domingo, 28 de marzo de 2021

Estás loco chico

Ha sido hermoso, o mejor, ha sido "rico, muy rico”, tanto es así que él, al final, lo repetía casi inconscientemente. Nuestras voces eran una sola mientras jadeábamos de placer al sentirnos totalmente poseídos. Por último, un orgasmo sincronizado dio paso a esa extenuación profunda fruto del amor plenamente realizado.
Su cabeza se inclinó sobre mi hombro y sus labios volvieron a repetir “rico, muy rico”. Cuando más tarde, cubriéndome con su cuerpo, se levantó y me preguntó suavemente:
¿Estás bien, completamente bien?
se cruzó por mi mente la ficción que ideo al poco tiempo de llegar y parafraseándola le contesté:
¿Lo hice bien, Sr. Ingeniero?

volvió a caer sobre mí sonriendo. Su boca empezó a mordisquearme el cuello y aun incrédulo por aquella mañana de amor que estábamos disfrutando solo acertó a decir:
"Eres como Mesalina, mejor, Mesalina a tu lado sería una aficionada. Tú vives el amor, te entregas, gozas y haces gozar, eres algo que creí no existiría, eres maravillosa y única".
La luz que se filtraba por entre las cortinas iluminaba nuestros cuerpos desnudos. ¿Cómo habíamos acabado así?, esto, y todo lo que habíamos hecho eran actos que nunca nos reprocharíamos, lo habíamos hecho y basta.

Llegamos juntos, calientes ya por mil besos y caricias, nos desnudamos lentamente, su boca recorrió despacio mi garganta, mis pechos, mi cintura. Suavemente, sin apenas sentirlo me recosté sobre la cama mientras seguía besándome y acariciándome. Me miraba, me contemplaba y como poseído de un ardor juvenil volvía sobre mi cuerpo desplazando sus labios sobre él como queriéndolo poseer por completo. El roce de su lengua sobre mi sexo hacía que mi excitación alcanzase sus límites máximos. Lo poseí con ansia. Se vació en mí con esa abundancia generosa fruto de un deseo querido y reprimido durante muchos meses.
Cuando me pareció que su espíritu decaía inicié un jugueteo lascivo sobre su cuerpo. Fue entonces mi lengua la que avanzó hacia el nuevo despertar de su sexo, fueron mis manos quienes acariciaban y excitaban. Fui yo, al final, quien le monté con furia, quien cabalgué sobre su cuerpo, quien sentí en mis entrañas la dureza de su miembro viril. Volvíamos a vivir el amor y volvíamos a caer rendidos sobre aquel revoltijo de sábanas blancas, hermoso campo de nieve para nuestros cuerpos morenos.
Viendo pasar las nubes, sobre el nítido cielo quiteño, dejamos transcurrir lentamente los minutos. Él… callaba, yo recordaba. Deseaba que aquellos momentos no terminasen, quería poseerlo una y otra vez, aspiraba dejarlo rendido antes de preguntarle aquellas palabras suyas sobre las mujeres serranas.
¿De verdad éramos frías, inactivas y poco emprendedoras en el amor?

Quería aclararle con hechos que yo y otras muchas, éramos calientes y sugestivas, que me “alocaba” y disfrutaba tanto o más que él, que desde que conocí el amor por primera vez era una experta en el difícil arte de la almohada, quería eso y mucho más, lo quería poseer otra vez.
El juego amoroso se reinició, perdón lo reinicié yo. Él se oponía, alegaba eso tan vulgar de la altura, de la edad, de… que sé yo. Me daba igual, era mi turno, no quería demostrar nada, quería amar, amar y solo amar. Me desplacé sobre él, mi boca, mis pechos, mi sexo lo acariciaban. Poco a poco retornó a la vida. Otra vez sentí en mí su semen caliente y viscoso, otra vez lo vi vibrar, abrazarme frenéticamente, caer finalmente rendido.
Ahora sí, ahora estábamos exhaustos, sudorosos y contentos, estábamos, como decimos aquí y a él le hacía tanta gracia “hechos vela”. Le había demostrado que todas sus teorías, todas sus elucubraciones eran falsas, que para su desgracia había encontrado mujeres que solo tenían de hembras el nombre pero que ni lo merecían ni le hacían honor.

“Cholito”, “cholito”, que confundido estabas. Creías saber de una raza solo leyendo y preguntando, debías pensar que la realidad es otra muy distinta, que hay un abismo entre lo externo y lo interno, que la mente, como tú tantas veces dices, es algo imprevisible y sugestivo, que ahí no llegaste nunca, lo siento, ahí estás empezando a llegar ahora.
Te lo dije muchas veces y no me creíste. Me gusta el desnudo, no me importaría vivir desnuda; por eso, cuando más tarde aparecí ante ti luciendo mis encantos naturales, volviste a ensimismarme. Me viste contrastada con el sol, rodeada de plantas, anteponiendo mi color cobrizo al verde claro de los helechos, y tus ojos se cerraron como queriendo captar esa imagen, para impresionarla en el fondo de tu cerebro y guardarla allí, fija, imperecedera, eterna. El pudor, ese pudor que tú pusiste en boca de quienes conocías, volvía a ser, en mi caso mentira. Ambos proclamábamos nuestra desnudez sin sonrojo. Comimos desnudos, bebimos, sentimos el sol de medio día sobre la piel, nos olvidamos de ese ropaje artificial que siempre llevamos, y con él, de los prejuicios, de las mentiras, de lo engañoso y superfluo que le acompaña. Quisiste perpetuarme en una foto pero la lente de tu retina, y la película de tu memoria era infinitamente más perfecta que el perecedero material fotográfico y por eso desististe, lo sentí, me hubiera gustado tener mi foto desnuda y rodeada de flores.
Estabas loco. Estabas “loco chico” cuando me imaginaste, o nos imaginaste frías, sumisas y condescendientes. Estabas equivocado cuando pensabas que las españolas, las europeas o las americanas nos ganaban en todo lo referente al amor. Admito que la educación, la cultura, la moralidad, pueden estar aquí a un nivel inferior, pero nuestra sangre caliente, nuestro instinto, nuestro deseo, son superiores. Lo siento, otra vez tuviste mala suerte.
Salimos a la calle limpios, perfumados, distantes. Recordaba aquello de:

¿Lo hice bien Sr. Ingeniero?
tan lejano de la realidad. Gozaba con:
¡Estás loco chico!

frase con la que podía rebatirle cualquier opción sobre el comportamiento y la forma de ser de las ecuatorianas.
Los reproches, las dudas, el como terminaría nuestra relación eran palabras carentes de sentido. Lo real era este tibio sol de verano que nos calentaba mientras tomábamos dos “cebiches”, el suyo de camarones y el mío mixto, en una de las muchas terrazas de la Amazonas. Lo real era esta relación surgida de repente entre los dos y que de forma violenta nos había emparejado, lo auténticamente cierto eran una serie de frases inocuas, carentes de sentido, escrita con espíritu jocoso, que habían derribado las barreras que nos separaban.
Aquello de ¿lo hice bien…? fue lo que incitó tu desengaño. Te confundías, nunca debiste generalizar. A partir de hoy, lo que pensaste, lo que entonces dijiste con palabras calladas, el ¡estás loco chico! o ¡estás mamado! podrás decirlo a voz en grito y, desgraciadamente, tendrás razón.
No, las “guambritas” que describías y con las que según tú salías, eran una pura invención mitad romántica, mitad literaria; la realidad, “cholito”, está en las mujeres como yo, a ver si aprendes y no te confundes en lo sucesivo.

domingo, 21 de marzo de 2021

Los hombres solos

Un sábado más, un día como otro cualquiera. Pese a no tener que ir a trabajar la fuerza de la costumbre, o tal vez esa manía de no poner persianas en las ventanas, me obliga a levantarme con el sol. Son apenas las 7:00 y como cada día ya me he arreglado, desayunado, leído el periódico, barrido, fregado la vajilla, en fin, he ordenado la casa. Ahora, mientras oigo música nacional espero a que ellos me llamen para ir al mercado.
Sin considerarnos unos expertos, la ingrata necesidad de tener que vivir solos, de tener que comprar, discutir precios, cocinar, nos ha hecho pequeños conocedores de la idiosincrasia mercantilista propia de la ciudad. Hay que ir los sábados a Santa Clara, los domingos a Iñaquitos, los viernes a la Floresta a por fruta, los lunes y jueves al Mercado Central a por pescado, los martes a por carne al Camal y por último, cuando hace buen tiempo y alguna amiga nos lo pide, desplazarnos a Sangolqui en donde dicen que todo es mejor y más barato.
Hoy es sábado y Santa Clara se muestra colorista, bulliciosa. Las calles que la circulan parecen tener vida propia. Las del norte atestadas de vendedores de plantas, las del este con artículos de mimbre y cestería, el resto dando asentamiento a cientos de pequeños comerciantes que ofrecen sus productos hortícolas. Sin entrar en el recinto feriado se pueden adquirir en la calle todo tipo de frutas y verduras en un estado de aceptable limpieza.
Quien no conozca un mercado ecuatoriano es fácil que al entrar en él se sienta deprimido e impresionado, a mí, la primera vez me pasó lo mismo. Asombra ver ese revoltijo de productos, esa amalgación de gentes, esa mezcla de olores, ese ir y venir de compradores, vendedores, porteadores, mendigos y músicos, sí, pues aunque no se crea, de vez en cuando el mercado se alegra con alguna banda local. Si por casualidad se penetra en él por la zona dedicada a las frutas, cosa nada rara pues ocupa la parte baja del edificio, el espectáculo que se observa es inenarrable. Enormes montones de piñas, toronjas, naranjas, papayas, sandías y melones contrastan con pequeñas cajas, perfectamente ordenadas, de frutillas, maracuyás, duraznos, manzanas, taxos y aguacates, así como son los clásicos plátanos, tan conocidos y codiciados en todo el país. En medio del desorden reinante parece imposible que los diferentes puestos mantengan esa armonía casi perfecta en la que la sola alteración de uno de sus elementos puede dar al traste con todo.
La costumbre, o tal vez nuestro excesivo espíritu nacionalista, nos lleva, de entrada a la zona de pescados y mariscos. Pese a las excepcionales condiciones naturales de la costa ecuatoriana, el surtido de pescados es escaso. Únicamente la corbina, el pargo, el bonito y algún que otro pez de roca se ofrecen a los posibles compradores. En cuando a los mariscos, hay abundancia y variedad de camarones y conchas, pero solo eventualmente pueden conseguirse langostas, langostinos, mejillones, pulpos o almejas. Son, estas últimas mercancías, en las que se centran nuestras preferencias, siendo casi siempre el objetivo principal de la compra. Luego el grupo, hasta ahora compacto se disgrega, yo me dirijo hacia el área de carnes y verduras, mientras el resto me espera en la de la fruta.
Por espacio de una hora nos dedicamos a comprar, no solo lo que necesitábamos para la semana, sino aquello con lo que el domingo podemos sorprender a los amigos.
Al regresar y ver a ese conjunto de hombres que abandonan contentos el mercado, con sus cestas, sus éxitos y sus fracasos, pienso en lo irreal de la vida. Estamos solos, nos hemos desengañado de esas ilusiones iniciales que todos teníamos y nos recluimos por último en la compra y la cocina.
Todos manejamos una casa vacía, todos sabemos cocinar y por eso nuestro prurito consiste en ofrecer un plato típico o refinado en nuestras reuniones culinarias de los domingos. Esta especie de fiesta gastronómica presenta otra ventaja, los sábados por la tarde hay que dedicarse exclusivamente a la cocina.
La comida de los domingos muestra un pequeño regusto a la patria. Cada uno aporta algo de ese menú elaborado el día anterior. Desgraciadamente ni el orden ni la etiqueta tienen aquí cabida. Sobre una mesa baja y siempre con alguna que otra botella de vino, obsequio cariñoso de quienes no están dotados para la cocina, empiezan a aparecer tortillas, pulpo a feira, almejas a la marinera, croquetas, albondiguillas, callos, paella, en fin una verdadera orgía gastronómica que siempre parece excesiva pero que termina desapareciendo por completo. El café, el coñac y la tertulia es el broche, no de oro, con que se cierran nuestras comidas dominicales.
Por la noche, cada uno en su casa, ordena sus ideas para el próximo día y empieza a precisar ya en el menú del próximo domingo. Son tardes frías, tristes; se está solo contemplando las calles vacías de Quito, se piensa en todo lo que se dejó allá en Madrid, en Lugo, en Cáceres, en tantos sitios, se intenta evitar caer en ese hastío en el que algunos, los menos fuertes o los peor dotados, han perdido las ilusiones y a veces la vida.
Piensan, piensan mucho. Yo pienso y recuerdo. Veo a esos hombres maduros deambular cansinamente por las calles, apoyándose en las barras de los bares pidiendo ese cortado, ese vino, esa tapita tan querida para ellos. Los contemplo ir y venir por los mercados arrastrando grandes cestas y porfiando con los vendedores en busca de los productos mejores y más económicos. Los oigo hablar, al principio de sus negocios, luego de mujeres, cada vez menos, por último de sus problemas, de sus pequeñas frustraciones, de sus aficiones; me mezclo con ellos en sus discusiones bizantinas sobre futbol, política o dinero, siempre filosóficas y sin que se obtenga nunca conclusiones aceptables, bien por desconocimiento de los temas, bien por falta de información. Aún creen seguir viviendo en aquellas sociedad que dejaron hace tiempo, no se dan cuenta que ha evolucionado y que ni se preocupa ni les importa ni les comprende. Alejados de su patria luchas, muchas veces sin saber porqué, pero sienten su tierra, la aman, la añoran y quieren mantenerla en su mente y en su vida tal como la recuerdan, tal como la desean.
Son, somos, hombres solos perdidos por las calles del mundo, buscando un no sabemos que, rechazando manos amigas, encerrándonos en nosotros mismos. Somos vagabundos desarraigados, a veces forjadores de imperios y fortunas, pero a la postre, hombres tristes que no unimos con otros como nosotros para formar ese enorme ejército de solitarios que pueblan las ciudades, que no se ven y que únicamente se perciben cuando, como ellos, se está solo.

domingo, 14 de marzo de 2021

Una extraña coincidencia

Cuando me lo dijeron sentí el frío de una hoja
de acero en las entrañas.
G.A.B.
José Luis
13 de Junio de 1985
Debe ser imposible, la historia no puede repetirse. Por más que intento imaginar que no es real, que todo ha sido una broma de Mara, el hecho de que hubiera lágrimas en sus ojos cuando me lo contó, me hace dudar. Es algo que parece fantástico pero que podría ser cierto, una extraña coincidencia digna de la más sofisticada telenovela de amor.
Salí abatido y apenas si puede conciliar el sueño. Mil imágenes, mil recuerdos cruzaron mi mente durante largas horas de vigilia. Preguntas y más preguntas flotaban en el aire sin respuesta. Si todo lo que me dijo fuera cierto, el azar, o tal vez un destino cruel me había unido a dos mujeres, dos mujeres que ya se habían conocido hacía siete años, que habían vivido juntas una aventura inconfesable, que habían amado al mismo hombre y que, sin embargo, el tiempo las había llevado a situaciones totalmente opuestas.
Una de sus frases repiqueteaba insistentemente en mi cabeza. Aunque no lo creas, los dos nos habéis dañado.
Como podía ser que, en una ciudad de cerca de un millón de habitantes, extendidos en una superficie de 200 km2 fuera a poseer a dos mujeres unidas en su juventud por el amor de otro hombre, un hombre que no solo se me parecía físicamente, sino que además, había nacido el mismo año, el mismo mes y el mismo día que yo; ambos éramos géminis, del 16 de junio de 1944.
Berni
6 de abril de 1976


Hoy corrí y gané. Tanto Alberto como los del grupo del Mejías que me animaban, me abrazaron jubilosos. No sentí nada. Dos cursos en el 24 de Mayo y aún no me comprenden.
Los años pasados en la primaria me marcaron. Sola y abandonada de mi familia luché y perdí. Las mujeres que me rodeaban me hicieron suya. No sé si ahora seré como ellas, pero todas mis inclinaciones y mis instintos han nacido a partir de aquella primera relación insana.
Al llegar al colegio me refugié en las mujeres, primero fue la profesora de literatura, luego la de geografía, por último, un grupo de amigas con mis mismas inclinaciones. Nunca destaqué más que por mi excesivo pudor y mi aislamiento.
Al desarrollarse mi cuerpo mis contradicciones crecieron. Externamente era una mujer, una mujer apetecible a los hombres, una mujer deseada y que sin embargo rehuía cualquier aproximación del sexo masculino.
Al recogerme Alberto en las puertas del Atahualpa estaba contento. Seis meses de duro entrenamiento habían sido suficientes para convertirme en una pequeña campeona. Se me había remodelado el cuerpo pero no la mente. Más tarde, cuando en su casa empezó a acariciarme y a besarme le dejé hacer. Era lo que más me gustaba, era un abandonarme ante una caricia suave sobre mi cuerpo. Por último, cuando excitado y desnudo intentó poseerme, me revelé. Pateé y protesté, todo fue inútil, consiguió su objetivo. Yo quedé sucia, exhausta, asqueada sobre el sofá de su salón.
Salí llorando. El día que había empezado azul y luminoso terminaba sombrío. Los hombres, todos los hombres, solo pensaban en eso, en dañarnos, en poseernos por encima de todo y luego olvidarnos y comentar con los amigos sus éxitos amatorios, pobres éxitos si eran como los míos.
Janneth

22 de Septiembre de 1976 
 
Ni grité ni manché, ni me sentí cohibida. Mis compañeras comentaban que al perder la virginidad algo se rompía en su interior. En mi caso fue distinto, lo quería, iba dispuesta a ello y por tanto no hubo ni dudas ni temores.
Quien me lo iba a decir hace apenas una semana. Mi colegio Los Sagrados Corazones iba, como todos los años, a la concentración deportiva de principio de curso, y allí lo conocí. Alberto, el profesor de gimnasia del 24 de Mayo. Alberto, el hombre engreído, el que pregonaba sus conquistas y se ufanaba de ello.
Al presentármelo chocamos de inmediato. Mi cuerpo exuberante, mi reputación, mi astucia femenina despertarían su interés; su ego acrecentó mi rechazo.
Hoy estamos los dos desnudos sobre mi cama. Nos hemos poseído plenamente. He gozado y sin lugar a dudas él se ha fundido ante mis caricias. Cómo lo logré, de dónde viene esta predisposición hacia el amor y el sexo, es algo que ni sé ni me importa. Deseo alcanzar las máximas cotas de este éxtasis maravilloso.
Está como un ovillo a mis pies, le acaricio la cabeza. Será mío, únicamente mío. Con el tiempo se arrastrará ante mí, lo que él ha hecho con algunas de mis compañeras, se lo devolveré acrecentada. Me rogará, me suplicará que no lo abandone, y sin embargo, este amor prohibido que ha surgido entre los dos tendrá algún día que morir; alguien nos gritará que mis 15 años son muy pocos frente a sus 32, que es un hombre casado y con familia, entonces se romperá para siempre lo que acaba de empezar en esta cálida tarde de septiembre.
Berni

15 de mayo de 1977

Apenas unos meses más y dejaré el 24 de Mayo. por razones familiares y personales el próximo curso lo estudiaré en el Quito.
Tres años no han logrado forjar mi carácter ni cambiar mi forma de ser. En grupo soy jovial, alegre y aparentemente extrovertida; en intimidad soy hostil y huraña. A lo largo de todo este tiempo he intentado borrar la imagen de mujer fría que se tenía de mí. He participado en los desórdenes estudiantiles, intervine en los mayores escándalos docentes, me fugué con tres amigas, casi entro en el mundo de la droga, todo esto con la sola idea de huir del influjo que ejerzo sobre las mujeres. Lo quiera o no siento que salvo ellas, todos me engañan, se aprovechan de mis momentos de euforia o de debilidad.
Lo que será de mí desde ahora es una pura incógnita. Soy vaga, inconsciente y caprichosa, me encariño con una idea para luego dejarla, encandilo a los hombres para rechazarles, me atraen y a la vez los odio. Ni Alberto, ni sus amigos, ni nadie han logrado inspirar en mí un hálito de confianza.
Solo ellas, las mujeres. Violeta, Encarna, Charito me han comprendido y ayudado, ellas, pese al gran abismo generacional que nos separa me han tendido su mano. Con qué fin, con qué intención, nunca lo sabré. Sin que se den cuenta desaparecerán y jamás volverán a saber de mí. Han sido años vacíos salpicados de experiencias amargas que pronto se borrarán de mi memoria.
Quienes vivieron conmigo, quienes fueron mis compañeros de aventuras pasarán en breve a engrosar ese ejército de sombras inconclusas que formar mis recuerdos.
Janneth

16 de junio de 1978

Como tantas otras veces mi decisión ha sido tajante. Nunca lo volveré a ver. Atrás quedan casi dos años vividos como en sueño. Dos años en los que el amor llenó toda nuestra vida. Dos años excitantes y peligrosos en los que huíamos de la gente para recluirnos en nosotros mismos. Dos años en los que lo prohibido lo invadía todo, en los que una mirada, un gesto o una sonrisa podían traicionarnos.
Igual que el primer día hoy lo tengo a mis pies. Por mí lo dejaría todo, mujer, hijos, familia; se arrastraría y suplicaría. Pero no, por más que me cueste será el final. Hoy, su cumpleaños marcará el término de una relación, mi primera relación amorosa.
Hemos sido felices. Vivimos el amor al completo, me forjó y lo forjé, ambos aprendimos de nuestros cuerpos desnudos y ambos sentimos, en cierto momento, el aguijón del peligro.
Hoy podría ser madre y sin embargo el hijo engendrado con amor se perdió por el miedo al qué dirán. Lo que en un momento nos pudo haber unido para siempre fue el primer eslabón de una cadena de desengaños que ha culminado hoy en la ruptura.
Fueron dos años de lucha hermosa contra todo lo que me rodeaba. Profesores, padres, amigos, hermanos, al principio nadie lo intuyó, pero más tarde cuando el escándalo surgió, fue el centro de comentarios y controversias. Luché contra médicos, religiosas y psicólogos. Me hice fuerte en mí misma y gané.
Hoy son una mujer nueva, valiente y decidida. Siempre tendré lo que quiera; ni hombres, ni leyes podrán doblegarme, haré lo que desee. Una etapa de mi vida queda atrás y otra se abre ante mis ojos. Sin duda aún me queda mucho que bregar, pero si el mundo no es de los valientes ¿de quién es?, de los débiles, de los pusilánimes, de los indecisos. No, a partir de ahora mi mundo será el que yo misma me fabrique.
Berni
12 de abril de 1984
Cinco años dando tumbos sin rumbo fijo, picoteando aquí y allá sin decidirme por nada, sin terminar nada.
Ahora, una vez más, caigo en esa trampa sin fondo de mi homosexualidad. Mis amigas del gimnasio, Charo y Anilu, tienen mis mismas tendencias, las tres nos compenetramos, nos entendemos y nos reímos de los hombres que nos rodean. Son todos como mi antiguo profesor de atletismo, solo desean a la mujer para gozarla, poseerla y luego cambiarla por otra. Todos han sido así, Jhony, Jorge, Damián. Algunos ni lo han intentado, se conformaban con la caricia o el deseo, sin llegar nunca a la culminación del acto. Al final, desaparecían de mi vida. Conozco a muchos, casi todos mayores, vienen a sudar, a intentar bajar esos kilos de más que se amontonan en el estómago, a olvidarse de su vida cotidiana a base de ejercicio y ejercicio.
José Luis es distinto. Llegó un buen día y a partir de entonces con puntualidad matemática todos los lunes, miércoles y viernes aparece por el gimnasio. Sin hablar con nadie empieza a trabajar las pesas, las espalderas, las cuerdas hasta que el sudor le empapa por completo, después se ducha con agua fría, se rocía de colonia y con un ceremonioso hasta luego, se despide.
Después de casi dos meses hoy me ha sorprendido. Nos encontrábamos solos y al dirigirnos hacia las duchas me ha detenido y pasándome suavemente su dedo desde la frente hasta el cuello me ha pedido que le mostrase el pecho. No sé porque, pero lo he hecho. No hizo nada. Al salir me invitó a cenar, fuimos luego a bailar y cuando me dejó nuestros labios se unieron permaneciendo así mucho rato mientras nuestras lenguas se enroscaban como serpientes furiosas.
Fue un día precioso, confío que se repita.
Berni
19 de junio de 1984

Sin saber a ciencia cierta el porqué, cuando me llamó a su casa decidida a todo. Hace un mes, al partir para España, creí que nunca volvería a verle. Ayer me llamó y ahora ardo en deseos de verle.
Es muy raro, apenas si lo he visto cinco o seis veces y siempre nuestras citas han sido un hablar y hablar, un contarle mi vida y enterarme de sus problemas.
Mientras me enseña una serie de regalos pienso que esta noche la pasaré con él, que por más que aparentemente porfíe por regresar con mi madre, hoy seré suya.
Es tranquilo, habla, comenta, me pregunta. No hago nada, él se encarga de todo, la cena, las bebidas, los pasteles, esos pasteles de piña que siempre me compra cuando sabe que voy a venir, la música.
Me acaricia lentamente, sus dedos recorren mi frente, mi nariz, mi garganta. Con seguridad va desabrochando uno a uno los botones de mi blusa. Su boca se desplaza sobre mi pecho en busca del punto moreno de mis pezones. Lo consigue y se pierden dentro de su barba y sus labios.
El juego amoroso continúa. Lo que nunca había sentido empiezo a percibirlo. Esa caricia suave que desciende lentamente desde mi cabeza a mis pies, va poco a poco activando todas las fibras de mi cuerpo. Su lengua juguetona contornea mi cintura, absorbe el jugo sabroso de mi sexo y lentamente desciende por mis muslos. Algo raro me embarga por completo. Jamás había sido poseída de esta forma. Mi excitación va en aumento. Me cubre con su cuerpo y juntos gozamos ese éxtasis sublime del amor.
Queda rendido a mi lado mientras su mano sigue acariciando mis pechos. Me duermo. Algunas veces, muy pocas, sentí la necesidad de ser poseída pero siempre fue por iniciativa de mi pareja, de mí nunca surgió la necesidad de amar y casi nunca vibré ante ello, fui, perdón, soy un ser puramente receptivo incapaz de lanzarse abiertamente esa incierta aventura del hombre y el sexo.
Berni
4 de noviembre de 1984

He pasado cuatro días con él en la playa y ahora regreso tranquila. Hay algo en su trato y en su palabra que me relaja. En principio me busca y me desea, pero luego, ante cualquier insinuación por mi parte, adquiere su habitual compostura fluyendo nuestras relaciones por cauces de mesura y recato. A veces pienso que somos uno de esos matrimonios curtido por los años, que todo se lo dicen con los ojos, que saben mutuamente lo que piensan, que han vivido las alegrías del amor, las vacilaciones de la duda, la amargura de la separación pero que sin embargo se mantienen unidos y nada ni nadie los separa. Lo pienso pero no es verdad. Él ¡, porque yo no lo quiero, no me comprende, se abstrae en un mutismo indescifrable y su mente parece disociarse del cuerpo.
Durante meses no nos vimos. Sabía que un día, ante una llamada suya, volvería, que nuestra relación, extraña relación, se continuaría, que nuestras charlas volverían a ser como las de antes, que pese a haber hecho ya el amor, cada vez que lo intentase se encontraría con mi clara oposición. Todo eso lo sabía. Sabía que, en nuestra primera despedida, cuando me dijo que nunca me encariñaría con él, cuando se le cubrieron los ojos de lágrimas y en un arranque de soledad cogió el coche y recorrió solo cientos de kilómetros, había una mentira encubierta. Sabía que no lo olvidaría. Ahora estoy segura que esa pequeña figura que incursionó en mi vida a modo de amigo, amante y consejero, sería alguien con quien me enfadase, a quien rechazase y a veces humillase, pero a quien siempre podría recurrir cuando lo necesitase.
Nuestra intimidad es absoluta. Me tiene como algo suyo y no quiere que el mundo me conozca; para mí es un puerto acogedor en donde me refugio cuando los fantasmas de mi vida anterior se agitan en mi mente, cuando el mundo que me rodea me destroza con sus mentiras y engaños o cuando me siento utilizada y deshonrada en aras de satisfacer las bajas inclinaciones de quien se dicen mis amigas.
Janneth
19 de enero de 1985
Después de casi un año de conocerlo hoy es la primera vez que escribo de él. Hasta ahora había sido uno más de quienes me rodeaban, tal vez más ocurrente, más suspicaz, pero a la postre otro de los muchos técnicos con quienes me he tropezado a lo largo de mi vida profesional.
Cuando lo vi por primera vez me pareció frío, distante, su cara, su figura recortada y pequeña no inspiraba ni simpatía, ni confianza. El estar desplazado de su patria, de su ambiente, y de su familia, lo hacían callado, poco dado a la conversación, ensimismado e introvertido. Se pasaba las horas en el despacho volcado sobre el escritorio, rellenando folios y folios de papel. Hasta mucho después nunca supe que escribía y como podía, tan fácilmente, enfrascarse en algo aparentemente ajeno a su profesión.
El primer día que hablamos surgió ya entre nosotros la controversia. Yo ataqué al conquistador por la destrucción de una cultura milenaria, él lo defendió por el mantenimiento de una raza, por la inserción dentro de la sociedad indígena que no eliminó sino que amó. Por extraños razonamientos me quiso convencer que era mejor salvar un pueblo que una cultura. Creo que está confundido.
A partir de entonces nuestra relación mejoró. Cambió de forma de ser y afloró su vena filosófica. El antes callado se volvió conversador infatigable. Su afán de llevar la contraria era un acicate para mí. Cualquier cosa que dijera me la rebatía. Cualquier palabra o frase eran tomadas en su sentido más provocativo. Poco a poco nuestra relación se afianzó.
De forma encubierta, casi irracional, algo nos unía. Sin saber el porqué, nos juntábamos, charlábamos, nos reíamos de quienes nos rodeaban. Entre nosotros no había nada y sin embargo, estoy convencida, que el día en que uno de los dos nos decidamos, caeremos ambos en la vorágine del amor y del deseo.
Hoy casi se desmoronaron nuestras defensas. Las suyas por el alcohol, el calor y la tibieza de la noche, las mías por ese deseo de saber hasta dónde llegaría; de conocer si era verdad todo cuanto él había dicho relativo a su fidelidad y a la carencia de sentimientos.
Casi me rindo cuando sin saber por qué, su mano se perdió entre mi pelo y sus dedos empezaron a acariciarme la nuca. Un escalofrío me recorrió la columna para evitar algo peor, me retiré.
Lo vi luchar contra esa idea de volver a verme, de aprovechando la noche y su estado de embriaguez entrar en mi habitación y contemplarme desnuda. Vino pero no pudo. Su mano se posó sobre mi frente y con un suave movimiento fue descendiendo por mi nariz, mis ojos, mi boca. Al llegar al cuello se detuvo, apagó la luz y se marchó.
Comprendí que como todos tenía sus puntos débiles, que como todos era vulnerable por mucho que difundiera lo contrario. Era un ser de carne y hueso con sus flaquezas y sus virtudes. Hoy lo conocía, o al menos, empezaba a conocerlo.
Berni
20 de abril de 1985

Debe tener un algo especial para saber exactamente cuándo llamarme. Nunca se olvida. A menudo desaparece en ese misterio que lo envuelve para surgir de repente cuando más lo necesito, o cuando preciso hablar con alguien y que además me escuche.
Como siempre, recurre a mí cuando los problemas le acucian, cuando quiere desahogarse y no desea que nadie conozca sus debilidades. Hoy ha sido al revés. Venía feliz, sus dudas, su lucha, habían terminado, como dijo: “Para mal, todo se acabó, démosle una buena sepultura, evitemos rompernos la crisma contra un muro de incomprensión”.
Salimos este sábado de abril, dispuestos a abandonarnos al sol ardiente de esta incipiente primavera serrana.
Yo también iba contenta. En estos últimos meses todo me salía bien, tenía ganas de vivir, me había olvidado de mis fantasmas y parecía desear iniciar cualquier actividad por rara que fuera, teatro, pintura, turismo, lo que sea. La muerte de Mosco mi pequeño gatito, la había superado, él me había prometido otro recién nacido y así la vida parecía que empezaba a sonreírme.
Fuimos felices, tomamos el sol, nos bañamos, comimos, bueno casi comimos, pues debimos conformarnos con un poco de queso y algo de pan que pudimos comprar en el pueblo. Por la noche regresamos. Como siempre tomé pasteles y “guayusa” caliente. Ni él ni yo bebimos alcohol.
Cuando escribo estas líneas añoro esos días. Todos debían ser así y por desgracia sé que muy pronto, como él, desaparecerá de mí esta paz que ahora me envuelve. Muy pronto la gente que me rodea, mi gente, la cambiaré sin saber por qué, por aquella otra que solo me apela para sus fines y su propia conveniencia.
Janneth

29 de mayo de 1985

En buena lógica debió ser el 31, el último día del mes, el día que nos separásemos, pero no, por un imponderable ha sido hoy, hoy 29 de mayo.
Algo había entre los dos, algo que yo sabía y él intuía, algo que hacía que nuestros juegos de palabras no fueran tales, que nuestros roces se perpetuarán un segundo más, que nuestras miradas se mantuvieran fijas como pidiendo algo que nuestras mentes querían pero que nuestros cuerpos evitaban.
Cuando le pedí que me diera un paseo por los alrededores de Quito, yo estaba ya entregada. Él, sin embargo, parecía frío. Hablaba, conducía con prudencia, escuchaba. Recorrimos las calles, nos perdimos entre el tráfico congestionado de la zona colonial, cruzamos la ciudad de sur a norte, finalmente salimos rumbo a la línea equinoccial.
Un cielo gris y plomizo apenas si invitaba a la efusión. Solo mi cuerpo ardía, él parecía no sentirlo.
Rebasamos el monolito que señala el paralelo de los 0º 0’ 0’’ y seguimos rumbo al cráter de Pulualahua. Allí la carretera termina. A la vista del inmenso valle que tapiza el fondo del volcán, contemplamos el vuelo rasante de los vencejos mientras una brisa helada nos envolvía. Casi no hablamos. Por fin me decidí. Un pequeño regalo, un roce apenas sentido de nuestros labios, una mirada franca. Eso fue todo.
Su respuesta fue inmediata. Toda su moderación, su recato, su aparente timidez desaparecieron. Me envolvió entre sus brazos y empezó a besarme. Aquel beso inicial apenas esbozado se cambió por una cascada de besos ardientes. Nuestros labios se encontraban una y otra vez mientras nuestras lenguas exploraban curiosas las grutas que se le ofrecían. El tiempo pareció detenerse. Solo gozos, caricias y besos tenían cabida sobre aquel acantilado del Pululahua.
Sin notar el frío ambiental vi que mis pechos nacían a la vida. Las ataduras que los aprisionaban fueron hábilmente cercenadas y ahora aparecían libres y turgentes. Él los besaba, los acariciaba y los contemplaba absorto. Los creyó siempre negros y sin embargo eran acaramelados, tal vez excesivamente claros en contraste con el color oscuro de mi piel.
No sé cómo hubiéramos terminado si no fuera por un arriesgado grupo de turistas que incursionó de pronto sobre los riscos. Nos alejamos sin prisa, de forma natural, gozosos y con las manos entrelazadas.
Ninguno de los dos nos arrepentimos de nada, nos separamos sabiendo que a partir de entonces ambos seríamos cómplices conscientes de un amor imposible, de un amor prohibido y deseado.
Cuando se fue, acariciando mi frente con sus labios, me preguntó porque siempre tropezaba en piedras parecidas, piedras que me amarían mucho pero que nunca serían enteramente mías, piedras hechas para el amor, pero incapaces, como yo, de rebelarse abiertamente contra la sociedad en que vivíamos.
Janneth

7 de julio de 1985
Como la primera vez fue hermoso pero demasiado corto. Ninguno de los dos lo habíamos previsto. Tal vez por estar solos y tranquilos, por no esperar que nadie se interpusiera entre nosotros, porque lo deseábamos vivamente, el caso fue que los besos no fueron solo besos, las caricias avanzaron hasta sus últimas consecuencias, y el feo ropaje artificial se tornó por el resplandeciente manto de la piel. No hubo, como siempre, ni pudores ni recatos, ambos surgimos desnudos y nos fundimos en un único cuerpo.
Esa palabra que a él tanto la admiraba, el “rico, rico, muy rico” salía de mis labios sin apenas sentirla. Lo poseía y él me poseía, gozábamos intensamente. Todo mi ardor, todo mi deseo estaba a disposición del sexo.
Quien me enseñó, de donde me viene a mi ese loco frenesí cuando alguien a quien quiero me provoca, es algo que se escapa de mi conocimiento. Siento demasiado, me entrego por completo. Él lo sabe e intenta que mi placer no se termine.
Más tarde se reiría y comentaría que ni era el momento, ni estaba preparado, que fuese como una avanzadilla de reconocimiento antes de iniciar la gran batalla.
Él y yo sabemos lo que queremos, sabemos esperar, incitar, templar el cuerpo y el espíritu. Las dudas, los recelos iniciales han sido superados. Ambos sabemos que nos atraemos como dos potentes imanes, que nuestras vidas públicas son otras muy distintas, que engañamos y que solo vivimos de nuestro amor para nosotros mismos.
Janneth, Janneth, que va a ser de ti, otra vez envuelta en ese juego peligroso del sexo, otra vez al margen de la realidad o sobre la realidad, o en fin, fuera de lo cotidiano. Pero no es eso hermoso, excitante, apasionado.
Berni

9 de junio de 1985
Hoy he sido yo quien le llamé. No sé por qué. Ahora creo que he hecho algo malo, algo que la ha revuelto sus bilis, que la ha cambiado el semblante, que la ha transformado.
Vino a mí como siempre, alegre, confiado y yo le he introducido de golpe en mi nueva vida. Sí, en esa que ha ido poco a poco surgiendo a mi alrededor, que me ha absorbido y que me tiene totalmente presa en sus redes. Su reacción ante Nubia, mi actual protectora, fue violenta. Nunca admitió mi lesbianismo, siempre le pareció repugnante e inmoral; cualquier otra cosa la hubiera superado, aquella no. Fueron horas tirantes, tensas, con grandes silencios. Al final se fue y me dejó con ella. Su despedida fue cortante, seca, fría como el hielo.
Al día siguiente le volví a llamar, él contestó a mi llamada. Fue mi segundo error. Nunca debí decirle que en una mala noche de copas su nombre había salido a relucir. Alguien lo conocía y yo inconscientemente hablé y hablé. La reputación de hombre serio, de persona responsable, se había desmoronado. Al decírselo su semblante se transfiguró. Sus manos temblaron y su habitual sangre fría se evaporó. Eso, justo eso fue lo que siempre quiso evitar. Nuestra relación era solo nuestra, nadie debía inmiscuirse ni profanarla.
De noche me volvió a dejar con Nubia. Entonces protestó. Lo vi enfadado y cruel. Las palabras, las frases, los epítetos surgieron de su boca como dardos envenenados. Nubia aguantó, sabía que al final sería suya.
Se fue sin un adiós, no huía, dejaba atrás un trozo de su vida, de su corta vida en un país extranjero. Se alejaba de aquel gorrioncillo que cuidó y alimentó pero que, o porque no quiso o no pudo, se escapó de sus manos hacia un horizonte erróneo y ficticio.
Su llámame si alguna vez me necesitas era un hálito de esperanza tras una de las pocas puertas nobles que se me cerraron en mi vida.
Janneth
13 de junio de 1985

He sido cruel. Nunca debí decirle que conocí a Berni, que ambas fuisteis amantes del mismo hombre, de un hombre como él, idéntico a él.
Casi de desmorona. No se lo creyó, defendió que era una broma, una broma pesada, que era un imposible. Yo sabía que no. Me acosaba, me preguntaba detalles, incidía sobre determinados puntos. Yo callaba. Había hablado una vez y era suficiente. Por más que él lo dudara Natalia y yo habíamos tenido una experiencia similar a la que ahora vivíamos, pero de eso, hacía ya siete años.
Cuando lo tenía entre mis brazos, cuando sus besos estallaban en mi boca, su mente estaba ausente; rebuscaba fallos, pequeñas contradicciones, cualquier cosa que demostrase que mi verdad era una mentira.
Tardará días en olvidarse, quizás sea algo que flote siempre en su mente como una espada de Damocles a punto de caer, será su incógnita, su duda razonable pero imposible.
Ahora me tiene a mí, ella ha vuelto a caer en la trampa viscosa de su lesbianismo. Conmigo su virilidad le hará olvidar esa atracción hacia lo débil y lo indefenso. Soy fuerte, ambos somos fuertes, ambos entendemos que el amor a pecho descubierto, no nos detenemos ni nos asista el sexo.
Nuestras mentes son el contrapunto perfecto para nuestro deseo carnal. Lo sabemos y ni ellas, ni ese azar del destino podrá romper lo que juntos iniciamos. Él y yo tenemos nuestras vidas, no les romperemos, pero nadie sabrá que bajo nuestra indiferencia vibra una pasión violenta mezcla de amor y sexo, mezcla de deseo y lujuria, mezcla de cariño y ternura.
Janneth

15 de junio de 1985

Nunca dudé que vendría. Le llamé para despedirme y vino. Igual de afable, igual de cariñoso, igual de distante. Salimos en su coche y recorrimos las calles desiertas de la noche quiteña.
Tenía razón. Me habían utilizado, vejado, abandonado. Había sido un monigote en manos desaprensivas. Lo quería para que me perdonase, para decirle que sí, que estaba en lo cierto, que aquel no era el camino. Él callaba.
Como obsequio, en justa comparación por los muchos que él me había ofrecido, le regalé una serie de libros de poesía, uno de Violeta Luna, otro de Carlos Vicente Andrade, Carlitos para sus alumnos, una serie de poemas románticos de la colección Indoamericana, total nada, retazos de una juventud perdida en las aulas del 24 de Mayo.
De repente empezó a hablar y preguntarme. Quería saber de mis 15 años, de mis amigas, de mis profesores, de mis aventuras.
Tardé en coger el hilo de la idea y para su desgracia nada de lo que decía le agradaba. No me acordaba de nombres, ni de hechos, ni de nada.
Su Janneth, aquella que conformaba el envés de mi moneda, era para mí una desconocida, su Alberto, el pícaro profesor de gimnasia y baloncesto, el director de la banda de guerra de los Sopa de Corazones era un nombre perdido entre una playa de maestros. Sus posibles relaciones conmigo, eran, según recordaba, mentiras. Mi extraña experiencia con Janneth era, por último, un capítulo en blanco de mi vida.
Quedó tranquilo. No sabía si me creía a mí o a esa Janneth que de golpe había aparecido en mi vida. No me importaba, ahora era yo quien daba mi adiós definitivo. Me iba, lo dejaba todo, casa, familia, amigos, amigas. Salía hacia Cuenca en donde, con ayuda de mi padre y mis abuelos, intentaría rehacer mi vida. José Luis, ese ser extraño y conflictivo, ese romántico que nunca quiso hacerme daño, ese idealista en un mundo de mentiras, sería una de las pocas imágenes limpias que guardaría de estos mis primeros 25 años de existencia.
José Luis
16 de junio de 1985

Qué diferencia, hace apenas doce meses estaba rodeado de mujeres y saturado de champán, entonces era un hombre sin problemas. Ahora, quien me lo diría, cumplo mis primeros 41 años en una reunión de negocios en la que, por no tener, no tienen ni ginebra.
Estoy cómodamente sentado en un gran butacón de cuero pero mi mente está ausente. Hablan, discuten, mienten, nada de importancia. Yo concerté la reunión y ahora querría estar lejos, añorando solo, o a lo más con la cálida compañía de una copa, una fiesta que de entrada sabía que no podía ser.
Quien de las dos miente, en cuál de ellas de fantasía supera a la realidad. Es verdad que ambas vivieron una misma juventud, (pues para mi desgracia las dos tienen la misma edad y han nacido en el mismo mes, pese a que sus signos del zodíaco no son los mismos), conocieron a idénticas personas, pero lo fundamental, lo que aún no puedo creer, sigue en una nebulosa. ¿Conocieron las dos a un mismo hombre?, ¿lo amaron?, ¿las poseyó?, ¿se embarcaron juntas en una aventura aún hoy inconfesable?, ¿se odiaron tanto como para una de ellas, haberse olvidado por completo de la otra? Todo es una gran incógnita, una incógnita que no quiero descifrar.
Algo influyó decisivamente en la vida de Janneth, algo que para el espíritu simple de Berni, pasó desapercibido. Hoy ni se conocen ni se tratan. Únicamente yo soy su aparente nexo de unión. Pienso en lo irreal de este triángulo, en lo caprichoso del destino. Sufro por Berni, un ser débil, maleado por la vida, un ser para quien parece haberse escrito aquellos tristes versos de Gutiérrez Nájera:

Tú quisiste amar y te mataron
Tú quisiste ser buena y te perdieron

Vivo y gozó con Janneth, capaz de todo, dominadora de todo, pero que, como yo, tiene en el fondo de su cuerpo un pequeño corazoncillo que le índice a hacer cosas extrañas, tan extrañas como amarme, como contarme una historia imaginaria, rocambolesca, preciosa. Una historia que no fue tal pero que pudo haber sido, una historia por la que le doy las gracias pues es el único regalo auténtico que he tenido en este 16 de Junio de 1985.

domingo, 7 de marzo de 2021

San Vicente en tres actos

Prólogo
El paisaje, el pequeño pueblo, el embarcadero, la sucesión monótona de las mareas, todo se mantiene. Apenas si han mejorado los caminos, repintando algún salón o habilitado un nuevo puesto de pescado en la pequeña lonja, donde aún es posible adquirir una langosta viva al irrisorio precio de 50 sucres.
Pese a todo, cada vez que vuelvo a San Vicente parece que las anteriores hayan sido sueños fantásticos desgajados en una realidad tangible. Cada experiencia destierra a la anterior, cada hora perdida entre las blancas arenas de sus playas parece irrepetible, y sin embargo, compruebo con pena que un momento supera al anterior, que debemos vivir con orgullo el presente relegando el pasado al cajón sagrado de los recuerdos, allí donde únicamente atesoramos las cosas hermosas, las que nunca podremos olvidar porque conforma nuestra esencia más pura.

San Vicente es un poblado casi desconocido al que se llega tras seis horas de viaje por carretera que empiezan siendo asfaltadas y terminan convirtiéndose en pistas polvorientas de arena. Un lugar perdido. Un mundo real que destrozó todo lo que había de fantástico en mi mente soñadora. Un nombre asociado a hechos, situaciones y sobre todo personas que en un momento determinado se unieron o se alejaron de mí.
1.- La aventura

¿Quién no ha leído esa bonita historia de un hombre que conoce a una mujer y juntos viven un romance de ensueño? ¿Qué solitario no suspira por pasar unos días dedicado únicamente al placer casi divino de admirar un paisaje y poseer un cuerpo femenino? Sí, esto lo hemos pensado todos y algunos, tal vez, lo han conseguido. Desgraciadamente para mí era una utopía inalcanzable, algo bonito pero fuera de mis posibilidades.
Ni invitar, ni aceptar una invitación cuesta nada. Luego el tiempo nos demuestra el abismo que existe entre lo etéreo de una persona y la realidad de los hechos. Cada vez que parto hacia uno de los puntos cardinales del país, procuro y propongo a quienes me rodean la posibilidad de su compañía. Nadie se anima nunca. Al final surgen imponderables, problemas, dudas y parto solo.
Noviembre, el mes más triste del calendario, el de las ánimas, el del Tenorio y los huesitos de Santo, es en Ecuador diferente. Las brumas y lloviznas que cubren el verano costeño empiezan a desaparecer y un tibio sol, caldea todo el litoral. La primavera equinoccial, única en este país, me empujaba hacia el mar. Las playas solitarias tapizadas de nubes, la brisa, el vuelo rasante de los alcatraces eran como potentes imanes que me atraían. Cuando ella aceptó la invitación de pasar cuatro días en la costa, cuando me llamó para recordármelo, cuando se ilusionó con la idea, no podía dar crédito a sus palabras. Sin embargo, era una realidad.
Al descender por la serpenteante carretera que, en un trayecto de apenas 200 km, desciende desde los 4.000 a los 300 m un extraño hormigueo recorría mis venas. Iba a emprender la primera aventura de mi vida, iba a pasar un largo finde semana gozando del sol y de la compañía íntima de una mujer. Era algo hasta entonces solo soñado y ante lo cual mis reacciones se volvían torpes y pueriles. No sabía de qué hablar ni qué decir, ella en contra, charlaba sin parar, describía el paisaje, comentaba el tiempo, sus anteriores salidas hacia la costa, los pueblos que atravesábamos.
Al llegar al cruce de Puerto Viejo y San Vicente la noche nos envolvió. Recorrimos los últimos kilómetros casi a ciegas envueltos en una nube de polvo y solo gracias a su sentido de la orientación llegamos a nuestro destino sin mayores contratiempos.
Las Cabañas de Alcatraz tenían un aspecto siniestro. Alejadas del núcleo urbano, rodeadas de una ciénaga infectada de mosquitos y regentadas por un matrimonio de color no inspiraban ningún tipo de comodidad. Nos equivocamos, a la luz del amanecer surgieron unas instalaciones casi perfectas y desde luego inspiradas en aquel pequeño villorrio. Agua caliente, piscina atemperada, sauna, restaurante, todo lo necesario para una pareja curiosa de aventureros.

El circular en coche sobre la playa, el avatar por las pequeñas sendas hacia los núcleos ganaderos del interior y el correr de los días, fue poco a poco cambiando nuestro espíritu. Tanto ella como yo empezamos a ensimismarnos, a volvernos hacia nosotros mismos. Lo que en un principio se orientó como una aventura erótica, se estaba convirtiendo en una monotonía familiar. Nos compenetrábamos pero nuestros gustos eran diferentes. Yo amaba el sol y la naturaleza, ella su fría contemplación. Yo deseaba añadir esa pizca de excitación que conlleva la aventura y ella se horrorizaba ante mis ideas. Juntos paseábamos, visitábamos pequeñas tiendas dedicadas a la venta de cerámica preandina, aparentemente auténtica, caminábamos sobre la arena, yo en traje de baño y ella totalmente vestida, desayunábamos “tinto con queso y patacones”, comíamos arroz con camarones y langostinos, hacíamos el amor de forma casi ritual.
Lo que pudo haber sido una aventura cuajada de fantasía y erotismo se había convertido en un viaje familiar carente de emociones, casi costumbrista. La aventura en sí no había fracasado, se había devaluado, le había faltado alma. En mi fuero interno no sabía si el engaño provenía de los visto, leído o pensado o era que estaba viviendo algo diferente desprovisto de excitación y eso que todo, absolutamente todo estaba a nuestro favor.
Al regresar un halo de tristeza me envolvía. Había tenido una experiencia innovadora debido, sin duda, a la idiosincrasia de la mujer serrana, en la cual pesa más el romanticismo y el misticismo que el afán creativo mezcla de erotismo y sorpresa.
2.- La orgía
Hay situaciones imposibles de prever, que surgen inopinadamente y van tomando cuerpo hasta convertirse en episodios irrepetibles que dejan al final un raro placer mezcla de ansiedad y pecado. Como nace una orgía, cómo se llega a ella, cómo se desvanece, son puntos imposibles de definir. El que tres parejas aparentemente serias, inicien una velada vulgar y poco a poco el ambiente vaya caldeándose, las conversaciones se tornan picantes y se termine haciendo un striptease generalizado, entre risas y juegos, es algo real que puede no ir más allá del mero divertimento gremial.

Más o menos así terminó una cálida noche del invierno quiteño. Entre bromas fuimos poco a poco despojándonos de nuestras vestimentas hasta quedar mi casa convertida en una playa nudista, pero en la que el astro rey que alumbraba y calentaba era la luna y no el sol. El cansancio y el alcohol hicieron posible que lo que pudo haber sido una bacanal quedara simplemente en un burdo alegato, en un querer y no poder. Sin embargo, fue algo que activó ese gusto por lo excitante que llevamos dentro y que nos lanzó hacia la realización de una auténtica orgía, pensada y programada, sobre las desiertas playas del Pacífico.
Como la primera vez que bajé hasta San Vicente, lucía un espléndido sol. Ahora, no obstante, tres hombres y tres mujeres nos amontonábamos bulliciosos, ilusionados ante la aventura erótica que presagiábamos.
Las Cabañas Hamacas eran más amplias y solitarias que las Alcatraz, tenían el entorno especial de la decoración tropical a base de palmeras y cocoteros entre los que se distribuían pequeñas construcciones de caña gadúa. De día el sol recalentaba la arena haciéndola reverbar como si fuera un inmenso desierto, de noche, la brisa marina empapaba nuestras ropas dándoles un tacto húmedo y pegajoso y animándonos a despojarnos de ellas e introducirnos en las cálidas aguas del océano. El clima y el ambiente eran perfectos.
Tras una noche apacible la primera mañana se presentó brumosa. El continuo ir y venir de las mujeres entrando y saliendo de las habitaciones, sus comentarios sugerentes, sus dudas en cuanto a la ropa, a la comida o al aseo personal, llenaban la cabaña. Al final y casi sin discusiones, salimos dispuestos a vivir como Robinsones en cualquier playa solitaria. Hubo maña suerte. La bruma que cubría el horizonte terminó convirtiéndose en una tenue llovizna, sino incómoda, sí totalmente inoportuna para nuestras aspiraciones.
Más o menos cubiertos de toallas y prendas de abrigo pasamos el día comiendo cocos, piñas y naranjas. Sin darnos cuenta, la cálida brisa fue lentamente causando estragos sobre nuestra piel y así al regresar a la cabaña nos encontramos en un horrible estado de preinsolación. Hombres y mujeres aparecíamos con la piel totalmente roja y con una sensibilidad en ella muy fuera de lo normal.
Lo que en principio se presentaba como una calentura sin importancia, se acrecentó por la noche. Al amanecer, nuestro estado era deplorable. Éramos incapaces de ponernos el traje de baño y mucho menos de estar al sol. La orgía marina que se idealizó perfecta bajo el fuerte sol del Trópico, se tornó en un estar incómodos y malhumorados bajo la sombra de las palmeras.
La traslación de las azules playas de la Costa Brava a estos desérticos parajes del Pacífico había sido un completo fracaso. Ni desaparecieron los bikinis ni el mar se pobló de cuerpos desnudos que jugueteaban con las olas. Fue otra tremenda desilusión.

No sé si alguien durante el viaje de vuelta pensó en la ocasión perdida. Yo mientras conducía volvía a imaginar lo que pudo ser y no fue, soñaba ilusionado en otro largo fin de semana en el que el cielo y el sol nos excitasen al máximo sin destrozar nuestras blancas pieles europeas.
3.- La huída
Son las cuatro de la mañana y apenas si he dormido una hora. Alguien está a mi lado y sin embargo preferiría estar solo, haber pasado solo las últimas cinco horas, haber descansado, tener la mente clara para poder afrontar tranquilo el viaje que me espera. Ni ella ni nadie quiso acompañarme. Salgo solo. La carretera, como una inmensa luciérnaga se retuerce irregularmente siguiendo la abrupta topografía andina. Amanece bruscamente. Una lluvia cálida y persistente me señala el paso de la zona montañosa a la típicamente tropical. Tras muchas horas de viaje recalo nuevamente en San Vicente.
Casi guiado por el instinto me dirijo hacia aquellas playas del norte de Canoa que tan extraños recuerdos tienen para mí. Hoy las veo distintas. Donde antes vi, o simplemente imaginé una lámina azul con ribetes blancos, ahora contemplo un pueblo laborioso dedicado a la pesca intensiva de la larva del camarón. Docenas de hombres recorren la costa con pequeñas redes triangulares. Cientos de mujeres y niños escarban entre lo adquirido del mar y tras múltiples maniobras seleccionan las larvas que luego venderán a las grandes camaroneras. Donde antes vi una playa desierta ahora observo una compleja y activa vida animal. Las jaibas trabajan afanosamente resecando sus madrigueras a base de sacar de ellas pequeñas cantidades de arena.

Las aves marinas ejecutan vuelos rasantes encaminados a desorientar a los crustáceos para luego, impulsándose en los farallones rocosos, atraparles con su pico. Los pelícanos, en perfecta formación, surcan el cielo esperando detectar cualquier banco de peces próximo a la superficie. Sin apenas sentirlo, me duermo.
Al anochecer San Vicente volvió a sorprenderme. Tal vez por haber ido siempre acompañado, nunca reparé en el ambiente. Ahora, mi propia soledad me impulsa hacia lo cotidiano. Así puedo observar esa aglomeración humana ante el único cine del pueblo, ese desmedido prurito de los hombres en cuanto a la limpieza del calzado, incomprensible para mí, dada la cantidad de polvo y arena que cubre la totalidad de las calles, esos salines de comidas típicamente costeñas a base de verde, maní y pescado, esos vendedores ambulantes de hornado, papas y tostado todo lo que antes había sido superfluo es ahora, era para mí fundamental.
Dormí profundamente y la mañana me volvió a sorprender con otro ambiente impropio de la zona. El hotel Vacaciones tenía todas las comodidades de un establecimiento residencial de la rivera francesa. Habitaciones pequeñas y confortables, piscina, cancha de tenis, jardines con palmeras, hamacas y tumbonas, sala de fiestas, servicio esmerado, todo lo que un solitario necesitaba para pasar unos días de absoluto descanso. Allí leí, bebí, mis sempiternas ginebras, escribí, contemplé el ir y venir de los residentes guayaquileños, dedicados a la selección de plantas, de esta familia serrana que aprovecha unos días para llevar a sus hijos a la playa, de ese grupo de turistas americanos bulliciosos y anacrónicos, todo un universo de tipos inscritos en un pequeño hotel perdido en la costa ecuatoriana del Pacífico.
Pasé ratos felices dentro de aquel mundo que me ignoraba. Huía de la civilización, de sus problemas, de mi soledad y encontré justo lo que necesitaba.
Cuando una vez más dejé San Vicente, iba relajado, contento, con esa alegría que da el haber conseguido lo que se desea, el escapar de algo y hallar esa paz interior que nos devuelve la confianza y la esperanza para seguir viviendo y luchando.
Epílogo

Muchas veces idealizamos una idea, una palabra, un hecho y casi siempre, a la hora de realizarlo, se difumina ante la realidad cotidiana. Primero fue el lamentable fracaso por una incompatibilidad de caracteres, y luego la cruda efectividad del sol tropical quienes truncaron dos proyectos en principio tentadores.
Lo que aspiré, soñé y deseé tantas veces fue a la postre únicamente eso, un mal sueño que se marchita con los días. La huida hacia mi soledad fue lo único que se mantuvo, lo real, lo auténtico, aquello carente de fantasía y oropel, pero poseído de un alto peso específico, fue a la larga, lo único con lo que verdaderamente contaba y de lo que por desgracia casi me olvido.

lunes, 1 de marzo de 2021

La gallarda

Hasta hace poco era una persona calmada. Nunca, o casi nunca, alzaba la voz, jamás profería gritos o palabras malsonantes, como mucho fruncía el entrecejo y, en opinión de mis amigos, torcía la nariz y algo aparecía en mi cara que denota mal humor, enfado y crispación. Sin embargo, aquel ser reposado, de conversación pausada y enfados cerebrales se está transformando. La soledad, las putadas (antes hubiera dicho faenas), la falta de desahogo físico y mental han condicionado que mi lenguaje variase (en mi fuero interno intento convencerme de que así evitará la consabida úlcera de estómago); de cualquier forma esas frases tan expresivas y malsonantes de “váyase a tomar por…” o “hijo de …” han empezado a brotar de mis labios de la forma más natural del mundo. En mi descargo debo admitir que delante de señoritas refino mi léxico. Como diría Don Mendo, suelto un “cáspita” que es un taco italiano, en lugar de un venablo castellano, o bien traigo a colación alguna de las hermosas palabras de nuestro diccionario desempolvadas últimamente por Camilo José Cela, Umbral o el castizo alcalde de Madrid, D. Enrique Tierno.
Fue así, que en uno de mis momentos de exaltación y no precisamente de exaltación patriótica, recogí mis papeles y ante la consternación general de quienes me rodeaban, dije a voz en grito: “Esto no hay quien lo aguante, lo dejo todo y me voy a hacer una gallarda”. Pude haber dicho que me iba al cine, a darme un masaje erótico o a violarme a la primera rubia que me encontrara en la calle, pero no, salí diciendo que lo que entonces necesitaba era una buena gallarda.
La palabreja impactó. Ante mi extrañeza lo primero que hicieron todos al día siguiente, fue preguntarme por su significado, y claro, ya más sosegado, me sentí abrumado por la pregunta. Como decirles que una gallarda era una…, no, mejor ni lo escribo; como buscar la palabra exacta que la describa sin caer en el burdo taco callejero o en el elevado sofisma místico-religioso típico de los confesionarios.
Que problema nos trae nuestro querido castellano. Al acordarme aquí de los estudiosos de la Real Academia de la Lengua, si aquella que “limpia, bruñe y da esplendor”, un montón de anécdotas curiosas brujulearon por mi cabeza. Tanto disertar y discutir sobre Iberoamérica o Latinoamérica cuando aquí lo más bonito que me han dicho al compararme con uno de ellos era que parecía un latino y no porque hubiera nacido en España, sino porque los habitantes de estos países se nominan así entre ellos y a mí en aquel momento me consideraron como tal.
 
Como disfrutaría cualquiera de los humoristas hispanos al leer en el periódico con grandes titulares “Chino pierde la polla y se suicida”. No, no seamos malpensados, la polla aquí es el premio mayor de la lotería y no el órgano sexual masculino, como cualquier madrileño pudiera creer, o al comentarle, como a mi en una de mis primeras cenas oficiales, la dueña de la casa, con la mejor de sus sonrisas me pregunta que si me gustaban los chochos (claro que me gustaban, pensé entonces, pero bien entendido que a los que yo me refería no era aquellos blancos y tiernos altramuces que me obsequiaban, sino otros muy distintos), y yo ante su insistencia tuve que ahogar una carcajada y contestarle con un ceremonioso “Como no señora, me encantan”.
Aquí se puede constatar que la deformación en el significado de las palabras no tiene límites. Cualquier asturiano que de forma natural pidiera un culín de sidra, de vino o de café, sería tachado de soez y malhablado pues por estas latitudes esta palabra tiene oscuras reminiscencias. También él se asombraría cuando, al admirar junto a un ecuatoriano, el andar garboso de alguna de las hembras de esta tierra, éste comente complacido: “Que buena nalga tiene” o cuando la pudorosa de Marilín nos sorprende con aquello de “Ayer me pusieron una inyección en la nalga” y recordaría con sorna aquello del muslamen y la cacheira tan típico de su terruño.

Chochos
Pero seamos honestos, sin saber a ciencia cierta por qué existen aun una gran cantidad de palabras que se han mantenido incólumes con el paso de los años. Me hace gracia cuando me entregan “un celemín de copas” o me ofrecen con el café una típica “allulla” de Latacunga, pues estos dos giros, usados ya por Cervantes, son desconocidas en la España de nuestros días.
Así, envuelto en esta serie de giros idiomáticos casi me aparto del problema que me embarga. Quizás la cercanía de este pueblo carente por completo de expresiones soeces, en donde se llega, como mucho a un explosivo “Que hijo de flauta” haya afectado mi proverbial fluidez mental, o tal vez porque no soy capaz como Umbral de escribir un artículo de 20 páginas sobre “la gallarda y sus virtudes terapéuticas” (artículo al que remito a cualquier lector curioso que quiera ampliar sus conocimientos en este campo), o como Tom Sharpe, que sobre un bonito relato policiaco describe las peripecias de un desconsolado padre que intenta por todos los medios, saber si su hijo practica en sus ratos libres la consabida gallarda, utilizando para ello todo tipo de técnicas y no técnicas.
Efectivamente no soy así. Puedo escribir sobre la relajación posterior al hecho, sobre métodos, técnicas y posturas, sobre sus innumerables ventajas higiénicas, bueno, yo sobre otras muchas bondades sin duda conocidas por el lector o lectora practicante de esta terapia, pero lo que no soy capaz es de definirla, bien en su acepción culterana o en la vulgar y barriobajera. Sin embargo, como estoy rodeado de personas aficionadas a pasar la mañana rellenando los crucigramas de los diferentes periódicos y que inspiradamente preguntan cosas tan peregrinas como Yunque de platero de tres letras que empieza por “T”, o Río de la cabecera del Amazonas afluente del Marañón de siete letras. No me es difícil definirles la gallarda como Ejercicio personal y a menudo solitario nominado en la ortodoxia literaria por una palabra de once letras que empieza por “M” y termina por “E” y en la jerga popular por otra más corta y sugerente de cuatro letras que empieza por “P” y termina por “A”.

Francisco Umbral
Este hermoso juego de palabras dio pie a que a los pocos minutos todos mis contactos femeninos supieran lo que era una gallarda y aunque no lo dijeron en sus ojos brillara esa chispa maliciosa fruto de un par de dudas que entonces les corroía la mente. ¿Habría sido capaz ese loco, de hacerse un par de gallardas? Y ¿por qué no nos lo dijo claramente, con las ganas que teníamos de dedicarnos a la práctica de ese juego, pero de forma compartida?
Yo, mientras tanto y como siempre, viéndoles venir y sin comerme una rosca.