jueves, 8 de julio de 2021

Hola Sr. Peña

Si ahora, al cabo de dos meses, dijera que no me acuerdo de Nora, mentiría. Tal vez con los años me olvide de su figura o se me desdibuje su cara, pero siempre que oiga hablar a un argentino o escuche, con deje porteño, ese soniquete mil veces repetido de “boludo”, ella vendrá a mi mente.
No sé por qué. Quizás exclusivamente por eso, por la voz, o por ese cambio de entonación con el que decía: “Hola Sr. Peña”, cuando acababa de hacer el amor, serán los aspectos que recuerde de aquella “mina”, rubia teñida, que una soleada mañana de Mayo me presentaron en la calle Amazonas.

Llevaba más de un mes despidiéndome de aquel Quito que me acogió años atrás, ni quería ni deseaba iniciar nuevas amistades, por muy prometedoras que parecieran, e intentaba, sin éxito, restañar viejas heridas de un pasado feliz. Por todo ello la soledad era mi mejor compañera. Seguía siendo, como no, blanco de burlas, befas y mofas y aquello tan traído de: ¿Qué haces?, ¿Cómo lo pasas?, o, ¿Con quién estás?, eran las muletillas clásicas que lanzaban contra mí en todas las reuniones. Ni hacía nada, ni estaba con nadie, ni lo pasaba mal, estaba, eso sí, dentro de mis más agradables horas bajas.
Sin quererlo, sin pensarlo y casi rehuyéndolo, tropecé con ellos. Presentación con sorna; “José Luis. Nora. Lleva dos meses en Quito y aun no conoce varón”, luego todos juntos a comer y a los postres, el tema erótico toma un sesgo inesperado. Gracias a mi fino ingenio fui bandeándome sin perder los estribos. “Que si era incapaz”, “A que estaba esperando”, “Que así se las ponían a Felipe II”. Efectivamente, si la mitad de lo que decían era verdad, me la estaban sirviendo en bandeja.
Tenía que ir a trabajar y tuve que abandonar, a mi pesar, aquella agradable reunión. Ellos sí continuaron. Cuando a las siete regresé, la animación y la euforia alcanzaban límites próximos a los máximos permitidos. Tras superar los típicos “cantos regionales” y los “insultos al gobierno”, se estaba cayendo en las “transgresiones filosóficas”. Pese a que los temas me sugestionaban y, una o dos veces intenté terciar en una discusión incongruente sobre la decoración tropical del bar, típicamente español, la fijación temática de los contertulios era, no ya escasa sino absolutamente nula.

Ni la conocía ni me conocía. Solo unas horas antes nos habían presentado y ahora, los dos, como antiguos compañeros, deambulábamos por las calles sin apenas hablarnos. Lentamente, rumiando cada uno nuestros sentimientos, terminamos en mi casa. Éramos dos desconocidos unidos por un amigo juguetón, dos adultos, uno de los cuales, al menos, no sabía qué hacía, qué haría y como terminaría aquella relación. Éramos un hombre y una mujer sentados frente a frente sin ideas y sin temas de conversación esperando que algo rompiera aquel impás incómodo y agobiante.
Aun hoy, al recordar aquel 14 de mayo, no entiendo cómo cambió la situación, que hizo posible que dos seres aparentemente distantes, tranquilos y relajados, cayeran de repente en un bacanal de lujuria y sexo. Sin una ruptura lógica, sin una aproximación tentativa, sin terciar entre ambos cualquier tipo de consigna, nos fundimos, de pronto, en un abrazo y nuestras lenguas se enroscaron como dos serpientes. A partir de entonces, y durante las siguientes cuatro horas, fuimos dos amantes ansiosos de carne y sensaciones.
Con prisa, como si el mundo fuera a acabarse en los próximos minutos, desapareció la ropa y caímos en la cama. Allí nuestras manos, nuestras bocas, nuestros sexos se unieron y se desunieron, se buscaron, se acariciaron, se lamieron. En una especie de lucha sexual sin tregua vimos morir la tarde y, exhaustos y gozosos tras el amor, salimos, ya de noche, en busca de algo sólido con que alimentarnos. De aquellas horas de frenesí, de jadeos, de suspiros, solo recuerdo el final, solo: “Hola Sr. Peña”. Fue algo sorprendente. Aquel animal sexual, aquella hembra deseosa de varón, que durante horas había vivido al máximo los placeres de la carne, que poseyó y acarició mi cuerpo, puso punto final a la orgía con una frase rara pero bella, frase en la que, cambiando la entonación de la voz, sustituyó el grito descontrolado del placer por un murmullo suave de gratitud. Su “Hola Sr. Peña, cómo estáis”, lo decía todo.
Después de aquella primera noche, hubo otras mas y en todas, el final fue siempre el mismo: “Hola Sr. Peña”. A partir de aquel día el diálogo se hizo entre nosotros mas fluido, los sentimientos brotaron y las confidencias aparecieron. Nora, la rubia porteña, la mujer baqueteada por la vida, se encontraba ahora sola y sin dinero. Hacía mucho que, como consecuencia de un desengaño amoroso, salió de Buenos Aires y con desigual fortuna recorrió Uruguay y Chile. Algo menos que un día aciago fue asaltada en Lima quedándose con lo puesto y ahora vagaba por Quito en busca de trabajo y amistad.

Todo aquel furor de la primera vez, fruto según ella, de dos meses de abstinencia forzosa, se suavizó con el tiempo. Gustaba del amor, se ofrecía gozosa al juego de la seducción, se movía desnuda, insinuante y provocativa tanto ante mí como ante cualquier persona que apareciera por mi casa. Su cuerpo, cubierto exclusivamente por una amplia camisa, era un universo virgen abierto a la imaginación. Sus muslos, sus senos pequeños, surgían y desaparecían sin recato ni pudor entre los pliegues de la tela ante el asombro de quienes venían a visitarnos.
Era feliz. Sus días tristes, sus miserias, sus frustraciones, su soledad, estaban archivados. Se sentía poseedora de un hombre y de un medio hogar, un hogar que no sé si algún día tuvo, un sitio donde cocinar, ordenar y vivir.
Nos despedimos con amor, en el amor, haciendo el amor, con un beso y una sonrisa. Quizás nunca nos volviéramos a ver, ella seguiría deambulando por su América del alma y yo…, yo era una incógnita en el tiempo.
“Hola Sr. Peña”, “Hola Sr. Peña”, era un gracias, gracias, gracias de alguien errante por la vida que no pedía nada y a la que, desgraciadamente, solo di sexo y un poco de compañía. Era una frase que valía millones pero que, debido a mi estado anímico, no supe valorar. Era su último grito de esperanza que, por encima de la carne, se grabó en mi cerebro.
Nora, mi rubia argentina, mi amor de una semana, la primera mujer marcada por una vida larga y azarosa a la que conocí y poseí, siempre te recordaré por esa frase, por algo tan simple como: “Hola Sr. Peña”, dicho con entonación porteña y enmarcada por una sonrisa mezcla de nostalgia, cariño, felicidad y tristeza.

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