perjuicios, mujeres con un alma, unas vivencias y unos secretos. Para mi desgracia nunca las consideré; siempre las vi a mi alrededor como formando parte del paisaje. Sin embargo, no es así.
Tardé mucho en darme cuenta de su existencia, muy poco en comprenderlas. Las dos, aun con la lógica separación de su edad, su nacionalidad y su raza, se comportaron conmigo casi de idéntica forma. Las dos fueron durante mucho tiempo compañeras y amigas, las dos, a través de los meses, vivieron una intimidad abierta, las dos jugaron conmigo al bonito juego de los equívocos y las dos, una noche de copas, me entregaron sus besos. Ninguna tuvo luego pudor ni decoro en mostrarme su cuerpo desnudo, sin que a partir de entonces surgieran entre nosotros traumas ni recelos.

Fueron una serie de aventuras que no llegaron a tales, fue la comprensión mutua en la que no había ni empeño ni malicia, fue algo bonito como puede ser el alegre destello de esas estrellas errantes que surgen y desaparecen en las claras noches de verano.
En ellas el mal, o ese extraño mal que en otros ojos veían, no existió. Para ellos nuestras breves relaciones eróticas quedaron en eso. No añadían ni quitaban nada, no formaban un mundo alrededor de un hecho, ni recriminaban ni huían, solo eso sí, sonreían de vez en cuando y con ello me recordaban que yo también era un ser de carne y hueso y por mucho que lo quisiera disimular algunas veces, caía como todos los humanos. Ante ellas mi máscara, mi coraza, había desaparecido, ellas sabían que como todos yo también era vulnerable. Sabían eso e imaginaban mucho más pero todo lo ocultaban tras su sonrisa abierta y maliciosa.
Siempre dije que, aunque la amistad, la verdadera amistad, entre un hombre y una mujer puede existir, la realidad demuestra que esta forma de relación es casi imposible. Uno de mis escritores favoritos, José Luis San Pedro, decía:
“… la amistad es amor con otro nombre, no hay otra comunicación posible entre los mortales sino es amor. Por eso, confiesan los sinceros, no es posible la amistad entre un hombre y una mujer, y sí el amor…”
Por esto, mis dos únicas amigas, las que entran en este último grupo, quizás sean exclusivamente eso porque nuestra comunicación ha sido escasa, o porque conscientemente la coartaron ante una serie de convencionalismos sociales ante los que por nada del mundo cederían. Tal vez porque sufrieron mucho, porque sus desengaños humanos y amorosos han constituido, no la excepción sino su realidad cotidiana, o porque sin saberlo aspiren alcanzar esa amistad pura imposible de lograr, el caso es que ambas navegan sin rumbo ante algo que desean sin querer y algo que quieren y no se atreven a poseer. Sin embargo, a su lado he pasado momentos hermosos. Por ellas he conocido el ambiente y la tradición quiteña, me han introducido en sus costumbres, me han enseñado su cocina, en fin, me han hecho sentir casi como una más de aquí.
Para mi desgracia son, tal vez, las más sensibles de las ocho, las únicas que sufren y lloran solas y en silencio, pero a las que es imposible consolar pues debido a esa poca comunicación nunca sé cómo podrían luego responder. Muchas veces quisiera acariciarlas tiernamente, introducir mis manos en su pelo, hablarles con cariño, pero siempre algo entre los dos lo evita, lo cercena de golpe.
Han sido, son y lo seguirán siendo mis amigas, mis buenas amigas, aquellas a las que nunca debo recurrir cuanto estoy solo, pues ellas, como yo, también lo están, aquellas que me acompañan a fiestas, cenas y comidas, en donde el bullicio y la gente son los ingredientes perfectos para que nuestra amistad se mantenga siendo solo eso, amistad.
Es fácil hablar claro cuando no se va a decir toda la verdad. Es fácil contar historias, es difícil saber en qué momento la realidad se filtra entre las fantasías; es hermoso pensar que todo, a lo mejor, pudo ser verdad, es humano entresacar de la vida cotidiana una experiencia creadora.
Todo esto me ha dado el destierro, esto y el poder eliminar de mi mente el miedo y la desconfianza que siempre anteponía a la palabra “amor”.
Ocho mujeres, ocho maravillosas mujeres lo han conseguido, ocho mujeres que siempre tendré en mi corazón y que han compensado con creces las largas horas de soledad y hastío pasadas lejos de mi tierra.

domingo, 20 de diciembre de 2020

El Cantautor

Ayer me sentó fatal la bebida. Aun hoy después de dormir casi diez horas, tengo una sensación de extraño malestar interior. Nunca pensé que una idea pudiese, sin darme cuenta, causarme peores efectos que el alcohol. No creí que mi silencio, mi callada respuesta, pudiera influirme tanto. Fue así. Cuando otras veces bebo, canto o llevo machaconamente la contraria a quienes me rodean, termino ebrio, cansado y somnoliento, pero entonces suelo tener plácidos amaneceres.
Ahora, mientras la hermosa balada de “Alfonsina” se escucha en algún lugar de la casa, revivo ciertas noches quiteñas pasadas en sus típicas “peñas” oyendo ese magnífico folklore sudamericano en el que se mezclan los sones de la quena y la guitarra, con los cantos tristes y melancólicos de anónimos solistas, que lloran mientras recuerdan un amor imposible.

Añoro esos recintos pequeños y por lo general mal iluminados y peor decorados, con mesas bajas e incómodas banquetas, en donde el licor se pide por botellas, donde todos o casi todos los asistentes, saben de memoria las letras de las canciones y las van tarareando entre sorbo y sorbo, mientras su mente vaga por otros derroteros y sus ojos se humedecen sin darse apenas cuenta. En mi interior aplaudo y envidio a esos artistas surgidos del público que espontáneamente toman la guitarra y nos deleitan con canciones en donde lo único válido es el sentimiento, pues ni el ritmo ni la entonación están en consonancia. En esos lugares uno no desea más que oír, beber y soñar dejando lentamente pasar las horas.
Con amigos o solo he ido recorriendo sin premeditación ni orden, las diferentes “peñas”: Pacha-Mama, el Pasillo, la Lina Quiteña, han sido lugares en donde finalizaban nuestras “farras” esperando siempre con ilusión poder ver amanecer el nuevo día animados por el ardor melancólico de sus artistas. Por eso, cuando alguien me propone ir a una “peña” independientemente de que la conozca o me suene, encuentra en mí al compañero idóneo que nunca le dirá que no.
Pese a que el sitio no se diferenciaba en nada de los otros, el nombre de la peña estaba fiera del contexto. “El Safari” era la evolución continuada de un bar que pasó con el tiempo a cafetería y por último a “peña” y en el que se veían aun las huellas de una remodelación apresurada que dejaba al descubierto cables, maderas y múltiples defectos en el piso y paredes.
Por ánimo de agradar, el dueño se acercó a saludarnos y justo por eso empezó a complicarse la noche. Por muy campechano que sea, por mucho que se quiera confraternizar, no está bien que, con unos clientes ya recalentados por el alcohol, ecuatorianos residentes en Chile, de derecha ultraconservadores y dispuestos a pasar unas horas agradables, se inicie una agria discusión política aferrándose a una nacionalidad ya casi olvidada y a 15 años de extradición, no sé si querida o forzosa. Afortunadamente la discusión se zanjó con la llegada de las bebidas.
Rubén González, cantautor chileno, constituía el principio, el medio y el fin del espectáculo. Todo giraba sobre él. Alto, moreno, con barba tupida y perfectamente recortada. Camisa negra, chaleco y guitarra, llenaba el escenario de “E Safari”. Al principio en nada se diferenciaba del resto de los artistas que deambulaban por las peñas. El folklore ecuatoriano se mezclaba con el peruano, boliviano y argentino. Poco a poco las canciones más conocidas iban aflorando en su repertorio y poco a poco el público iba compenetrándose más y más con el artista.
De pronto de forma totalmente impensada, alguien entre los asistentes, empezó a jalearlo con una frase corta pero sugestiva:
"Lo tuyo Rubén, canta lo tuyo"
.
Muchas veces he pensado que la canción protesta tiene su razón de ser. Sus compositores y cantores casi siempre están enmarcados en el contexto que vive con ella, que la alimenta y que la enaltece. También creo que fuera de esto, las canciones son meros ataques suicidas contra una sociedad, o contra una forma de ser a la que el artista quiere llegar, no destruir, un medio del que vive y al que groseramente insulta con composiciones que por lo general carecen de ritmo de vida y sentimiento.

Muy pocos son exclusivamente grandes a base de canción protesta y muchos menos se mantienen y triunfan con este tipo de música. Por eso, cuando Rubén empezó a exponer su repertorio, carente de musicalidad y solo repleto de ataques furibundos contra la sociedad, empezó a desagradarme. Estuve a punto de levantarme y empezar a contradecir todo lo que cantaba. Me contuve por quienes me acompañaban, pero me fui encorajinando, me desentendí de la conversación y empecé a pensar en esa extraña fauna de cantautores pseudopolíticos que, como Rubén, presentan no su arte, sino su figura y su simpatía y desde mi punto de vista, era lo que tenían que explotar, sin meterse en otro tipo de aventuras que ni sentía ni comprendía.
La noche estuvo a partir de ahí, en una espiral nefasta. A las canciones se unió de pronto, el comentario y el ataque de Iovana, la novia de Rubén, que pese a llevar solo diez días unida a él sentimentalmente, parecía o quería parecer, la musa de su arte y que sin venir a cuento, despotricó contra nosotros, únicamente por pertenecer a otra sociedad y por tener 20 años más que ella, aspecto éste que nos convertía ante sus ojos en seres retrógrados y vulgares.
Volveré a las clásicas “peñas”. Escucharé pasillos, chuecas y boleros, oiré trágicas historias de amores sublimes no realizados, tomaré tragos y tragos al compás de la guitarra y me sentiré “chumadito”, contento y con el corazón destrozado pensando en aquella mujer inexistente o no, a quien amé y que luego, “por esas cosas raras de la vida” desapareció sin haber llegado nunca a sentir en mis labios el calor de sus besos.

jueves, 17 de diciembre de 2020

Un fin de año diferente.

El 31 de Diciembre, o mejor aún la madrugada del 31 al 1 es por antonomasia una noche especial. Cada país, independientemente de sus tradiciones festeja hasta el alba la llegada del Nuevo Año y sus gentes, al margen de su posición social, cultural o económica intentan, a veces sin éxito, olvidarse de todo lo anterior y afrontar el futuro con alegría y optimismo.
Nunca me gustó divertirme a fecha fija. Por la razón que sea uno se prepara, se autoconvence de que debe divertirse y luego, en la mayoría de los casos, todo resulta monótono y aburrido. Pocas veces a lo largo de mi vida he pasado una Nochevieja como dicen los libros. Tal vez aquella primera, a la que asistí cuando estaba terminando la carrera, de la que recuerdo el haber abierto 24 botellas de champán, conocer a dos americanas encantadoras con las que bailé toda la noche al son de “Capri c’est fini…”, por cierto, las dos se llamaban Bárbara y jamás las he vuelto a ver, tomar, al amanecer chocolate con churros en San Ginés y oír misa a las 10 sin haber pasado por la cama. En definitiva, aquel Fin de Año o quizás otro, ya muchos después, también pasado entre una sociedad cosmopolita y totalmente ajena a mi mundo, sean los únicos que de alguna forma me han dejado huella. El resto los he ido cubriendo dentro de la más estricta tradición familiar, aperitivo, buena cena, uvas, champán y visita a los amigos para celebrar juntos la llegada del año. Si no han sido un calco perfecto los unos de los otros, sí se han parecido muchísimo.
Cuando me decidí a pasar en Quito las Navidades y el Fin de Año sentí algo de “morriña”. Era la primera vez en mi vida que estaría fuera de mi entorno y de mi patria. Sería como ver nacer el nuevo año dentro de un contexto diferente, tan distinto como que ese sería el más largo de mi vida, entre otras cosas por las seis horas de diferencia existentes, de forma que cuando en Madrid estuvieran tomando las uvas, yo en Quito acabaría de levantarme de la siesta.
En honor a la verdad, he de reconocer que mi primer Fin de Año en América no fue tan malo como cabía suponer, fue, eso sí, distinto y sorprendente.
Hay hermosas tradiciones que la sociedad de consumo hace desaparecer lenta e inexorablemente. En Ecuador, afortunadamente, se mantienen aun vivas, más aún, cada año tomas más arraigo entre la gente independientemente de su posición social. Para mí que venía de una empresa en continua crisis y en donde por desgracia, había desaparecido o estaba a punto de hacerlo, el espíritu de confraternización que antaño la había caracterizado, era alentador ver en todos los centros de trabajo, desde Ministerios y grandes entidades bancarias, hasta pequeñas empresas de tres o cuatro empleados, que las fiestas de Navidad y Fin de Año, eran cosa de todos. Al margen de títulos y jerarquías se reunían, bebían, comían, charlaban y al final públicamente se daban todos las gracias por el trabajo realizado.
Las mujeres de la Asociación, pues también aquí, como en todo el mundo, son ellas nuestro “alma mater”, prepararon con antelación y detalle la celebración prematura del Fin de Año. Aun no sé porque, pues nadie hasta ahora logró explicarme los motivos, aquí desde el 28 de Diciembre hasta el 6 de Enero, es una continua fiesta de disfraces. Por seguir la tradición, nos disfrazamos y como toda buena “farra” empezó “prontito” y terminó ya muy entrada la noche, así fue como inicié el último tramo del año, vestido de payaso y dando una charla entre filosófica y moralista a un grupo de amigos que por el alcohol entraban alegremente a rebatir todas mis anacrónicas teorías.
El 31 la fiesta llega a su máximo apogeo. Un año muere y otro está a punto de nacer. El quiteño trabaja ardorosamente todo el día fabricando los famosos “quemados”, especie de “ninots” de tela y paja, que al igual que sus hermanos mayores valencianos, representan figuras populares de la política, el deporte o la sociedad y que como ellos, serán pasto de las llamas al morir el año. Por la noche las plazas y aceras se llenan de hombres, mujeres y niños disfrazados. Las calles son tomadas por las conocidas “viudas”, hombres disfrazados de mujeres que piden dinero para enterrar al marido que va a morir con el año.

Iba observando toda esta algarabía mientras me dirigía a casa de unos amigos a pasar con ellos el Fin de Año. Otra vez los malditos contrastes. Donde antes había cena, uvas y copas, ahora solo había copas, copas y más copas. Me preguntaba, nos preguntábamos todos, cuando cenaríamos y si podíamos oír las 12 campanadas. Nada de eso pasó. A las doce nos felicitamos el año, nosotros los hispanos, tomamos las uvas y a continuación, españoles y ecuatorianos pasamos a cenar.
Lo que siguió se puede decir que era universal. El Año Nuevo se festejaba bebiendo y bailando, salvo que ahora los ritmos eran más sabrosos, más rápidos, más calientes. El bullicio, el griterío y el explosivo descorche del champán no decaía. A las 4’30 cuando el alcohol empezaba ya a causar estragos, alguien me tiró vestido a la piscina. El baño fue providencial pues totalmente fresco y envuelto en un floreado albornoz, continué la fiesta en óptimas condiciones.
El amanecer sobre la línea equinoccial, es tremendamente luminoso. A su llegada, los invitados nos reunimos entre el pozo de la casa danzando alegremente al compás del ruido producido al estrellarse las copas sobre su dintel, mientras simbólicamente, arrojamos con ellas, a su interior, todos los malos augurios venideros.
Poco a poco la gente fue desapareciendo. Sin apenas darme cuenta, me quedé solo. En albornoz, traje de baño y con un gin-tonic en la mano, vagué por los jardines de la casa, viendo nacer el nuevo día. Qué silencio, que juego de luces al filtrarse los rayos del sol entre los árboles. Qué tibia humedad, qué verdor, qué paz. Como entonces pené, John Houston debió filmar alguna vez algo parecido, pero con el complemento inevitable de una mujer. Alguien a quien besar, abrazar y acariciar, una mujer cálida, sexual y elegantemente vestida, que diera un hermoso contrapunto a aquella naturaleza de ensueño y aquel soñador ataviado únicamente con un albornoz.

Dejé la copa y me tumbé sobre una hamaca. El sol había ya evaporado los últimos vestigios del mucho licor ingerido y medio cegado por su luz reflexionaba sobre aquel Fin de Año que acababa de vivir. ¿Cuándo volvería a contemplar el nacimiento de un año en traje de baño, despejado y consciente de los que hacía? ¿Cuándo vestido de payaso recorrería las calles de Quito sin causar por ello admiración y asombro? ¿Cuándo…?
Me dormí pensando en todo esto y en una frase que oí poco antes de venir a estar tierras y que se atribuya a un famoso explorador “Iré a cualquier parte siempre que sea hacia adelante”. Como a él, también me era difícil decir no a una proposición sugestiva, por muy descabellada que fuera, como a él me gustaba lo desconocido y como a él, siempre creí que en toda aventura siempre las alegrías son mayores o al menos más perdurables que las tristezas.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Historia de un error dialectico

Llevo tres días pensando y sin embargo aun soy incapaz de recordar ciertos momentos de aquella noche. Tres días estrujándome el cerebro, preguntando a quienes asistieron, reconstruyendo diálogos y situaciones, pero sin obtener resultados positivos. Lo que hice, dije e insinué aquel amanecer del 6 de Diciembre es algo que solo ella sabe y por pudor, recato o simple coquetería femenina es incapaz de repetírmelo. A veces, a lo largo de estos días, me quise convencer de que todo era mentira o que el alcohol, el bullicio y su astucia, estaban desfigurando una situación real con el solo propósito de que nunca encontrara la verdad, sin embargo, algo ocurrió y ese algo, ahora estoy convencido, se centró, por este orden en in choque casual, una mirada burlona y un comentario intrascendente.
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El vivir en Quito, presupone tener una salud de hierro y un aguante muy fuera de lo normal a la hora de “farrear” y “tomar”, presupone, además, dar por perdidas determinadas semanas del año y amanecer muchos días con un tremendo “chuchaqui”. Si a esta normalidad se suma el que los días 5, 6 y 7 de Diciembre son las fiestas locales y que justo en ese mes el día 4 es Sta. Bárbara, mi excelsa patrona, es muy fácil imaginar que durante mi primer Diciembre en Ecuador, la semana del 3 al 7 fue totalmente agotadora. Como las desgracias nunca vienen solas, mi preparación física y sobre todo la psicológica, eran entonces muy deficientes, mis problemas laborales se acrecentaban día a día y la posibilidad de mi próximo viaje a España se evaporaba por momentos.
De forma oficial las fiestas de Quito se inician el 4 de Diciembre con un desfile a lo largo de la calle Amazonas y una serie de bailes populares en la intersección ésta con la Patria. Bueno, lo del desfile y los bailes lo leí en el periódico, pues la mañana y la tarde de aquel día murieron entre reuniones maratonianas de las que no saqué nada positivo. Pese a todo era Sta. Bárbara y mis amigos no iban a dejar pasar, así por así, las fiestas de la patrona. Sin apenas desprenderme de la chaqueta, corbata y portafolios, me enredé en un carrusel de copas sin, por desgracia, acompañarlas de algo sólido que las amortiguara. A medianoche, cuando parecía que la fiesta acababa, la calle se llenó de repente de vida. Para no quedar mal nos entremezclamos con quienes empezaban a vivir su fiesta ciudadana. Bailé, bebí innominados licores extraídos de botellas hábilmente recubiertas de fundas de papel, salté, en fin, totalmente agotado me transportaron a casa cuando ya amanecía.
Al día siguiente más que una persona parecía un cadáver. Ojeroso, demacrado y moviéndome como un autómata recalé en la oficina y me di cuenta de que allí, como no, muy pronto, también empezaría otro festejo.
Incomprensiblemente, o quizás por aquellos magníficos cebiches de camarones, conchas y corvina, cocinados con gusto exquisito, el caso es que sin notarlo fui recuperándome. Transcurrió la tarde entre juegos, comentarios y copas. Todos sabíamos o al menos intuíamos que aquella noche no tendría fin, que las calles, como el día anterior, se llenarían de música y baile, que en todas las casas las gentes se reunirían y festejarían, hasta el alba, la fundación de la ciudad.
Entonces, parece que fue entonces, cuando de forma totalmente imprevista, mi cerebro empezó a actuar por su cuenta y así, el conjunto de ideas que con los años había ido acumulando en mi mente fueron cobrando vida propia. Me imagino, pues aún tengo una serie de lagunas mentales, que sobre el amor, la economía, la moral y las mujeres, teoricé y teoricé. Igual que en mi primera borrachera, cuando según cuentan, me declaré a la hija de una amiga de mi madre y luego fue complicadísimo aclarar el malentendido que se ocasionó, pues yo no quería ni remotamente casarme, y menos con Isabel, aunque bien pensado (de esto me di cuenta más tarde) pese a ser algo tona era rica y tenía un padre influyente, ahora hice, dije o insinué diferentes posibilidades a llevar a cabo. No en aquel momento, sino cuando estuviese en un estado de total sobriedad. Al contrario que la primera vez, ella, porque está claro que cuando me pongo tiernamente filosófico o satíricamente suspicaz, suele ser siempre ante una mujer, por recato no me ha contado aun toda la historia, o mejor su historia de aquella noche, y por consiguiente aun navego en un mar de dudas.
Bueno, el caso es que siguiendo el difuso hilo de los hechos nos abastecimos de licor y seguimos la fiesta. El bullicio y la alegría callejera era impresionante, la gente, el compás de la música bailaba, bebía y comía. Las parejas se formaban y se deshacían continuamente. Tan pronto se estaba ante una morena cimbreante como se entraba a formar parte heterogéneos grupos de hombres y mujeres que danzaban engarzados de las manos.
Así fue, en uno de esos cambios, cuando de forma totalmente involuntaria tropecé frontalmente con ella. Yo, pese al alcohol, quedé parado y noté en sus ojos un interrogante culposo del porqué del choque. Fue solo un instante de duda roto casi al nacer por el frenesí de la música.
Cansados y sudorosos nos retiramos a casa a fin de reponer fuerzas e iniciar, debidamente despejados, la marcha hacia los respectivos hogares.

No sé cómo, pero el destino volvió a jugarme una mala pasada. Sin quererlo, sin saber a ciencia cierta porqué volvimos a encontrarnos, pero ahora en mi habitación. Ella para cambiarse y arreglarse la ropa, yo para recoger las llaves del coche. Allí, con la cama entre los dos, a modo de juez de paz, lancé al aire una serie de preguntas erótico-festivas.
Lo típico de:
¿Te ayudo a vestirte? … ¿Te desabrocho la blusa? … ¿De que color es tu ropa interior?
Lo dicho por mí sin ánimo provocativo, sin premeditación y sin ningún trasfondo, cayó sobre ella como un jarro de agua fría.
Nos despedimos con un amago entre beso, abrazo y saludo que quedó finalmente en nada, o mejor en mi sonrisa irónica y la consabida muletilla de “hasta más lueguito” o “que te vaya bonito”.
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Han pasado los días, hemos vuelto a hablarnos y he ido comprendiéndola. Bajo su apariencia callada y sumisa se esconde un ser dominante y lógico. Una mujer acostumbrada a tratar a hombres con ideas distintas a las mías, hombres para quienes la mujer es únicamente un artículo de consumo, una mujer inserta en una sociedad para la cual las relaciones hombre-mujer únicamente pueden terminar en la cama y siempre por expreso deseo del macho.
He de reconocer que mi forma de hablar me traicionó, que mi verbo aun debe mejorarse, o mejor, adaptarse al medio, ya que quienes me rodean no piensan como yo, que para ellos soy un extranjero, alguien desarraigado de su medio, alguien para quien los títulos son meras hojas de papel impreso, alguien para quien lo importante son las personas por sí mismas, siempre y cuando se comporten como lo que son y no por cómo se las nomina.
Uno de mis profesores me dijo que en la vida casi tan importante como los éxitos son los fracasos y los errores, siempre y cuando estos sirvan para sacar luego conclusiones positivas. Confío que a partir de ahora modere mi lengua y amordace mi mente, pues está claro que hábilmente activados por el alcohol pueden ser totalmente perniciosos en esta sociedad a la que casi no conozco y para la cual soy un perfecto desconocido.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

En pos de la maleta o el laberinto de la burocracia.

Si alguna vez mentí, intentando con ello crear, a partir de un hecho aislado, una historia atrayente, ahora no lo haré. Será la aventura vivida para recoger una simple maleta enviada desde España, a portes pagados y a mi nombre. Una maleta que no contenía más que dos martillos, una serie de informes, un diccionario técnico, tres reglas y un suplemento dominical de EL PAIS, eso, simplemente eso.
Una maleta que debió llegar a Quito el 26 de Abril, por no se sabe qué extraño maleficio apareció el 13 de Mayo y que yo, inocente de mí, pensaba recoger el 15 a primera hora de la mañana.
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15 de Mayo
El día era espléndido Janeth, mi secretaria comentó encantada que el verano había ya comenzado. A partir de ahora los días serían cálidos y soleados, los negros nubarrones que todas las tardes cubrían el cielo quiteño, se transformarían en blancos cirros y las mujeres empezarían a cambiar su ropa de abrigo por frescos y atrevidos vestidos.
En vista de que todo el equipo técnico estaba fuera y que yo, como siempre tenía poco trabajo, aproveché la mañana para ir a recoger “la maleta que venía de Madrid con documentación vital para el proyecto”.
El aeropuerto a las 9’00 h. estaba tranquilo. Los aviones nacionales habían ya salido y el tráfico internacional era nulo. Me dirigí a las oficinas de IBERIA y tras abonar 200 sucres me dieron los comprobantes de llegada de dos bultos y me enviaron a la terminal de carga.
Los 20 sucres de propina ofrecidos al negrito que cuidaba y lustraba mi Trooper, fueron suficientes para que organizando un monumental atasco, me dirigiese por dirección prohibida hasta las dependencias de “Trámite de Mercaderías”. En ellas, gracias a la placa oficial del vehículo, aparqué en la única sobra existente y dije al guardia, con mi más puro acento ecuatoriano: “No tardo más que cinco minutitos”.
El quiosco donde se despachaban los impresos era lo único colorista de la estancia. En él, una empleada morena y habladora me vendió, por 175 sucres, 16 formularios, 5 pólizas y un rollo de papel cello, m e regaló un caramelito y me envió a otra compañera para que me rellenara los impresos por otros 75 sucres. Hasta ahora todo iba a pedir de boca. Pensé que en menos de una hora recogería la maleta.

Llegada de equipajes
Volví al quiosco con todo relleno y allí mi amiga me indicó que lo diera en la ventanilla 2 y esperase. Media hora hablando con Carmen, pues ya sabía su nombre, fue suficiente para saber que me esperaba una larga tramitación. Por fin me introdujeron en un gran despacho. Primeros problemas con el pasaporte, luego con el tipo de paquete, más tarde con que si era importación temporal o permanente, total que tras mucho discutir firmó el Jefe, el Segundo puso el número de entrada y la señorita del registro estampó cuatro nuevas pólizas, otros 40 sucres.
De allí al Sr. López, de éste al Sr. Mantilla y luego a la bodega a identificar la maleta con el Sr. Fierro “Vista Aforador de Aduanas”. Mi situación con él era ridícula. Como valorar unos libros, unos informes, unos diccionarios usados. El pobre, por más que miraba y remiraba no sabía qué valor poner. Se decidió por el mínimo.
Regresé con el bloque de impresos a la Oficina de Visados, luego a la firma del Jefe de Sección, después a por el visto bueno del Superintendente y por fin a Pagaduría.
Si alguien no lo sabe, la Administración ecuatoriana es fiel al reloj. A las 12’30 en punto para. Es la hora de la comida. Hasta las 14’30 no se vuelven a abrir las ventanillas. Dos horas paseando dan tiempo a conversar con una viejecita que espera recoger un obsequio que le manda su nieta desde Miami, con un sastre que intenta sacar un lote de telas para camisas, con una señora experta en estos menesteres uy que me estuvo acompañando prácticamente toda la mañana, ya que venía a sacar una importación de 500 mascarillas mineras, 600 gafas, 800 guantes y material de repuesto para todo esto, e intentaba explicarme lo floreciente que estaba la minería subterránea en Ecuador. Aún ahora me pregunto para qué se importará ese material.
También observé el ir y venir de la gente, las preguntas lastimeras en las ventanillas, “patroncito dime no más, el número de mi expediente”, “Don Pedrito no me sea usted malo y páseme estos papelitos al Jefe” y los comentarios sobre la pereza de la Administración o sobre lo ágil del sistema, ya que hacía solo unos meses, estos mismos trámites se demoraban una semana.
Por fin, a las 15’30 un solícito empleado me alarga uno de los muchos impresos, me indica pague 7.950 sucres en el Banco Central y que con el recibo pase por la bodega número 1 de la Aduana a recoger la maleta.
16 de Mayo
La tarde-noche de San Isidro la pasé con una serie de amigos añorando la fiesta madrileña y me olvidé por completo de la maleta.
Sobre las 10’00 de la mañana me dirigí a las oficinas del Banco Central en el aeropuerto y de allí, de nuevo empezaron los problemas. Por 10 sucres me dieron cuatro formularios con ocho copias cada uno y me enviaron a una siniestra oficina en donde por otros 100 sucres me los llenaron todos. Más tarde, recorrí cerca de 2 km. hasta la oficina de timbres de la Aduana para comprar pólizas por valor de 7 sucres. Luego vuelta al banco, entregar los papeles y esperar más de tres horas junto a un abigarrado grupo de hombres y mujeres que como yo, aunque con más paciencia, intentaban pagar para poder retirar sus mercancías.
Sobre las 12’00 me entregaron la documentación, pago y terrible desgracia, debo volver a darla para que me pongan la visa. Allí se para la cadena. El empleado me indica que con las 12’30, que su jornada laboral ha terminado y he de volver al día siguiente a retirar los impresos.
Si ayer aguanté sin problemas el absurdo ir y venir en ventanilla, el rellenar múltiples formularios y el perseguir cada uno de ellos, hoy mis nervios están rotos. Quiero gritar e insultar. Dos días para sacar una maleta y aun no la tengo.
Enfadado, cansado y con unas terribles ojeras, salí de la oficina a las 18’00 h. y por esas compensaciones de la vida, llegué a casa a las 3’00 h. de la madrugada, tras pasar la mejor noche de las vividas en Quito. Bebí, charlé, oí rumbas, sambas, pasillos y salsas. Conocí a una cuencana que sin querer vino a borrar el mal recuerdo que sus paisanos me habían causado. Vino, de forma providencial, a endulzar un día triste y quien sabe, si también, mi última semana en Quito, pues la noche acabó con un beso y una cita. Según ella, yo era un caballero, aunque no tan serio como reflejaba mi cara. Lo de siempre, mis ángeles de la guarda me cuidan en todo momento.
17 de Mayo
A las 9’00 h. estoy en la ventanilla del bando y quince minutos más tarde, en la bodega de recogida de paquetes tenía mi primer contratiempo. Aún debía, en otra dependencia, poner los sellos finales de entrega, seleccionar las diferentes copias y rellenar el Libro General de Salidas.

Depósito de Aduanas
Afortunadamente hoy las cosas iban con más celeridad. El Teniente de Aduanas, estampó el último sello y a las 10’30 salía de las dependencias de carga con mi preciada maleta.
Habían pasado tres días y gastado casi 9.000 sucres. Había rellenado más de 30 impresos con cerca de 180 copias. Había recorrido cuatro dependencias administrativas y casi 50 empleados habían tenido en sus manos mis formularios.
Todo para sacar una maleta sin ningún valor. Una maleta que dos o tres veces estuve tentado a dejar en las dependencias del aeropuerto. Una maleta que, si hubiera venido cuando y como le correspondía, o sea, con su propietario, hubiese llegado sin ningún problema y casi sin ningún gasto.
Mi experiencia ha servido para saber lo que otra vez no tengo que hacer. Si me envían algo, por un “poquito” más de “plata”, contrato los servicios de un Agente de Aduanas, de los que ahora conozco a varios y él será quien pasee, ruegue, proteste y pierda los nervios y yo, quien solo con un “poquito” más de demora, consiga lo que me manden.

domingo, 6 de diciembre de 2020

María

Hace mucho tiempo que no charlamos. Mejor aún, hace muchísimo que no te hablo, pues entre los dos únicamente surge un monólogo, tú solo escuchas y yo intento saber, a través de tus reacciones, que piensas o qué opinas.
Ahora, lo quieres o no, tendrás que aguantarme. Como tantas veces el ambiente me ayuda, el día es luminoso, el sol nos calienta del aire frío del invierno y la mente, como aislada del mundo, se centra en una idea, intentando por todos los medios imponértela. Ya lo ves, querámoslo o no, seguimos discutiendo.
Siempre te dije no era racial o siguiendo con uno de mis múltiples tópicos, no era racista porque no convivía con negros y por consiguiente ni me molestaban, ni los molestaba. Me confundía, creo que todos nosotros, admitámoslo o no, sentimos en nuestro interior un profundo rechazo con respecto a los hombres y mujeres de piel negra.
Por suerte o por desgracia, el largo destierro en tierras americanas, me ha hecho cambiar en muchos aspectos. En ellas apliqué mis teorías en cuanto al comportamiento humano, aprendí a escuchar y a aguantar, me volví más frío y cerebral de lo que era, disocié la mente del cuerpo, encaneciendo así prematuramente sin que mi organismo sufriera en demasía. Conocí muchas, muchísimas personas, admiré a unas, ignoré a otras, amé a muy pocas. Como siempre te dije los extraterrestres no tenemos corazón, sino un músculo perfectamente sincronizado que no siente ni padece, únicamente funciona. En fin, reconsideré muchos de mis planteamientos anteriores al poderlos juzgar ahora sobre realidades y no sobre teorías.
Nuestro amigo Pancho, siempre deseó poseer una negra. Al final lo consiguió, obteniendo eso, simplemente un cuerpo y el miedo, durante meses, a contagios y enfermedades. Otros muchos sentían cierto asco ante la posibilidad de besar los labios gruesos y sonrosados, o acariciar la piel tersa y brillante de las mujeres “morenas”. Yo, como tú bien sabes, no pensé ni en una cosa ni en otra, sin embargo, en mi fuero interno tenía, frente a ellas, un enorme complejo de superioridad. Sin yo saberlo, las consideraba como seres inferiores.
Qué confundido estaba. Qué confundidos estábamos todos nosotros. Ellas tienen la piel distinta. Solo eso. Pueden ser iguales, inferiores o superiores a ti; pueden reaccionar como tú, tener tu astucia, tu malicia o tu sexualidad.

María
Mentiría si te dijera que cuando me presentaron a María apenas sí me fijé. Claro que me fijé. El bueno de Maducho me invitó a su casa con la sola idea de mostrármela e impresionarme. Al principio no lo consiguió, pero a medida que pasaba la noche fui olvidándome poco a poco de su color, de la extraña sensación que me daba su presencia y de la fijación de mis ojos sobre su piel, quedándome únicamente con lo que tenía de mujer, su cerebro, su inteligencia, su forma de actuar, su sonrisa…
Volví a verla en otra fiesta y volvió a sorprenderme. Pensé que no iría. En principio era lo folclórico y colorista, la chica joven dentro de un grupo de hombres, mujeres y matrimonios mucho mayores, una de las amigas del anfitrión (la otra pasó, desde mi punto de vista, sin pena ni gloria por la fiesta, terminando en los brazos del anfitrión sin haber pronunciado una sola palabra. Tenía, según decían, un cuerpo escultural), un motivo de posterior chismorreo y comentario. A medida que pasaba el tiempo todo fue cambiando, en un abrir y cerrar de ojos se captó a las mujeres, a continuación, los hombres fueron cayendo en sus redes. Enseñó a bailar salsa, a diferenciar ésta de la samba, el ballenato o las bailaditas, contó “cachos”, ayudó a unos y otros, en fin, se hizo la reina de la fiesta.
No sé cómo, pero de repente nos encontramos solos en la habitación ante una desbandada general y no premeditada. A partir de entonces mis criterios sobre la mujer negra cambiaron. Lo de “negra” querámoslo o no, es solo un adjetivo calificativo, lo importante era la mujer. No ya por las formas de su cuerpo, por los labios gruesos y carnosos, por su nariz chata y aplastada, por su frente amplia, sus ojos negros y profundos, su mirada pícara y melosa, sino por su forma de actuar y comportarse. La noche transcurría entre el baile y las confidencias. Tan pronto nos mecíamos al compás de un vals o una balada, como entrábamos en discusión sobre cine, teatro o literatura.
Así, poco a poco, conocí los pormenores de su vida, supe el rechazo por parte de los suyos a causa de salir y conocer a las personas de piel blanca, supe de sus problemas familiares ante su idea de libertad y sus teorías feministas, me habló de sus amores y fracasos, hablamos, hablamos y hablamos.
Luego las palabras dieron paso a las caricias y éstas s los besos. Fundidos en un abrazo íbamos dejando pasar las horas sin apenas sentirlas.

Sin darnos cuenta amaneció. Me marché dejándola dormida sobre un montón de almohadas.
Era curioso, había pasado la noche en vela con una mujer, no había bebido casi nada y me encontraba totalmente despejado y tranquilo. Mi apetito sexual había sido dominado, como siempre, por la coordinación de dos mentes similares.
No sé si la volveré a ver. De María solo me queda la sensación de culpa que tuve en un principio al considerarla inferior a mí. No, no lo era, o mejor no lo es. En esto, muchas veces nos engañamos.
No, no te sonrías, hay algo más. Como tú bien sabes, es muy difícil que yo durante una larga noche de diálogo no saqué a la palestra el tema del erotismo. Lo saqué y con él jugamos en una noble lucha de astucias. Que más erótico que la lenta presentación de su pecho sobre mí, ingenuo requerimiento. Que mezcla de actitudes y sonrisas.
“Insinuar, mostrar veladamente, enseñar sin pudor”. Siempre me gustaron estas tres etapas del juego erótico. Ella debía conocerlas pues las aplicó a la perfección.
A la mañana siguiente, mientras “trotaba” por la Carolina, aun recordaba aquel pecho grande y oscuro, coronado por un pezón negro y aquella sonrisa que sin palabras me decía…
“Mira lo que quieras, tócalo si lo deseas y déjalo”. Confiemos en que nunca haya una mañana que pueda romper el encanto de esta noche.
Como siempre, no dices nada, sopesas la verdad y la mentira de mi monólogo. Te preguntas si María será una realidad o una fantasía. Da lo mismo, de cualquier forma, hubo alguien que me hizo valorar a las personas independientemente del color de su piel.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Las mujeres estupendas no son para los bajitos

Con el paso de los años me he ido acostumbrando a ellos, es más, los he hecho mis aliados incondicionales, mis amigos de siempre, la cortina de humo ante la que me refugio, mi sátira mordaz contra ataques y comentarios.
¿Quién no tiene complejos? Yo muchísimos. Entre otros soy bajito, feo y en mi juventud gordo. De lo primero que me di cuenta enseguida. En el colegio era el último de la fila y más tarde, en la “mili” deambulaba, junto a la bandera, cerrando todos los desfiles y maniobras. Contra esto oponía mi fina ironía, ya que así gastaba menos en jabón o en tela, o aquello de que a los altos todo lo que les sobraba de estatura, les faltaba de rapidez y agilidad mental.
De lo segundo, dado mi carácter huraño y retraído, me percaté más tarde y entonces comprobé, con pena, que era cierto. Para bien o para mal, en mi caso para esto último, las mujeres o al menos la inmensa mayoría de ellas, sobre todo cuando son jóvenes, evalúan al sexo contrario únicamente por sus formas externas y claro, al ser las mías tan desafortunadas, pasé mi adolescencia y mi juventud sumido en el más completo olvido por parte del elemento femenino que me rodeaba.
Pese a estos impedimentos naturales y a otros que por pudor me callo, lo cierto es que a partir de un determinado momento y sin saber a ciencia cierta porque, entré a formar parte de la sociedad en que vivía. Me casé, tuve hijos y empecé a tener relaciones casi normales con las mujeres de mi entorno, superando mi timidez natural o como yo decía, mi carácter profundamente misógino.
El paso del tiempo eliminó la cantidad de kilos que había acumulado durante mi juventud, fueron, simple y lentamente, desapareciendo. Quedó no obstante una tripita ridícula y mal colocada que daba un aspecto extraño a mi figura, aunque bien es verdad, este detalle a mi edad, me importaba muy poco. Dado que era imposible mejorar mi físico, el paso del tiempo fue mejorando mis cualidades mentales.
De pequeñito, todos mis conocimientos se cimentaron en la memoria y no en la inteligencia. Ahora al empezar a desenvolverme en sociedad, volví a echar mano de ella. Con su ayuda archivé situaciones, comportamientos, emociones, miradas, frases…, con ella empecé a sentirme seguro. Por su culpa y gracias a la seriedad de mi cara, empezó ¡oh Dios! A cambiar el comportamiento de las mujeres frente a mí.

Una de mis grandes teorías defendía que el dinero, un poco de inteligencia, algo de buenas costumbres y el ofrecerles deseo y respeto, eran los ingredientes perfectos para conseguir una mujer adulta. Las otras como dije, se guiaban solo por el físico. Era una idea. Como decía “mi media costilla”, mi excesivo parloteo, mi defensa lógica de cualquier teoría y la falta de entrenamiento amoroso en mi juventud, eran causas más que suficientes para que nunca llegara a conseguir una mujer. Quizás tenía razón.
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Hace ocho meses que por mi mala cabeza y por un contrato fabuloso de la empresa, estoy separado de mi patria y de mi gente. Ocho meses vividos en medio de seres básicamente diferentes, viviendo en una sociedad menos desarrollada, casi olvidándome del color, el olor y el gusto de las mujeres de mi tierra y habituándome a una tez morena, labios gruesos, pechos prominentes, falta de caderas, ojos negros y profundos, y pelo brillante de las hembras de aquí. Ocho meses durante los cuales me confundí con el medio, me adapté y me olvidé de todo lo anterior, incluso de mis traumas.
Como todos los grandes hoteles internacionales de Quito, el Colón de la imagen de una hermosa isla desconectada del mar que la rodea. Durante mi estancia fui allí varias veces a comer o a cenar, pero siempre pensando más en las personas que en el ambiente. Hoy mientras espero en el bar la llegada de unos amigos, voy observando el ir y venir de la gente. Ahora me percato que cualquier parecido con los que pasean por las calles es mera coincidencia. Me empiezo a dar cuenta que vivo en otro continente. Casi sin querer mis ojos van recorriendo los seres que me rodean y mi mente, embotada, empieza a comprobar que hay otras mujeres distintas a las que habitualmente veo. Altas, rubias, con trajes vistosos y sueltos que muestran, más que ocultan, sus magníficos atributos. Mujeres decididas, emprendedoras, aparentemente joviales y mundanas. Poco a poco empiezo a entristecerme y al llegar mis compañeros nos marchamos.
Cenamos y antes de irme a dormir, recalo a tomar la última copa. Hay días con mala suerte. Donde otros días estaban mis amigas quiteñas, hoy pululaban cuatro o cinco alemanas rubias y descocadas, armando un enorme bullicio tanto en la mesa del billar, como en la diana de los dardos. Mujeres inalcanzables, sabedoras de su belleza y sus encantos que ofrecían a mis ojos sin ningún pudor. Apuré mi copa y me marché.
Quizás después de tantos meses volvían a nacer mis traumas juveniles. “Mujeres altas, rubias y de ojos azules”. Mujeres insondables para mí.

Era curioso, echando mano de mi archivo sentimental no encontraba ninguna de este tipo. Tal vez porque nunca me decidí a abordarlas, tal vez, porque conociéndome, acometí siempre empresas aparentemente fáciles. Tal vez porque en mi fuero interno solo aspiré a conseguir mentes y no cuerpos, por muy bellos que fueran, tal vez porque siempre aspiré a conocer el alma y los sentimientos olvidándome de la envoltura externa, tal vez porque me confundí y amé a las mujeres sin poseerlas… Quizás hice mal todas las cosas. Quizás debí poseer el cuerpo y no la mente, quizás debí dar placer durante una noche y no problemas durante una vida, quizás…
Pero no. Es todo mentira. Que tienen de más esas mujeres estupendas frente a las que me cruzo diariamente por la calle. Porque somos tan vanidosos de querer ir con algo que solo nos ofrece un cuerpo y, a veces, luego ni siquiera placer. Porque vamos tras plumajes vistosos si después siempre terminamos con mujeres de carne y hueso que sienten, sufren, gozan y viven. Será, por querer ir tras empresas imposibles, o por uno de esos traumas tan viejos como nosotros mismos por los que aspiramos a conseguir “mujeres altas, rubias, de piel blanca, ojos azules y tremendamente sexuales”. Pero no te engañes, esas mujeres, esas mujeres estupendas nunca serán para un tipo ridículo y bajito como tú.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Mis representantes diplomáticos

Querido Hermanito:
Podía empezar con aquella frase tan socorrida de: “Confío que al recibir ésta te encuentres bien, al igual que yo”, sin embargo, no sería cierta; tú, a lo mejor estarás bien, yo estoy fatal.
Si recurro a ti, mejor aún si casi me confieso contigo, es porque, aunque ajeno al Cuerpo Diplomático estás en estos momentos inserto en él y de alguna manera habrás podido, a lo largo de estos meses, comprender la psicología y la forma de actuar de estos funcionarios que nos representan a lo largo y ancho del planeta.
Como muy bien sabes nunca estuve muy interesado en la actividad de los diferentes técnicos de una Embajada, únicamente cuando te nombraron Agregado Laboral en Roma y me comentaste tu labor y la de tus compañeros, empezó a surgir en mí una convicción, nunca constatada, de que aquello funcionaba bien y que nuestras embajadas eran trocitos de patria en donde podíamos recabar en busca de información y ayuda.


Embajada de España

Desgraciadamente el paso del tiempo ha ido deteriorando esta imagen dorada. No quiero decirte con ello, como tú muy bien sabrás, que no haya probos funcionarios que ayuden y se interesen por la colonia de españoles, pero ¡Oh Dios! Aquí el Embajador y sus más directos colaboradores, viven en un pedestal, muy por encima del pueblo, al que anecdóticamente representan, olvidándose por completo de sus problemas.
Como te iba diciendo y dado que mi condición “rocera” es casi nula, tardé casi seis meses en decidirme a ir a una de las recepciones que nuestra Embajada, aprovechando cualquier festividad, como el santo del Rey, Santiago o la Virgen del Pilar, daba a los españoles. Sentí haber ido.
El 12 de Octubre amaneció radiante y tras hacer mis ejercicios matutinos de “trote”, haber asistido a un partido de voleibol y efectuado mi compra semanal, me enfundé en el mejor de mis trajes y me dirigí a la residencia particular del Embajador. No sé cómo será la residencia de tu “señorito” pero la de aquí, jardines amplios y tupidos, en fin, un lujo de ensueño en un país en donde la pobreza si no extrema, sí aflora por entre las casas y en los rostros de sus habitantes.
Mi llegada fue buena, tanto que entré del brazo del Ministro de Finanzas. Los dos jardines que enmarcan la parte delantera de la casa aparecían cubiertos de grupos coloristas y heterogéneos, aparentemente inmóviles. Lamentablemente nadie cubría la recepción y presentación de los asistentes, por lo que me encontré de golpe dentro de un amasijo de personas desconocidas. Mi primera impresión fue la de que eran todos ecuatorianos, pues pese a mis pocos contactos sí conocía a algunos españoles y allí no había ninguno.
Por lo avanzado de la hora y por los efectos que sobre mi estómago empezaban a hacer los excesos deportivos de la mañana, me dirigí al “buffet” en busca de vino y alimentos. Desgraciadamente y pese a ser una fiesta aparentemente española, no había vino, ni ningún tipo de aperitivos. Cómo añoré los pinchos de tortilla, los choricitos fritos, las morcillas y sobre todo el vino, cualquiera de nuestros buenos vinos. Hay que reconocer, eso sí, que el whisky corría a raudales. Era lógico, los ecuatorianos toman whisky y no vino, y allí como te dije, casi todos eran de esa nacionalidad.
Con un vinito que logré obtener de un camarero, tras una hábil transacción económica, empecé a pasearme entre los invitados intentando comprender el porqué de aquella bufonada tan cacareada en la prensa local. Quise convencerme de que con aquello si no se fomentaba la unión de la colonia española, sí se ponía los cimientos para futuros negocios y transacciones. Me confundí de nuevo. Aquella recepción era, al parecer, lo único que nuestro glorioso embajador, al que por cierto saludé al salir y que me miró como si fuera un bicho raro, sabía hacer.
Mientras me dirigía a casa y tal vez a causa de los efectos nefastos de la recepción, me preguntaba para qué servía nuestra representación, qué hacía en pro de los españoles, aún más, cómo introducía la técnica y la industria nacional dentro del país, cómo favorecía los intercambios técnicos económicos y culturales. Qué hacían, aparte de vivir como reyes y cobrar unos sueldos de fábula, que por cierto pagábamos de nuestros bolsillos.
Con el transcurso de los días estas preguntas se fueron aclarando. No hacían nada. Franceses, belgas, canadienses, estadounidenses, japoneses, coreanos e italianos se introducían, al amparo de sus embajadores, en todas las capas de la actividad ecuatoriana, obteniendo así sabrosos contratos y concesiones. Para mí era desolador ver qué países con menor tradición minera y sin la ventaja del idioma, eran quienes estaban investigando, obteniendo al socaire de sus organismos nacionales, sustanciosos trabajos tanto desde el punto de vista técnico como desde el económico.
El Consorcio privado, en el que mi empresa está incluida, lucha con ilusión y a veces con éxito, por obtener más y mejores trabajos, viéndose casi siempre detenido por la acción pública de otros países que con la aportación de sus embajadores y sus agregados comerciales penetraban en los más altos niveles de la Administración.


Despacho del Embajador

Poco a poco he ido olvidándome que tengo representantes oficiales. Hago mi trabajo. Sufro y me amargo ante la situación conflictiva del país. Espero en fin, que el paso del tiempo aclare el panorama político y económico.
Así las cosas recibí carta de nuestra prima, que como sabes va a exponer en Ecuador, para presentarme al Embajador y solicitarle patrocinio y ayuda.
Otra vez a las andadas. Primero tardé dos días en conseguir una entrevista, luego de un plantón en la Embajada de cerca de una hora, me recibe y sin apenas preguntarme sobre el tema o sobre el porqué de mi estancia en Ecuador, me da una negativa rotunda a la subvención, una esperanza remota de asistencia a la inauguración, pues evidentemente tiene múltiples compromisos y eso sí, no tiene inconveniente en que los catálogos venga al patrocinio de la Embajada Española.
Triste, muy triste. Nuestra embajada no tiene dinero para nada, ni para lo cultural ni para lo recreativo. Se me olvidaba, creo que va a subvencionar un grupo amateur de teatro para representar una serie de entremeses de Rueda, un grupo para mí desconocido con unas obritas más desconocidas aún. Pienso que si quiere introducir el teatro, aquí donde no lo hay, deben traerse grandes compañías con obras de impacto.
Bueno hermanito, no quiero abrumarte más con mis problemas, confío que tú, por ahí, tengas mejor suerte.
Recuerdos para Mercedes y los niños.
Un fuerte abrazo.


NOTA: Fíjate que bien estamos aquí los trabajadores españoles, que para resolver cualquier problema laboral tenemos que desplazarnos a Lima (Perú), en donde vive el Agregado Laboral de la zona. Te recuerdo que yo vivo en Quito (Ecuador).

jueves, 26 de noviembre de 2020

12 de Octubre

Gente como yo, emigrantes casuales, desarraigados de su tronco, ansiosos de intimidad y a la vez de aventuras, muchas veces sin saber a ciencia cierta porqué, intentan reunirse con otros como ellos, aparentemente moradores de un mundo de ficción, a fin de comprender el porqué de su angustia o escudriñar en sus rostros el paso de la soledad sobre su cuerpo y su mente. Igual que yo sienten entonces en su alma una profunda pena, se ven solos rodeados de compatriotas y amigos, y al contemplar ciertas situaciones ficticias, protestan, lloran y gritan, repudiando aquello que lógicamente debían amar e inclinándose hacia quienes, sin tener con ellos ninguna relación, les tienden su mano, su palabra o su cariño.
Hoy 12 de Octubre, la Virgen del Pilar para nosotros y la fiesta de la Hispanidad para los ecuatorianos, amaneció radiante. El huraño sol otoñal evaporó las nubes mostrando, después de muchos días, la agreste fisonomía del Pichincha. Los parques retomaron su viva coloración verdosa y la ciudad, como por encanto, se fue poco a poco despoblando.
Mientras avanzaba por la empinada cuesta de Guapulo, camino de la residencia del Embajador, donde se daba una recepción oficial a todos los españoles, cosquilleaba por mis venas una extraña sensación, mezcla de curiosidad, interés y porque no decirlo, gratitud para quienes, sin quizás saberlo, iban a llenar un día para mi triste y vacío.

Que desilusión, que gran desilusión. Sobre el amplio jardín de la residencia entre cien y doscientas personas, perfectamente trajeadas, formaban una estampa colorista e inmóvil, original y fría, organizada y distante. Sin ningún recato me entremezclé entre aquella masa viva y sin embargo, ajena a mí, intentando encontrar una cara conocida, o algún grupo en el que se respirase algo de la fiesta de confraternización que se celebraba. No lo encontré.
Intenté emborracharme con el buen vino de mi tierra y oh desilusión, no había vino, whisky sí, mucho whisky, mucha cola, mucho… En fin, de todo menos de lo que yo quería, vino, pinchitos de tortilla, jamón, chorizo y un poquito de amistad.
La fría mano del embajador y su voz monótona y distante, fueron despidiendo a los invitados, cuando a mi entender, la fiesta no había empezado.
Sintiendo sobre mi cabeza los rigores del sol, sobre mis piernas la dureza de la cuesta y en mi corazón la desilusión sufrida, fui alejándome poco a poco de la residencia mientras el resto de asistentes, debidamente motorizados, se retiraban mostrándose indiferentes ante mi paso solitario y cadencioso.
Qué estupidez, qué presunción. Con qué espíritu o ante qué consignas nuestros embajadores efectúan recepciones como aquellas. A que aspiraban nuestros representantes con estas bufonadas, porque no se dedican a fomentar, favorecer y activar el trabajo de aquellos españoles reales que no asisten pero que sí forman la verdadera colonia de emigrantes.

Y no tenían vino, y no tenían vino… Esta frase repiqueteaba en mi mente mientras me dirigía a casa. En ella sí lo tenía y acompañado de mi soledad nos tomamos, mano a mano, una de mis últimas botellas.
Es triste estar solo y más cuando, bajo el efecto de los vapores etílicos, el cuerpo deja poco a poco de existir y la mente, libre de tan pesada carga, empieza a vagar en busca de los suyos, olvidándose de quienes ahora le rodean y que solo pueden darle un poco de compañía mental o carnal, pero que ni le comprenden, ni los comprende, entonces uno sueña y recuerda.
Los suyos, aunque a veces no lo entiendan, aunque le sientan frio e indiferente, son parte de él y por mucho que intente lo contrario siempre estarán en su mente, siempre los tendrá en la parte más íntima y más profunda de su corazón, siempre los querrá aunque nunca o casi nunca, lo manifieste.

domingo, 22 de noviembre de 2020

Una boda en Ibarra

Que sola está la casa. Qué orden, que quietud. Salvo la cama, deshecha por la mañana y la pila de utensilios domésticos que se amontonan cada día en el fregadero, el resto permanece inmóvil. Las sillas, las plantas, las figuras, los libros, todo se mantiene tal como lo coloqué sin que una mano infantil o curiosa, lo altere. El silencio se filtra susurrante por las puertas, el silbido agudo del viento, al chocar contra las aristas vivas de la torre da un tono frío y misterioso a este ambiente solitario.

Me acuerdo cuando esto era una aglomeración de gente, un revoltijo de ropas y regalos en perpetuo desorden. Entonces añoraba la tranquilidad, ahora anhelo el bullicio. Del mismo modo que antes me refugiaba en casa y protestaba, ahora me alejo de ella en busca de sensaciones, vivencias, aventuras.
Tal vez por eso, cuando me invitaron a una boda en Ibarra, acepté encantado, pensando en la cantidad de experiencias que la ceremonia me reportaría.

Volcán Pichincha. Quito a sus pies
El día amaneció brumoso. El Pichincha, cubierto de nieve anunciaba la entrada real del invierno. El trayecto Quito-Ibarra, tantas veces recorrido con cielos despejados, mostraba un aspecto insólito. Las estribaciones de la Sierra aparecían tapizadas por grandes penachos blancos, perdiéndose, luego, bajo una densa capa de nubes. El Cayambe, antaño dominante, desaparecía en el cielo dejando entrever únicamente sus blancas laderas. El Tunguragua, monte sagrado de los Otavaleños, extendía sombras oscuras sobre la laguna de San Pablo, que, a diferencia de otras veces, se asemejaba a una fría lámina de acero.
Pese a ser las 11 a.m. las calles de Ibarra estaban desiertas, es más de la Iglesia donde debía celebrarse la boda se mantenía cerrada. Únicamente un violinista, fumando tranquilamente junto a la puerta principal, indicaba que allí, en plazo breve se celebraría la boda.

Ibarra. Centro urbano
La ceremonia, enmarcada entre tules blancos y florecillas multicolores de papel, culminó con una lluvia de arroz rosa, previamente distribuido entre los asistentes. Tras un desfile de abrazos y parabienes, nos encaminamos hacia los salones del Ayuntamiento, en donde los padres de la novia iban a agasajar a los invitados.
Quizás por ir solo, por ser extranjero o por desconocer este tipo de celebraciones, llegué de los primeros. Si antes había observado una serie de curiosidades, en el momento mismo de entrar en el salón éstas se centuplicaron.
Sobre un recinto diáfano de unos 300 metros cuadrados se desplegaban, adosadas a la pared, entre 100 y 150 sillas en las que, un solícito camarero iba distribuyendo, ofreciéndoles a la vez una copa de vino y una pastita, a los invitados.
Dentro de una tradición simple pero muy emotiva, el padre de la novia brindó por el futuro matrimonio, luego la pareja se ubicó en el centro del gran corro de sillas y reunió en torno a ella primero a las solteras y luego a los solteros para rifar entre ellas el ramo y la liga de la novia y entre ellos, la posibilidad de quitar la liga a la novia para colocársela a la soltera agraciada con el ramo. Tras esto, los amigos del novio le despojaron de la chaqueta y sobre su camisa escribieron despedidas, saludos y cualquier otra frase que se les ocurriera. Hasta entonces todo se desarrollaba dentro de un ambiente ordenado y formal.
De repente y casi a la vez, la música y el wiski hicieron su aparición. Eran solo las 12’30 de la mañana. La gente primero con timidez y luego con absoluta deshinbición, tomó el espacio enmarcado por las sillas como pista de baile. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños y niñas, iniciaron una danza frenética en la que se mezclaba la cumbia, la salsa, el merengue y el ballenato. A medida que pasaban las horas, la confraternización iba en aumento. Para mi desgracia iba pasando de los brazos de la mamá de la novia a los de las diferentes tías del novio, o bien me encontraba rodeado de primos, cuñados y sobrinos empeñados en que bebiera la mayor cantidad posible de wiski. Sobre las 16’00 p.m. hubo por fin un pequeño receso que se aprovechó para tomar un plato de arroz con carne y en seguida continuó la música y la bebida, compuesta ahora a base de jugos, chicha y aguardiente de caña.

Ibarra. Templo
Con la llegada de la noche la decoración cambió. Sin saber cómo, las tías, madres y suegras desaparecieron, dejando paso a las damas de honor y sus amigas. Ahora las parejas con las que bailaba eran jóvenes y casi siempre gorditas y morenitas. Los ritmos trepidantes dieron paso a las sambas, valses y pasillos, aproximando los cuerpos ya excitados por el calor, el licor y el ambiente.
Me despedí con pena. No sé por qué me hubiera gustado quedarme hasta el amanecer.
Durante la vuelta recordaba las situaciones más típicas de la boda. Esa deferencia del ecuatoriano por sacar a bailar, al principio, a las damas de mayor edad, la resistencia y el ritmo de esas mujeres indiferentes a los años y a los kilos, el beber indiscriminado de hombres y mujeres, el parloteo incoherente mezcla de adulación y agradecimiento, el contraste entre la salda y el pasillo, la servidumbre en fin, de la mujer, siempre dispuesta a cumplir los deseos del hombre, el contraste entre lo que representan las tres damas de la novia: amor, fidelidad y castidad, y la realidad vivida. Todo esto martilleaba mi mente mientras mi estómago, más apegado a la realidad, imponía la necesidad de parar en Guayabamba y tomar un típico “yaguarlocro” a base de papas, sangre de res, aguacate y maíz, con el que poder reponer fuerzas y aminorar un poco los efectos del mucho licor ingerido.