sábado, 7 de agosto de 2021
Epilogo
viernes, 16 de julio de 2021
Orquideas como despedida
Viajar, recorrer caminos, hablar con la gente, dejar perder la vista entre grandes masas de árboles, ver serpentear los ríos, contemplar montañas envueltas en nubes, pensar en mil cosas, ilusionarse, sentir el calor, la emoción del pecado o el gusto por lo prohibido, todo ello es parte de mis vicios, mi válvula de escape ante la depresión o la soledad. Ahora, en los últimos días de esta experiencia americana, vuelvo a viajar, regreso de nuevo a ese “carretero lastrado” que asciende por la cordillera y se desploma luego, bruscamente, hacia la Amazonía, navego por el Napo, sigo el curso del Pastaza, duermo en camas de madera, como yuca, arroz y caña, hago, en fin, lo que ya hice otras veces.
Voy con amigos a quienes todo les impresiona y para los que la sorpresa es lo fundamental del viaje. Para mí, sin embargo, que conozco los caminos, los cambios violentos de vegetación o las curiosidades topográficas, es lo nuevo lo que me asombra, ese algo que por precipitación, por climatología o por cansancio se me pasó por alto, aquello que busqué afanosamente y nunca tuve ocasión de encontrar. Hoy la naturaleza me ha ofrecido sus flores. Flores perfectas, deliciosas y fugaces, símbolos del amor y del dinero, de la pasión de una hora, de un día y de esa “plata” que todo lo compra, lo usa y lo desecha. Orquídeas blancas, moradas, anaranjadas, moteadas, no en cajas de plástico con lacitos sino libres, salvajes y coloristas. Flores típicas de la preamazonía ecuatoriana que siempre se me mostraron esquivas y que hoy surgen a millares en ribazos, taludes de carreteras, setos, y que, a modo de pequeñas banderitas sacudidas por el viento, me dan su peculiar despedida.
Después de lo conocido lo ignoto. Ese viaje pensado, preparado mil veces y nunca realizado, ese ir de un lugar a otro utilizando todo tipo de transportes: la “buseta”, el “electrotrén”, la canoa. Ir a San Lorenzo saliendo por Ibarra y regresando por Esmeraldas ha sido mi último gran viaje. Bajar a la costa en el único tren ecuatoriano en funcionamiento era “mi asignatura pendiente” y ya la he aprobado.
Solo y rodeado de gente, voy descendiendo lentamente desde los 3.400 mts. de la Sierra hasta el nivel del mar. El “autoferro” se detiene inexorablemente en todos los pueblos: Mundo Nuevo, Guallupes, Rio Blanco, Arenal, Lita, El Placer, y por último, San Lorenzo. Cada parada va acompañada de una invasión de vendedores que ofrecen indistintamente arroz, papas, carne y frutas. El “ferro” se va poblando de tipos genéricos indefinidos, los agricultores, los niños y los indios se entremezclan con los turistas y los animales.
Recostado en la cola del vagón me recreo con los diferentes paisajes. Al principio las cumbres de la cordillera, luego los desfiladeros, más tarde los ríos torrenciales y por fin la gran llanura tropical absolutamente verde. Poco a poco esa familia anónima que desciende, empieza a conocerse. Ocho horas son muchas para pasarlas en silencio. Se habla, se come, se bebe. El blanco, el indio y el negro confraternizan, todos sudan copiosamente, están cansados, padecen la incomodidad normal de este arcaico medio de transporte. Puentes y túneles se alternan sin interrupción. Las paradas son cada vez más largas y las comidas más copiosas. Sin quererlo me doy cuenta que aquí, sobre la costa occidental, también las orquídeas hacen su aparición. Fugazmente surgen y se esfuman. Una, otra, otra, un bosque de orquídeas nace ante mis ojos. Desaparece y el calor lo invade todo. El adiós de las flores blancas da paso al colorido tórrido del trópico. Hemos llegado a San Lorenzo. El sol me reconforta, estoy en la parte más caliente de este cálido país y me encuentro a gusto.
Como, paseo por la playa, recorro el embarcadero, fotografío paisajes, gentes, calles. De noche, con el ritmo lejano de una música negroide a base de bongos y tambores, me voy a la cama.
Salgo al amanecer. El “morocho” caliente y las tartas de maíz sustituyen con creces el rutinario café con leche. Dos horas a través de los manglares hasta llegar a La Tola, de allí a La Tolita intentando encontrar esa primera cultura ecuatoriana afincada sobre el mar, minera, artesanal, explotadora de oro y abastecedora del precioso metal a los ejércitos de Atahualpa. Mas adelante, sobre uno de tantos destartalados autocares abiertos y con bancadas de madera, salgo vía Esmeraldas. Horas de caminos de tierra bajo un sol tropical, en unión de una población nativa, mayoritariamente de color, tranquila y comedora que aprovecha cualquier ocasión para rellenar sus enormes estómagos; tortas de maíz, queso y maduro, naranjas, aguacates y sandías, todo se mezcla y se engulle. En cada pueblo del trayecto, seis o siete vendedores se encaraman sobre el “bus” y durante varios kilómetros efectúan sus transacciones culinarias. La gente se adormece, se aletarga, se traslada del interior al exterior del vehículo. Me ofrecen de comer, me indican las fotos más curiosas, me piden que les capte con mi máquina y luego les envíe su retrato. Por fin, cansados y sudorosos llegamos al atardecer a Esmeraldas.
Allí, por fin, un hotel, aire acondicionado, comida y una gran playa; todo muy bien menos el viaje de regreso a Quito. No hay billetes, debo esperar un día entero y para colmo, he de viajar de noche. Un día entre la playa y mi habitación, un día en el que el calor, el contacto con la gente y el ambiente invitan al sexo. Un día solo añorando una compañía femenina, hoy inexistente, con quien poder hablar, beber y amar. Un día entero soñando con esos cuerpos fibrosos y morenos, con grandes pechos y cinturas estrechas, un día pensando en las mujeres que aquí conocí: Berni, Janneth, María, Mara, Silvanita ,…, todas distintas, todas amantes.
Amanezco en Quito tras una noche de viaje rodeado de olores, ronquidos y canciones. De la calle 24 de Mayo al hotel, a la ducha, al trabajo. Son los últimos días, debo recoger, archivar, ordenar.
Se cierra un ciclo de mi vida, no uno más, sino uno definitivo. Han sido dos años en los que he aprendido a sufrir, he pasado muchas horas solo, he conocido a quienes me rodeaban y he empezado a conocerme a mí mismo.
No estoy triste, tal vez mi fantasía, mi imaginación o la soledad en la que voluntariamente me he encerrado, sirven para aminorar el dolor de la marcha, eso, o la certeza de que solo he sido un fugaz meteoro, curioso y sorpresivo que apareció un buen día sobre el cielo quiteño y que solo consiguió impresionar el alma de dos maravillosas mujeres, iguales y tan distintas, siendo, para el resto, uno mas de esos miles de extranjeros que todos los años recalan en sus tierras.
Todo seguirá igual: el pueblo, el paisaje, el clima, esas orquídeas que hoy nacen y mañana mueren. He sido un viajero, un visitante, un aventurero inconsciente y osado, un loco pequeñito o, simplemente un “malcriado”, no obstante, todo lo que me ha rodeado me acompañará siempre garabateado con trazos difusos sobre estas malas cuartillas. Vosotras también, sobre todo tú, Mara, y tú, Natalia, reales y ficticias, compañeras amigas y amantes, nombres de ilusión que cubren mujeres reales. Siempre añoraré esas canciones, esas comidas, aquellos momentos que vivimos juntos.
Hoy las orquídeas de vuestras selvas me han despedido, vosotras no; una tarde nos dijimos hasta luego y alguna mañana nos diremos “Hola, cómo estás, cómo has pasado” como si hubiera sido ayer mismo cuando nos separamos.
jueves, 8 de julio de 2021
Hola Sr. Peña
No sé por qué. Quizás exclusivamente por eso, por la voz, o por ese cambio de entonación con el que decía: “Hola Sr. Peña”, cuando acababa de hacer el amor, serán los aspectos que recuerde de aquella “mina”, rubia teñida, que una soleada mañana de Mayo me presentaron en la calle Amazonas.
Sin quererlo, sin pensarlo y casi rehuyéndolo, tropecé con ellos. Presentación con sorna; “José Luis. Nora. Lleva dos meses en Quito y aun no conoce varón”, luego todos juntos a comer y a los postres, el tema erótico toma un sesgo inesperado. Gracias a mi fino ingenio fui bandeándome sin perder los estribos. “Que si era incapaz”, “A que estaba esperando”, “Que así se las ponían a Felipe II”. Efectivamente, si la mitad de lo que decían era verdad, me la estaban sirviendo en bandeja.
Tenía que ir a trabajar y tuve que abandonar, a mi pesar, aquella agradable reunión. Ellos sí continuaron. Cuando a las siete regresé, la animación y la euforia alcanzaban límites próximos a los máximos permitidos. Tras superar los típicos “cantos regionales” y los “insultos al gobierno”, se estaba cayendo en las “transgresiones filosóficas”. Pese a que los temas me sugestionaban y, una o dos veces intenté terciar en una discusión incongruente sobre la decoración tropical del bar, típicamente español, la fijación temática de los contertulios era, no ya escasa sino absolutamente nula.
Aun hoy, al recordar aquel 14 de mayo, no entiendo cómo cambió la situación, que hizo posible que dos seres aparentemente distantes, tranquilos y relajados, cayeran de repente en un bacanal de lujuria y sexo. Sin una ruptura lógica, sin una aproximación tentativa, sin terciar entre ambos cualquier tipo de consigna, nos fundimos, de pronto, en un abrazo y nuestras lenguas se enroscaron como dos serpientes. A partir de entonces, y durante las siguientes cuatro horas, fuimos dos amantes ansiosos de carne y sensaciones.
Con prisa, como si el mundo fuera a acabarse en los próximos minutos, desapareció la ropa y caímos en la cama. Allí nuestras manos, nuestras bocas, nuestros sexos se unieron y se desunieron, se buscaron, se acariciaron, se lamieron. En una especie de lucha sexual sin tregua vimos morir la tarde y, exhaustos y gozosos tras el amor, salimos, ya de noche, en busca de algo sólido con que alimentarnos. De aquellas horas de frenesí, de jadeos, de suspiros, solo recuerdo el final, solo: “Hola Sr. Peña”. Fue algo sorprendente. Aquel animal sexual, aquella hembra deseosa de varón, que durante horas había vivido al máximo los placeres de la carne, que poseyó y acarició mi cuerpo, puso punto final a la orgía con una frase rara pero bella, frase en la que, cambiando la entonación de la voz, sustituyó el grito descontrolado del placer por un murmullo suave de gratitud. Su “Hola Sr. Peña, cómo estáis”, lo decía todo.
Después de aquella primera noche, hubo otras mas y en todas, el final fue siempre el mismo: “Hola Sr. Peña”. A partir de aquel día el diálogo se hizo entre nosotros mas fluido, los sentimientos brotaron y las confidencias aparecieron. Nora, la rubia porteña, la mujer baqueteada por la vida, se encontraba ahora sola y sin dinero. Hacía mucho que, como consecuencia de un desengaño amoroso, salió de Buenos Aires y con desigual fortuna recorrió Uruguay y Chile. Algo menos que un día aciago fue asaltada en Lima quedándose con lo puesto y ahora vagaba por Quito en busca de trabajo y amistad.
Era feliz. Sus días tristes, sus miserias, sus frustraciones, su soledad, estaban archivados. Se sentía poseedora de un hombre y de un medio hogar, un hogar que no sé si algún día tuvo, un sitio donde cocinar, ordenar y vivir.
Nos despedimos con amor, en el amor, haciendo el amor, con un beso y una sonrisa. Quizás nunca nos volviéramos a ver, ella seguiría deambulando por su América del alma y yo…, yo era una incógnita en el tiempo.
“Hola Sr. Peña”, “Hola Sr. Peña”, era un gracias, gracias, gracias de alguien errante por la vida que no pedía nada y a la que, desgraciadamente, solo di sexo y un poco de compañía. Era una frase que valía millones pero que, debido a mi estado anímico, no supe valorar. Era su último grito de esperanza que, por encima de la carne, se grabó en mi cerebro.
Nora, mi rubia argentina, mi amor de una semana, la primera mujer marcada por una vida larga y azarosa a la que conocí y poseí, siempre te recordaré por esa frase, por algo tan simple como: “Hola Sr. Peña”, dicho con entonación porteña y enmarcada por una sonrisa mezcla de nostalgia, cariño, felicidad y tristeza.
jueves, 1 de julio de 2021
Adiós, hasta siempre
El agua que se va jamás regresa
Violeta Luna
Regresé a ti. El trabajo, las risas, mis “guambritas”, todo lo demás, fue, para mí, lo anecdótico, mi cortina de humo capaz de distraer la atención de quienes me rodean. Durante meses he pensado en ti, en lo que hicimos, en todos aquellos días que pasamos juntos, en tu cuerpo, en esos lugares con nombre propio: Pululahua, El Pichincha, la calle 18 de Septiembre,… Ahora, al volvernos a ver, al pasar de nuevo junto a ellos, se agolpan en mi mente. Por eso quiero irme, por eso no quiero volver a recorrer las calles de tu hermoso Quito, por eso, a determinadas horas de la mañana y de la tarde, pienso que vendrás, que como tantas otras veces tocarás en la puerta de mi casa y nos fundiremos en un solo cuerpo. Aun, hoy en día, esas horas son para ti.
Cuando maliciosamente sonreíste ante mis insinuaciones de que ya no me obsesionaban las mujeres, creo que no tenías razón, ambos pensábamos en cosas diferentes.
Solo contigo me he portado mal. Solo los dos sabemos que determinados días, de determinados meses, hubiera sido mejor pasarlos separados. Sin embargo, te veo feliz. Más feliz que nunca, tan guapa como siempre. Tienes en ti algo exclusivamente tuyo y yo, al contrario, arrastro un vacío que se perdurará en el tiempo, una serie de interrogantes a largo plazo, que, como en esas malas series de la televisión sudamericana, no tendrán nunca una respuesta. Me hubiera gustado hablar y hablar contigo, decirte lo que sentía, conocer tus sentimientos. “No pudo ser”. Solo a ráfagas, de forma pasajera y tumultuaria he ido sabiendo. Me doy cuenta que soy ese eslabón perdido de tu vida que lo mejor que puede hacer es desaparecer para siempre, que nunca, para tu bien, nadie te asocie conmigo.
Cuanto he cambiado. Al llegar, hace más de dos años, conocía el mundo desde afuera, lo imaginaba, lo pintaba a mi gusto. Ahora es distinto. Mi amigo Alberto me insulta, según él y puede que tenga razón, soy un imbécil al desaprovechar cuantas ocasiones se me han presentad. Opino que no, inconscientemente me entrego por completo, la mujer es para mí siempre un ser maravilloso a la que hay que cuidar y mimar. Debo apartarme de ellas, no quiero, como a ti, hacerles daño. Por eso tu risa de ayer, algo maliciosa, tenía algo de razón. Tú eres mi pecado, mi dulce pecado, y no deseo que, por un alarde dialéctico, por un exceso de comprensión, o por esa soledad que me acompaña, pueda volver a hacer sufrir a quienes me rodean.
Me gustaría verte crecer, ver cómo pasan sobre ti los años, como envejeces y sin embargo, siempre te veré joven, sonriente, denuda bajo mi cuerpo. Para mí tu edad se detuvo un buen día de 1985 en el que de pronto, casi sin quererlo, nos entregamos por completo con un único beso.
Besos volados, caricias furtivas, recuerdos, amor, amor, amor…
domingo, 27 de junio de 2021
Dos besos
Ella, que siempre se ufanó de que nuestra relación frisaba los límites de la hermandad, me ofreció sus labios como un último regalo, aquellos que, en determinado momento, deseé y nunca tuve, esos labios finos, duros, apenas dibujados, carentes de sexualidad, labios acostumbrados a llorar y a sufrir. Cuando quise darme cuenta había atravesado el control de pasaportes y deambulaba plácidamente por la zona internacional del aeropuerto Mariscal Sucre.
Hacia mas de dos años desde que un 27 de Febrero aterricé en otra de sus pistas y me ha sido necesario romper en dos la salida para atenuar, en parte, la brusquedad del adiós, del hasta nunca. Muy pocos de los que durante este tiempo conocí y de los que con pena me separé hace apenas dos meses, me han reconocido como amigo. Solo algunas mujeres y Alberto, mi entrañable compañero de farras y borracheras, han sentido realmente mi marcha, para el resto, soy un pasajero más del vuelo regular de Avianca que sale todos los miércoles rumbo a Bogotá.
Llovía. Amaneció un día gris y plomizo. Tenía que hacer dos cosas: mandar un ramo de flores y despedirme de Mara, luego, esperar pacientemente la salida del avión.
Recorrí las calles cobijándome apenas de la lluvia. Tenía tiempo, mucho tiempo. Eran las ocho menos cuarto y ella llegaba a las ocho. Esperé observando como los más madrugadores de aquel gran bloque de oficinas iban incorporándose al trabajo. Recaderos, secretarias, algún ejecutivo. Llegó puntual. Salió del ascensor y antes que desapareciera por el pasillo la llamé. Entramos juntos y cerramos la puerta. Como tantas otras mañanas desde que la conocía, su cara expresaba tranquilidad y alegría. Sus ojos brillaban, sin apenas hablarnos nos abrazamos y nuestros labios se unieron.
Volví a recordar aquellos besos cálidos, dulces y largos que durante meses nos dimos furtivamente. El sabor del carmín, su lengua, el ansia de poseer y ser poseída renacía de nuevo. Al separarnos teníamos los labios manchados y no queríamos que todo terminase. Nos volvimos a besar y me fui. “Cuídate, mi amor, y olvídame pronto”, fueron sus últimas palabras. Salí a la lluvia.
Mientras mantenía en la boca el calor de sus labios recordé el primer beso sobre la inmensa caldera de Pululahua. Nos separábamos con amor. Nos habíamos entregado sin reservas aun sabiendo positivamente que todo era un error. Podía ser el final de una hermosa historia pero ambos teníamos fe en que algún día nos volveríamos a encontrar. Su beso, su último beso, fue un beso de futuro, de “vuelve pronto”, de esos besos que, como dice el poeta, “besan el corazón”, de esos pocos que se recuerdan toda la vida.
Hice el equipaje. Mandé una docena de rosas a otro ser maravilloso que siempre tuvo la virtud de aparecer y desaparecer en los momentos más inesperados, que siempre estaba ilocalizable y de la que, lógicamente, no podía despedirme personalmente, tomé un taxi y partí hacia el aeropuerto.
Creí que mi salida de Quito sería impersonal, similar a la de esos hombres de negocios que recorren el mundo, que conocen todos los aeropuertos, que se mueven por ellos con decisión y soltura, que jamás tienen a nadie que los despida con ternura, pero no fue así, Bevi estaba allí. Nerviosa, desaliñada, con prisa. Como siempre, y debido a sus múltiples ocupaciones, no había podido desayunar, no tenía tabaco pero, eso sí, había escrito a su hija, le había comprado una serie de regalos y estaba triste, muy triste.
Diecisiete horas en el aeropuerto de El Dorado son muchas horas para pasear, comprar y leer. Tras un enrejado de plantas tropicales dejo vagar la mente sobre mis dos últimos besos quiteños. Los mejores, los más auténticos. Uno de amor, de pasión contenida, caliente como el fuego, sabroso y posesivo, otro de agradecimiento, seco, contenido, prometedor. Dos besos que se enroscaron en mi lengua intentando retenerme, dos besos idénticos y opuestos. Uno, de la América latina, el otro, de la sajona. Los dos me evocarán siempre los recuerdos y las vivencias más queridas de esa época triste en que pasé el ecuador de mi vida y dejé atrás los míticos 40 años, iniciando el duro camino de la madurez. Ellos, al menos, me enseñaron que el cariño, la aventura, el deseo y el amor, siempre van por sendas diferentes a las de la edad y que, afortunadamente, en cada una, encontramos nuestra porción de felicidad. Debemos, por ello, sentir agradecimiento hacia quienes nos ayudan a conseguirla. Fueron besos agridulces de un pasado feliz, besos irrepetibles y eternos.
domingo, 13 de junio de 2021
Gracias, negrita
“De hoy en adelante no te llamaré por otro nombre que Mara ¡Mara! Con tu pelo negro cayendo ondulado sobre tus hombros, sentada frente a mí, tus párpados de uva llenos de lágrimas, cogida a mis manos, con tu boca carnosa amargada, con tu nariz recta temblando como el pecho de un ave, me lo contaste todo. Yo sabía que ese era tu remedio. Ni agua ni inyecciones, sí rezos. Mara, tenías que contárselo a alguien y tuviste fe y confianza en mí, me confiaste algo más íntimo que tu amor, más íntimo que tu desnudez. Me confiaste tu dolor.”
Te acuerdas de aquella tarde en que despacio, sin saber a ciencia cierta por qué, me abriste tu corazón, me entregaste tu mente. Yo callé y asentí. Tal vez allí empezó esta relación que nunca morirá.
“Fui el primero en oír tu llanto cuando caías vencida al martirio de tu silencio y sin embargo, no pude advertir antes tu tragedia”. Ahora la sé, la sé toda y para mi desgracia he añadido a ella otra parte importante. Has sufrido siempre. Todo lo que deseaste lo tuviste sin poderlo retener. Fueron hermosas experiencias que solo tenían cabida en tu mente y en tu diario.
“Mara, Mara. Es la noche. Aquí están libres. Aquí mis papeles de escritor. Aquí la ventana abierta desde donde veo las estrellas. Oigo el carraspeo de la hamaca. Una guitarra lejana bordeando la noche. Tú no duermes bajo mi amparo Mara".
Aquí están mis poemas, mi novela en la que trabajo anhelante, los libros en que leo, la ventana y el cielo estrellado. Pero en mi libreta, que nadie leerá, yo me desahogo de tu angustia y aquí, y para mí, no te llamaré de otra forma: ¡Mara, amargura! Ambos nos desahogamos, yo emborronando cuartillas y tú hablándole a ese diario que te acompaña desde los 15 años y en donde has ido vertiendo tus alegrías, tus experiencias, tus fracasos y en donde yo aparezco únicamente con mis iniciales J.L. ese montón de páginas que nadie leerá y que tal vez, como éstas, no sean más que gritos de angustia perdidos en el mar blanco de la soledad, son partes de tu vida, las más queridas para ti, las que a veces abrazas con pasión y otras quisiera eliminar como esos malos sueños que te acosan en tus noches de insomnio.
“Mara, no tengo valor para hablarte y debería hacerlo. Pero temo a tus grandes ojos húmedos color madera rojiza, ojos de agua transparente sobre tierra roja. Sé que nada me dirás. Que apenas bajarás tus párpados lentamente. Sé que me comprenderás. ¿Y cómo no iba a ser? Pero es a eso que temo. A tu dolida serenidad. A tu angustia rechazada. Tú eres de las que todo esperan, nada te sorprende. Yo, sin embargo, te conté mi vida creyendo decirte una tragedia singular”.
No, es mentira, mi vida es simple, monótona, lineal. Hasta conocerte, hasta conocer este país, nada ni nadie me había conmovido. Desde ahora será distinto. Has, o mejor habéis roto esa envoltura de indiferencia y lógica que me rodeaba. Mi tragedia será mi humanidad. Ya no seré ese ser frío que un buen día arribó a estas cálidas tierras en donde se da la caña de azúcar, el cocotero, el aguacate, el café y en donde la fantasía, la insensatez y la lujuria alcanzan sus máximas cotas. Tendré que acostumbrarme a vivir con mujeres que vibran, que sienten y que gozan. Todo esto no de lo conté, tú eras el problema, el ser joven e indefenso con una vida por delante y ya con un gran cúmulo de experiencias. Tú fuiste la fuente de la que todo lo aprendí, mi libro de cabecera desgraciadamente siempre lejos de mi mesilla.
“Mara, ¿cómo decirte? qué cosa estrecha es a veces la palabra ¡Mara! yo conozco tu piel verdi-blanca de mate color, carne de agua de mar. Una tarde, sin esfuerzo alguno, se tocaron las yemas de nuestros dedos y no nos sorprendimos. No lo intentamos pero lo esperábamos. Tú sonreíste. Tu suave sonrisa, plácida, no era alegre. Tú no eres alegre. Siempre eres dolida. Pero esa tarde, en tu sonrisa, había la vaga, la distante sonrisa de un niño, triste como tú y yo”.
Vuelvo a recordar. Aquella mañana, aquel roce de labios, aquel consentimiento pleno. Tu piel tibia, tus pezones, tu vientre plano, tu sexo y siempre tu sonrisa. Ríes, impartes alegría. Tus penas, tus problemas duermen bajo el mando de tu simpatía. Existen, pero solo nosotros los conocemos.
“¿Qué hacer Mara? Yo te siento llegar a la casa. Te me anuncias con tu perfume de carne mojada. Te veo menuda, drástica, ágil, caminando con tu breve paso. Pero tus grandes ojos color de agua sobre tierra ocre, tus ojos serenos y abiertos, tu pelo retozón, tu piel color de lana tostada y tu hablar. Y las yemas de mis dedos obsesionados por el terciopelo vegetal de tu piel”.
No son mis dedos. Son mis labios quienes recorren golosos los contornos de tu cuerpo. Es mi instinto de macho quien te ventea, quien espera cada mañana que como el sol surjas de repente junto a mí. Eres la mujer del día, de la luz, de la claridad. Nunca las sombras de la noche nos han sorprendido, solo el sol y el cielo azul de este Quito centenario han sido los únicos testigos de nuestro amor.
Ahora te has ido. Te fuiste antes que yo. Como perfecto grumete dejaste que fuera el capitán el último en abandonar la nave. Miro a mi alrededor y contemplo con pena la terrible realidad de lo último. El último libro, el último viaje, la última botella de ginebra, nuestra última mañana de amor, mi último cuento. Si mi último cuento es para ti. Real, soñado, imaginado, solo tú y yo lo sabemos. ¿Habrá sido todo verdad o será una burla más de mi inquieta inventiva?
“Yo encontré mi auditor más asequible en el papel. He vertido en él mi palabra y mi sangre y mis angustias. Todo cuanto ha hecho mi silencio lo he escrito en estas notas. Como quien da un retrato, como quien se desnuda, te doy esta intimidad mía. Vas a ser, con tus ojos de hembra, mi vida y lo que soy. Comenzaré a morir así”
Como siempre vuelvo a apartarme de ti. Tú tampoco los has leído. Nos encontramos en el irreal de mis escritos y a partir de entonces empezaste a tener en ellos vida propia. Al principio como una quimera, como un ideal inalcanzable, luego como algo real y maravilloso.
No serás mi Mara, tienes nombre y apellido, tiene entidad, cuerpo, sentimientos. Eso, sin embargo, quedará entre los dos. Para el papel, para el curioso te llamarás, como tantas veces te llamaron y aún siguen llamándote Negrita. Yo nunca, salvo ahora y en aquella luminosa mañana en que te dije Gracias Negrita te llamé así. Entonces te acuerdas, vivíamos el amor bajo una blanca sábana de lino, estábamos sudorosos, cansados y felices. Desde entonces aparté para siempre de mí aquel "Lo hago bien…", desde entonces, determinados meses y en ellos determinados días, se grabaron con oro en el calendario de mis sentimientos, desde entonces supe que la mujer serrana no era “una mezcla informe de pasiones ardientes y frialdades extrañas, de entusiasmos momentáneos y cálculos ruines con un exagerado espíritu religioso y un fanatismo elevado al último extremo,… un ser débil, de poca iniciativa y víctima de enfermedades nerviosas”, supe que había mujeres como tú, mujeres excepcionales, olvidadas dentro de la complicada y machista sociedad quiteña.
Te llamé Mara, te llamaban Negrita, pero para mí serás siempre…
Gracias Negrita por todo lo que me diste y lo que me enseñaste. Gracias por haber hecho un hombre de lo que hasta hace poco era solo una máquina.
Nota: Para el mal intencionado lector debo aclarar que todos los párrafos en cursiva y entrecomillados pertenecen al libro de Enrique Gil Gilber, Relatos de Enmanuel. Ese lector debe comprender que soy apenas un principiante carente de ideas y de recursos. Pido disculpas a quienes pensaron que tan hermosa prosa pudo haber salido de este aprendiz de escribano.
miércoles, 9 de junio de 2021
Volcanes y barros
Quería contemplarte, deseaba que, en un momento determinado, surgiera tu cabeza tras un jarrón, entre una serie de sombreros y bolsos de paja, junto a un grupo de indígenas. Fue inútil. Por alguna razón más poderosa que nuestros deseos, no apareciste. Me quedé con esa ilusión, con mi soledad mal acompañada, con mis cámaras y mis fotos.
Era y lo sabía, mi última excursión. Todo lo que vine a hacer se había terminado. Solo tres días antes se firmó el acta final definitiva, y entonces, cuando la Dra. Reyes me felicitó por el éxito de la negociación, cuando me quedo solo en aquel gran piso en el que durante 29 meses había vivido, trabajado y luchado, en donde conviví con hombres y mujeres, ahora ausentes, recordé mi primer contacto con el proyecto al preguntar la Dra. En la reunión inicial:
—¿Hay entre los asistentes alguien que venga a trabajar en los yesos?—
—¿En qué piensas?— ella también, como yo, pensaba en otras cosas, en otro hombre en otras situaciones. Ella estaba ausente viviendo un ideal, o mejor, una realidad imposible de conseguir.Llegamos. Casi sin transición nos integramos en una corriente humana que, ajena al cansancio y a las incomodidades se desplazaba por la calle principal convertida hoy en mercado heterogéneo y variopinto. Telas, cacharros, colgantes, vestidos, adornos, hacían las delicias de visitantes y compradores. Yo quería otras cosas. Desde hacía varios meses me habían comentado la famosa feria de Barros de Ambato y esa era mi meta. Al final de la calle, sobre una gran explanada, cientos de vendedores ofrecían sus artesanías de barro. Entremezclados con el polvo y la paja surgían los tiestos, cuencos, macetas y demás enseres domésticos propios de la artesanía de Pujili, más allá, las palomas y gallos policromados de Cuencia, junto a estos la cerámica roja y negra del Cardú o los muñecos de Latacunga. Fue la primera vez que no compré nada. Vi, discutí, sopesé he hice trabajar febrilmente a mi cámara fotográfica. Todo quedó plasmado en mi mente y en ese carrete de diapositivas que iría luego a engrosar mi colección de fiestas, personas y paisajes ecuatorianos.
No me quedé en Ambato como había previsto. Tras una agradable comida nos integramos en una celebración cumpleañera y allí, entre el correr del trago duro y la triste música de los pasillos, volví a ensimismarme, a desconectarme de todo cuanto me rodeaba. Debería agradecer aquellas dos veteranas que se esforzaban en presentarme lo mejor de su repertorio, a los hombres que evitaban constantemente que se vaciase mi vaso, a Silvana, confundida como mi mujer o mi enamorada, la paciencia de aguantar todo tipo de bromas, a todos les debía algo y a todos les fallé. Estaba lejos, distante y apagado.
Solo tú quedarás para siempre, solo tú te perpetuarás al paisaje, a los colores, a las formas. Solo tú, como una enorme cicatriz abierta vivirás en alguna parte de mí ser. Como siempre te dije, soy muy viejo para que una herida se cierre y su cicatriz desaparezca. Mis tejidos, por aquello tan clásico de la edad, se regeneran mal y por eso, mal que te pese, siempre vivirás en mí.
lunes, 31 de mayo de 2021
Cambios
Hay quien opina que todo, o casi todo son realidades, que no hay una sola línea inventada, que solo la forma y las palabras son frutos de la mente, pero los hechos son ciertos, y en el fondo no hay más que verdades enmascaradas por la ironía, la tristeza o mi mal estilo literario. Es curioso, esto último es siempre soslayado por esas pocas personas cuya curiosidad les ha inducido a leerme, intentando con ello llegar a saber algo más de mi vida. Como todo en mi vida también esto lo empecé tarde y en consecuencia, mis mal llamados cuentos, adolecen de madurez, de sonoridad, de armonía.
Llegué para dirigir un proyecto de investigación minera, e hice de todo menos eso. Mis amigos, mis supervisores, mis compañeros pensarán que miento. No es así. Ahora, con la ecuanimidad que da el tiempo podrán decir que planifiqué, ordené, defendí dialécticamente su forma de actuar, evité que se llegara a una bancarrota económica, todo eso lo podrán decir, pero no que fui quien técnicamente llevó el proyecto.
"Sí, alguien que alguna vez conocí, escribió todo eso."
jueves, 27 de mayo de 2021
La Nueva Trova Cubana
Afrontando la primera lluvia del invierno, para mi desgracia con el limpia parabrisas roto, hice de tripas corazón y a media tarde, justo a esa hora que dedico a la lectura, al descanso o a la meditación, tuve que recorrer las inmundas calles de Quito para conseguir, con suficiente antelación, las entradas, pues también según sus razonamientos, si esperábamos a obtenerlas justo antes de la función, nos expondríamos a quedarnos sin ellas.
Algo fuera de lo normal me sorprendió; a la hora en punto el público empezó a impacientarse y con apenas cinco minutos de retraso se apagaron las luces generales y sobre el escenario apareció el cuerpo de baile de la compañía, destacándose en él, la esbelta figura de una morena. De entrada, y para empezar, no estaba mal. Tras ella, un apolíneo muchacho vestido de negro nos deleitó con unas canciones de los tan conocidos González y Milaneses, para luego, sin venir a cuento sorprendernos con una bonita historia sobre los medios de comunicación, los hablados, los visuales y los escritos.
Entre aquel popurrí de pequeñas obras sin aparente hilación, hubo dos que me asombraron. Cuando se presentó la compañía recalcaron que pertenecían a la escuela nacional de arte escénico cubano, y ahora de pronto, nos presentan una parodia sobre El General escenificando y ridiculizando la figura de un dictador militar, tan común, en otros tiempos en Sudamérica y hoy representada, en sus máximos exponentes, por Fidel Castro y Augusto Pinochet. Al pobre general lo tachaban de ladrón, mujeriego, opresor del pueblo y mil cosas más. De pronto empecé a dudar. Sería que Fidel Castro no era general, se había detenido su ascenso militar en cabo, capitán o tal vez en comandante. Quizás estuviera confundido y en Cuba reinara un régimen democrático con elecciones libres periódicas y pluripartidistas. Estaría tan mal informado para no saber que el paraíso de libertades cubanas había surgido de un golpe militar, aún hoy en el poder. Lo que son las cosas, aquellos actores o quienes los dirigían criticaban, no la paja, sino el leño en el ojo de sus hermanos los chilenos y no se daban cuenta que ellos vivían en el mismo tipo de régimen. Bueno, en el suyo no había protestas, ni oposición, ni nada parecido; el hábil juego de la desinformación y la propaganda lo tenía todo bajo control.
Siguió la obra y con ella los chistes, la crítica contra la televisión americana (tal vez porque era la única que veían), los entreactos musicales. Yo, en mi humildad, solo me recreaba en la escultural morena, y a fuer de no ser hipócrita, con la excelente interpretación del galán masculino.
El público, antes del último número, estaba ligeramente caldeado, algún bravo, algún aplauso suelto, bastantes risas y poco más.
Sobre el escenario, el mejor actor lanzó, como colofón, un monólogo mesiánico sobre la parábola del bonsái. Eran la deuda externa y los malvados jardineros del Fondo Monetario Internacional quienes coartaban el crecimiento de los países latinos obligándolos, como a los bonsáis, a crecer raquíticamente, a convertirse en países perfectos, pero en miniatura. El actor, siguiendo sin duda una consigna política largamente estudiada, contaba la historia de un bonsái que se revela y crece, crece, crece, preguntándose qué le daban sus jardineros y por qué. Otra vez, en mi ignorancia me respondía, al parecer erróneamente, que era dinero, dinero y dinero lo que les daban y se lo daban porque se lo pedían, pues en caso contrario dudo que el Fondo Monetario Internacional lo diera sin un requerimiento insistente de los países.
El público se convulsionó, los vivas y los aplausos atronaron en la sala. La gente se sintió de golpe, identificada con el actor y su ideario. Desde mi indiferencia mezcla de sueño, aburrimiento y hambre, no lo comprendía. Admitía, si, que el ecuatoriano o cualquier otro ciudadano de un país demócrata, se mofase de la figura del dictador y que le sentase a rayos tener que pagar a los países ricos su deuda externa, pero no podía entender que un grupo pagado y dirigido por el gobierno cubano despotricase contra un general dictador, cuando ellos mismos tenían uno y seguían a pie juntillas sus consignas, que luego se opusieron a pagar sus deudas a los países occidentales, cuando su máximo endeudamiento provenía de los países del este y justo este hecho ni lo mencionaban, ni aclaraban como iban a solucionarlo.
Salí tranquilo. Mi acompañante, que me había instigado durante toda la semana, ahora protestaba. Aquello ni era serio, ni en su buena lógica debía estar patrocinado por la Unión Nacional de Periodistas, grupo de profesionales a los que se les debe tachar como de imparciales.
No sé la repercusión que tal espectáculo tendría a posteriori, si influiría en una gran parte de la sociedad o solo un grupo reducido, disconforme siempre con los establecido y deseoso de alcanzar ese paraíso irreal que nunca se consigue en la Tierra, y menos aún a base de engañar, protestar, chillar y no trabajar, lo que sí sé es que aquella no era la famosa Trova Cubana que había revolucionado el mundo musical y que fue capaz de engarzar la buena música con un canto de sana protesta contra los males que aquejaban al mundo y que por desgracia se cebaban sobre los países latinos.
miércoles, 19 de mayo de 2021
El socialista del hotel Colon
No quisiera que alguien achacara lo agridulce de estas líneas al hecho de estar desplazado de mi patria, viviendo en un país que no es el mío, esto, para ti suspicaz lector, ha sido dulce, lo agradable de la historia, lo otro, lo que poco a poco irá fluyendo de mi pluma, es lo agrio, lo que me ha hecho pasar muchas noches en vela y ha terminado blanqueando mis cabellos.
Bonitos slogans. Aquello de: “100 años de honradez socialista” o “Por el cambio” fue, para la mente débil de muchos españoles un martilleo constante que acabó llevando al poder al partido de Felipe González. Fue, como siempre en política, una enorme mentira electoralista. Pregonaron lo contrario de lo que eran. Hoy, con la ecuanimidad que da el tiempo, y en mi caso también el espacio, creo firmemente que el único político honrado que he conocido fue mi padre (no porque fuera mi padre, sino porque tras doce años de vida política en activo, murió pobre en aras de unas ideas en las que creía y de las que, para mi desgracia, no sacó ni una mísera peseta). Los de ahora, los chicos de babor como los nomina un hiriente escritor de derechas, se han hecho de oro: casas, terrenos, yates y hasta amantes, que esto, también cuesta su pasta; debe ser como compensación a esos tan cacareados años de honradez, como ellos dijeron, que había que cambiar y efectivamente cambiaron, ya no son honrados. Pero eso no fue todo lo de por el cambio fue mejor. Efectivamente cambiaron, cambiaron algo por nada, destruyeron lo poco que había, multiplicaron el paro y llevaron a la quiebra a cientos de pequeñas empresas.
Por esos imprevistos del destino, lo que un día fue para mi casi trágico, lo que mis compañeros calificaron como destierro, fue, a la larga, un islote de esperanza. Desde aquí, desde casi 18.000 km de distancia, más que ver, me han ido contando la lenta muerte de mi empresa. Hoy solo quedo yo, lo que fue un grupo de técnicos competentes y compenetrados es ahora una diáspora triste. Aquella oficina que me nutría de información y me resolvía los problemas es hoy un telex muerto. La alegría de quienes me despidieron un día se ha tocado en tristeza y odio. Los amigos de ayer hoy son mis desconocidos. Ese nexo hacia algo vivo ya no existe, y sin embargo aquí sigo manteniendo lo que un día fue. Durante mucho tiempo tuve que mentir ante todos, tuve que tragarme preguntas y más preguntas, tuve que disimular y enmascarar, con risas, los problemas que me envolvían. Hoy algunos lo saben y me ayudan, los más se mantienen en la ignorancia. Hoy la inquietud de la duda ha desaparecido y solo me queda una gran soledad técnica y la pérdida transitoria de esos amigos con los que tan buenos ratos pasé trabajando por toda la geografía hispana.
Hace cerca de 20 meses que llegué a estas cálidas tierras y casi al mismo tiempo Vicente (entonces solo sabía su nombre) recaló también por aquí. Fue él quien primero me saludó, me preguntó por la familia, se interesó por mi trabajo, en fin, se comportó como un español que se encuentra, en el extranjero, con alguien de su tierra y como él, también solo.
En parte por el trabajo, y en parte por no volverlo a ver en mucho tiempo, lo fui olvidando. De tarde en tarde lo veía, tomábamos unas copas, nos intercambiábamos información, en fin, lo normal.
Con el tiempo ambos nos consolidamos en Quito. Desde entonces nuestros contactos se acrecentaron, charlábamos más, teníamos amigos comunes, empezábamos a interesarnos por nuestros respectivos trabajos; en la soledad y bajo el efecto ablandador del alcohol, las trabas iniciales fueron lentamente eliminándose, y entonces, solo entonces la política, mi gran amiga encubierta de la política surgió inevitablemente.
Al principio a todos nos extrañó. Un hombre solo, bien trajeado, con abundante plata, viviendo de forma continua en el Hotel Colón, desplazándose por todo Ecuador y a veces por los países limítrofes, siempre bronceado, habitual de los mejores clubs deportivos de Quito, jugador diario de tenis, gran aficionado a la adquisición de cuanta cerámica precolombina cayera por sus manos, poseedor en pocos meses, de una magnífica colección de antigua filigrana de oro, y viajero continuo a la madre patria, no era normal en estas latitudes. O hacía excelentes negocios, cosa por otra parte improbable ya que entre nosotros lo sabíamos todo o había en él gato encerrado.
viernes, 7 de mayo de 2021
Crónica familiar de un apacible safari.
Cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia. Por extraño que parezca tanto los personajes como las situaciones son auténticas. El autor pide disculpas por inmiscuirse en la vida privada de estas personas, pero, como ellas saben, esto es un vicio innato en él.
El Autor
A sabiendas de que soy el menos indicado para intentar plasmar en unas cuartillas lo que fue nuestra excursión a Misahuallí (puerto sobre el río Napo y lugar donde empieza la pre amazonia ecuatoriana), exponiéndome a recibir las críticas más mordaces por parte de dos de los participantes en el evento, ambos periodistas consagrados y habituados a informar o más bien a desinformar a esos cándidos lectores de periódicos, y seguro de ser chantajeado por el resto de los expedicionarios, que intentarán por todos los medios evitar que esta sucinta descripción de hechos llegue algún día a publicarse, hay en mí un no se que (mi mujer lo llama deseo de protagonismo), que me incita a glosar todo lo que aconteció durante el fin de semana del 16 al 18 de agosto de 1985, pues en caso contrario, tanto la imaginación de los unos como la deformación dialéctica de los otros, terminarían por enmascarar la realidad de los sucedido.
La historia se inició una soleada mañana del verano quiteño durante la cual cuatro intrépidas mujeres Helga, Beverly, Linucha y Marisa con ánimo de mostrar a esta última las bellezas naturales del país, programaron, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, una excursión a la amazonia (“Safagui a la selva” en el castellano germanizado de Helga).
Bajo un cálido sol primaveral vistiendo modernos y coloristas bikinis, degustando jugos de frutas con ginebra y comiendo sabrosos cebiches de corvina, nuestras cuatro diligentes amigas idealizaron lo real. Beverly, obsesionada por conocer la espesura de la Amazonía, influida desde niña por un padre excéntrico, propietario de un pequeño zoológico en Florida (EE.UU) y amante enfermiza de los animales (debo aclarar que en esta acepción solo incluía perros, gatos y loros), paso los tres días previos a la salida convertida en una nueva Jane, sí, aquella inseparable compañera de Tarzán. Helga destapó su vena alemana y preparó todo un arsenal de campaña digno de una incursión a lo más intrincado de la selva. Para su safagui no faltaba de nada: comida, medicinas, agua, repuestos para los vehículos, sombreros, lociones contra los mosquitos, sueros antiofídicos, cremas solares y un sinfín de artículos inservibles (como curiosidad digna de mención cabe señalar los rulos para el rizado de su pelo y los walky talkis para la comunicación entre vehículos). Ah, diseñó por último un vestuario de acorde con la aventura. Según ella el vestido “estaguía” de “acuerdo” con la ocasión, además llevaguía un bonito salacof. Las otras dos, ajenas por completo a estos avatares, una, por haberlos vivido ya varias veces y otra por no haberlos vivido ni importarle nada lo que pudiera suceder, se dedicaron a divertirse y a esperar pacientemente la fecha de salida.
En mi posición de narrador es humano pensar (o al menos así lo creo) que no debo presentarme como el mejor, y mucho menos como el peor, debo mantener3me dentro de la más absoluta mediocridad. Por esta razón pecaría de inmodesto si dijera que llegué puntualmente al lugar de reunión. No, por esas cosas raras de la vida (dos mujeres pesadísimas y dos encantadores niños, mis hijos para mayor información) me retrasé como media hora. Allí, en la salida de Pifo, donde la carretera asfaltada se convierte en un camino polvoriento, la familia Kulbrick montaba guardia plácidamente. La rubia Helga luciendo un sugestivo vestido rojo, ataviada con turbante a juego y devorando una pequeña hamburguesa, rompía el monótono paisaje verde y resaltaba vivamente entre un grupo de indios, oscuros y pequeños, que la observaban como a una aparición. En el coche, impávidos ante el paso del tiempo, Gunter, su ex marido y Andy, el hijo de ambos, leían el periódico.
Su coche era un auténtico camión de suministros. Había de todo y en abundancia. Tras otra media hora de espera nos decidimos a reiniciar la marcha. La familia Morales, por esas cosas normales de Beverly, se retrasaba más de lo previsto, y eso que su idea era levantarse a las 6:00 de la mañana y ser la pionera en iniciar la marcha, pero claro, conociéndola como la conocíamos sabíamos que era un imposible.
Los primeros kilómetros discurrieron con una cadencia casi monótona. Ascendimos la dorsal andina, como siempre no pudimos contemplar el Antixana al estar cubierto por las nubes, paramos en la laguna de Papayacta, admiramos las piscinas termales de la misma localidad, fotografiamos las casadas de Baeza y cuando ya creíamos que los Morales habían desistido del paseo los encontramos en la bifurcación hacia Archidona. Fue una alegría inmensa. Sobre la explanada del único surtidor de gasolina del camino estaban todos. Beverly, Alberto, Iván, Javier, Marcelo y Anita, cada uno con una bolsa de tostado en la mano y una Coca-Cola. Al igual que nosotros pensábamos de ellos, nos creían perdidos, pero no, estábamos al completo. Se iniciaba entonces la marcha conjunta hacia la Amazonía.
Tras las paradas normales con objeto de contemplar el paisaje, hacer las necesidades fisiológicas propias de los seres humanos (por cierto, a la vista de los incrédulos pasajeros de la línea de autobuses – busetas en el lenguaje popular – Tena-Quito), ver las cuevas de Jumandi y la iglesia de Archidona, llegamos sudorosos y hambrientos a Tena. Allí empezaron las discrepancias. Unos querían continuar hacia Misahuallí, otros preferían comer y descansar. Por mayoría se decidió lo segundo, y entonces los defensores de esta tesis se vieron en la obligación de encontrar un salón restaurante que sirviese comida (para información general eran cerca de las tres de la tarde y por estas latitudes se acostumbra a comer entre las 12:30 y las 13:00). Falló el primero, el segundo, el tercero, el … La crispación empezaba a hacer mella entre los aventureros. Afortunadamente cuando ya se había revocado la primera decisión y emprendíamos el camino hacia Misahuallí, alguien preguntó y obtuvo confirmación a su pregunta: El bohío del moreno (negro esmeraldeño en el léxico popular) estaba abierto y servían comidas a cualquier hora. Las extravagancias y sin razones empezaban. Nadie, por muy optimista que fuera podría imaginar que en Tena podríamos comer opíparamente, pero fue así. A la sombra de unos chiringuitos de paja dura y servidos pulcramente por un atlético moreno devoramos camarones y corvina acompañados de un riquísimo arroz. Lo veíamos y no lo creíamos. Alguien comentó que ni en una elegante terraza de Serrano comeríamos tan a gusto como en aquella polvorienta picantería de Tena.
Saturados de cerveza y pletóricos de optimismo caíamos sobre Misahuallí. Como de costumbre no había habitaciones. Tras una búsqueda laboriosa conseguimos cuatro camas en uno de los hoteles del centro del pueblo y otras seis en una hostería recién inaugurada sobre la ribera del río. El Sacha era un hotel perfecto para turistas de a pie pero no para pudientes excursionistas motorizados como nosotros. Fui el primero. Mi autosuficiencia hizo que olvidara las lógicas normas de circulación sobre terrenos pantanosos y terminase embarrancado en uno de los cenagales que rodean al hotel. Fue un auténtico espectáculo. Los jóvenes, y no tan jóvenes, que regresaban de su baño vespertino nos rodearon curiosos. Bajo la experta dirección de Gunter, utilizando su Trooper, su cable de arrastre y con la ayuda de cuatro voluntarios lugareños, conseguimos sacar el vehículo del sucio lodazal y llegar, sin mayores incidencias, al hotel.
Por la noche, una vez acomodados los niños en sus habitaciones y provistos de abundante ron, vodka, Coca-Cola, limones, música y buen humor nos aposentamos sobre las negras arenas de la playa fluvial de Misahuallí. Entre risas, bromas, bailes y sin apenas notarlo, a casa del húmedo calor reinante, fuimos agotando nuestra provisión de alcohol. Cuando a las 12:00 me retiré a dormir el resto de expedicionarios quedaron danzando bajo la luz amarillenta de los focos del Trooper de Gunter.
Me dormí tranquilo. Pensaba en el futuro descenso por el río y confiaba que el tiempo se mantuviese seco y soleado. Ahora, recordando aquellos momentos, constato que nada de lo previsto sucedió. Apenas si había transcurrido media hora cuando una tromba de agua, típicamente amazónica, vino a quebrarme el sueño, bueno eso y la voz grave y gangosa de Alberto, que, totalmente empapado, requería mi presencia para entre todos sacar de la playa en coche de Gunter. Debido al agua caída, al exceso de carga, y según supe más tarde, a su mala conducción, se había enterrado hasta los ejes. En principio me negué, llovía a mares y no creía que hubiera ningún problema con dejar el coche en la arena hasta el día siguiente, luego, ante el insistente requerimiento de Gunter y las indicaciones de un nativo que mediante señas intentaba decirme que el río estaba creciendo de forma alarmante, me despojé de mis ropas y cubierto únicamente con el calzoncillo salí hacia la playa.
Es espectáculo, si no fuera por la tragedia que podía encerrar, era como para grabarlo. Alberto, Javier, Gunter y el nativo, totalmente mojados rodeaban expectantes al Trooper sin hacer nada. De entrada pensé que el problema era superficial; de las cuatro ruedas solo una estaba enterrada manteniendo las otras tres libres y sobre la arena. Con ayuda de una pala fuimos poco a poco retirando la arena hasta dejar despejada la salida y entonces, cuando creíamos solucionado el problema surgió lo imprevisible. Gunter, el ordenado, el prusiano, el que todo lo tenía previsto, resulta que no tenía las llaves. Fueron minutos de total desolación, revolvimos el coche, escarbamos en la arena, nada, las llaves no aparecían. Todo esto, hay que anotarlo, bajo una lluvia torrencial que no cesaba y que empapaba más y más la tierra. Cuando pensamos que no había más solución que dejar el coche y retirarnos, oímos, entre la oscuridad de los árboles, la voz de Marcelo marcando un marcial Un, dos. Un, dos… capitaneando un grupo de soldados (toda la guarnición de la zona) y haciendo tintinear en su mano las ansiadas llaves del coche (en un alarde de inspiración pensó que en el estado etílico de Gunter podía perderlas en cualquier momento). El como consiguió movilizar a aquellos ocho reclutas, el como se introdujo en el puesto fronterizo de Misahuallí, y el cómo fue posible que no lo acribillasen es algo que solo debe achacarse a la providencia divina, a las muchas copas tomadas y a ese grito de mando que según él pronunció mientras despertaba a la tropa: "En pie soldados, esto es un zafarrancho, hay una emergencia en el río y se precisa de vuestra ayuda, os hablo en nombre del General Ventimilla".
Con tal sustancial ayuda creímos tener resueltos nuestros males y sin embargo volvimos a confundirnos. Era imposible coordinar a un grupo de soldados somnolientos, con cuatro borrachos. Cuando unos empujaban hacia delante, otros lo hacían hacia detrás, mientras unos retiraban arena de las ruedas delanteras, otros la acumulaban en las traseras. Era algo dantesco, algunos soldados uniformados, unos civiles borrachos y empapados, yo vestido con un calzoncillo y un nativo observando y alumbrando con una pequeña linterna. Sobre el silencio de la noche se oían mis gritos insultando a unos y a otros, los de Gunter haciendo revivir sus tiempos en el ejército alemán y los menos potentes de Alberto felicitando a los soldados por su ayuda tan voluntariosa como ineficaz (debo aclarar que los gritos de Alberto eran menos potentes no porque le faltara la voz, sino porque debido a causas inexplicables, mucho alcohol o falta de visión) estaba casi siempre en el fondo de los muchos hoyos excavados alrededor del coche y en consecuencia siempre tenía la boca llena de arena y le era muy difícil gritar y coordinar frases convincentes.
Embarrados, cansados y enfadados conseguimos, aun no sé cómo, sacar el Trooper de la playa. Con la misma rapidez con que aparecieron se esfumaron los soldados, el nativo, Gunter y Marcelo, quedando sobre las gradas del hotel Javier, Alberto y yo observados por las mujeres que, desde la lejanía, habían seguido las peripecias de la operación de salvamento.
Pero la noche aun no había acabado. Como estábamos era imposible acostarse. Provistos de toallas y empujando a Alberto, que quería irse tal como estaba la cama, retornamos al río. Allí, a la luz de la luna (esto es una licencia poética del autor, pues en la realidad es que no se veía absolutamente nada) nos bañamos tranquilamente, nos secamos y evitamos que Alberto, debido sin duda a los efectos de la bebida, en un arranque de pudor volviera a ponerse su ropa sucia y mojada. Por fin, limpios y tranquilos nos fuimos a la cama. Desde entonces hasta que un maldito gallo empezó a cantar bajo nuestra ventana apenas si pasaron dos horas, total nada.
La mañana apareció gris, lluviosa. El grupo volvió a ser el blanco de observación de cuantos ocupaban el hotel (debo aclarar que durante todo el tiempo que duró la operación de rescate los insultos del personal alojado en el Sacha caían sobre nosotros en la misma proporción que la lluvia). Los niños, bien a Dios gracias. Helga como había dormido toda la noche desentendiéndose de todo, surgió enfundada en un traje verde moteado (tipo camuflaje) con sombrero de paja “toquilla” y sandalias playeras, Alberto que en el trajín nocturno había perdido todo su vestuario, usaba un short blanco (que le venía pequeño por no ser suyo), zapatillas de caucho a juego con calcetines y niqui rojo, Javier se cubría con un vaquero de Marisa (que también le venía pequeño), Marisa debido a este cambio, usaba un bonito pantalón veraniego de color amarillo brillante y Marcelo completando el grupo folclórico mostraba bermudas azules, camisa floreada y zapatos de calle. El resto, por haber llevado doble provisión de ropa, caso de Gunter, o por haber pasado la noche desnudo, como yo, estábamos decentemente vestidos para iniciar el paseíto por la selva.
El tiempo estaba por no cooperar. Apenas si llevábamos 15 minutos en la barca cuando lo que empezó siendo una fina “garua” se convirtió en un violento aguacero. Allí estábamos los 14 excursionistas cobijados bajo un plástico azul intentando no mojarnos más de lo normal y a la vez poder contemplar parte del bonito paisaje amazónico.
Algo de suerte tuvimos. Antonio nuestro guía, nos llevó a un lavadero de oro, a la isla Anaconda, en donde jugamos con monos, serpientes, tucanes, recorrimos una trocha selvática observando las peculiaridades de la flora, comimos cacao maduro, chupamos lianas de agua, cogimos semillas de chonta, nos cubrimos de la lluvia con grandes hojas de palmera, en fin, salvo lo molesto de los aguaceros el resto de la excursión tuvo sus alicientes.
Queríamos más, miento, los niños querían más, pero Helga estaba de selva y agua hasta el gorro (por otra parte su gorro era ya a estas alturas de la mañana, un auténtico guiñapo). Mientras, cubiertos por el plástico azul, recorríamos el Napo deteniéndonos en los poblados que lo bordean, Helga no hacía más que protestar Ella era una mujeg de lujo y además tenía mucha hambge. Con más pena que gloria recortamos en unas dos horas la excursión y regresamos a Misahuallí. La tarde, por primera vez, fue tranquila, todos descansamos tras las peripecias de los días anteriores.
La vuelta hacia Quito la hicimos vía Puyo-Baños-Ambato. Para muchos, el recorrer las gargantas del Pastraza es más espectacular que el descenso por el Napo, para mis hijos, obsesionados por la botánica, fue otra experiencia inolvidable. El viaje se eternizó pues nos deteníamos continuamente a recoger plantas, a columpiarnos de las grandes lianas que bordean el camio o a fotografiar los desfiladeros del Pastaza y las cascadas del Agoyán (a este respecto debo indicar que Beverly nuestra Jane peculiar tiene, entre otras muchas cosas vértigo, razón por la cual sufrió varios desvanecimientos y caídas – siempre hacia detrás – cuando intentábamos aproximarla a los taludes verticales del río. Desgraciadamente esta expedicionaria no gozó de la majestuosidad del abismo, que le vamos a hacer). Como cierre de oro y cuando ya enfilábamos el altiplano camino de la capital, surgió a nuestra espalda el impresionante Tunguragua iluminado por un sol rojizo incandescente, aquel que durante dos días nos había hurtado su grata presencia.
Perdimos, eso sí, al grupo alemán, pues por esos nerviosismos propios de los germanos y por no llevar nosotros una exacta planificación de paradas, tomaron la cabeza y se perdieron. No volvimos a verlos hasta un día después de llegar a Quito. Entonces Helga, que tan mal lo había pasado y que tanto había sufrido, nos llamó contentísima: Se había divertido muchísimo, había sido una “excugsión pgeciosa” un auténtico “safagui” por la selva.
Así se escribe la historia. Confío que cuando el mes que viene, sentada en cualquier discoteca madrileña comente sus experiencias no dirá que salía empapada hasta los ojos, que casi se le mete en la habitación un señor que no tenía donde dormir, que otro, con gafas medio calvo, borracho, totalmente mojado y sucio quiso, bajo los efectos del alcohol, meterle mano, que estuvo tres días sin poderse lavar porque los servicios del hotel “egan sucísimos”, que pasó muchísima hambre. Dirá, como nos dijo a nosotros: “Fue magavilloso, un viaje inolvidable” y describirá con todo lujo de detalles como se jugó la vida adentrándose en una selva peligrosa cuajada de serpientes, tarántulas y todo tipo de animales dañinos (la cruda realidad es que el único escarabajo que logré conseguir para la colección de un amigo, me costó 50 sucres, pero de esto no se enteró nadie, para todos fue una captura arriesgada y peligrosa) y saboreará mientras tanto un frío cuba-libre mientras sus amigos abren mucho los ojos y pronuncian un larguísimo ¡Oh…!
Anotaciones marginales
En esta crónica no se han desvelado algunos interrogantes que aún hoy siguen incitando la curiosidad de los expedicionarios. Dudas como: ¿Qué le pasó al autor desde las 12:00 a las 12:30 durante la primera noche en la habitación del Sacha? ¿Cómo pudo Alberto quedarse dormido dentro de un charco de la selva con el miedo que tiene a los animales? ¿Por qué Helga no permitió que Javier durmiera en su habitación, acaso no llevaba camisón? ¿Era realmente Marcelo sobrino del general Ventirilla o era agente de la CIA? ¿Tenía Beverly efectivamente vértigo o sus desmayos y caídas eran debidas a la desilusión sufrida por no haberse encontrado a Tarzán? Y alguna otra que por olvido o recato no se ha plasmado en esta breve síntesis, serán, sin embargo, fuente de inspiración para los dos periodistas que nos acompañaron y que aún, hoy en día, sigan buscando e hilvanando ideas a fin de redactar una crónica seria de lo que fue un bonito safagui por la selva.