domingo, 27 de junio de 2021

Dos besos

“Pero, hay un beso mas todavía. El beso de la gratitud, de los recuerdos evocados, hermosos pero ya postergados, anegados en lágrimas, aplastados por piedras. Es uno de los besos dulces. O quizás, de los más dulces”
Jaroslaw Seifert
Lágrimas transparentes, apenas invisibles y con ligero sabor amargo enmascararon nuestro primer beso, el del adiós, el de la despedida definitiva. Apenas si noté sus labios entre los míos, solo recuerdo su cuerpo pequeño acurrucado junto a mí y ese regusto extraño que produce la mezcla de lágrimas y saliva, de amor y de tristeza.
Ella, que siempre se ufanó de que nuestra relación frisaba los límites de la hermandad, me ofreció sus labios como un último regalo, aquellos que, en determinado momento, deseé y nunca tuve, esos labios finos, duros, apenas dibujados, carentes de sexualidad, labios acostumbrados a llorar y a sufrir. Cuando quise darme cuenta había atravesado el control de pasaportes y deambulaba plácidamente por la zona internacional del aeropuerto Mariscal Sucre.
Hacia mas de dos años desde que un 27 de Febrero aterricé en otra de sus pistas y me ha sido necesario romper en dos la salida para atenuar, en parte, la brusquedad del adiós, del hasta nunca. Muy pocos de los que durante este tiempo conocí y de los que con pena me separé hace apenas dos meses, me han reconocido como amigo. Solo algunas mujeres y Alberto, mi entrañable compañero de farras y borracheras, han sentido realmente mi marcha, para el resto, soy un pasajero más del vuelo regular de Avianca que sale todos los miércoles rumbo a Bogotá.

Mis últimos 40 días han sido de un apacible reposo emocional. Podía tener aquello que no quería y lo que deseaba profundamente era una ilusión que una y otra vez pasaba inalcanzable ante mis ojos. Poco a poco el aislamiento, la soledad y los libros aplacaron mis ímpetus permitiéndome así ir despidiéndome de las calles, de las plazas, de los parques de Quito. Al final casi había cortado con todo; recordaba momentos, situaciones, personas. A veces, ciertos lugares hacían vibrar alguna de mis fibras sensibles. No quise iniciar nuevas amistades ni experiencias.
Llovía. Amaneció un día gris y plomizo. Tenía que hacer dos cosas: mandar un ramo de flores y despedirme de Mara, luego, esperar pacientemente la salida del avión.
Recorrí las calles cobijándome apenas de la lluvia. Tenía tiempo, mucho tiempo. Eran las ocho menos cuarto y ella llegaba a las ocho. Esperé observando como los más madrugadores de aquel gran bloque de oficinas iban incorporándose al trabajo. Recaderos, secretarias, algún ejecutivo. Llegó puntual. Salió del ascensor y antes que desapareciera por el pasillo la llamé. Entramos juntos y cerramos la puerta. Como tantas otras mañanas desde que la conocía, su cara expresaba tranquilidad y alegría. Sus ojos brillaban, sin apenas hablarnos nos abrazamos y nuestros labios se unieron.
Volví a recordar aquellos besos cálidos, dulces y largos que durante meses nos dimos furtivamente. El sabor del carmín, su lengua, el ansia de poseer y ser poseída renacía de nuevo. Al separarnos teníamos los labios manchados y no queríamos que todo terminase. Nos volvimos a besar y me fui. “Cuídate, mi amor, y olvídame pronto”, fueron sus últimas palabras. Salí a la lluvia.
Mientras mantenía en la boca el calor de sus labios recordé el primer beso sobre la inmensa caldera de Pululahua. Nos separábamos con amor. Nos habíamos entregado sin reservas aun sabiendo positivamente que todo era un error. Podía ser el final de una hermosa historia pero ambos teníamos fe en que algún día nos volveríamos a encontrar. Su beso, su último beso, fue un beso de futuro, de “vuelve pronto”, de esos besos que, como dice el poeta, “besan el corazón”, de esos pocos que se recuerdan toda la vida.
Hice el equipaje. Mandé una docena de rosas a otro ser maravilloso que siempre tuvo la virtud de aparecer y desaparecer en los momentos más inesperados, que siempre estaba ilocalizable y de la que, lógicamente, no podía despedirme personalmente, tomé un taxi y partí hacia el aeropuerto.
Creí que mi salida de Quito sería impersonal, similar a la de esos hombres de negocios que recorren el mundo, que conocen todos los aeropuertos, que se mueven por ellos con decisión y soltura, que jamás tienen a nadie que los despida con ternura, pero no fue así, Bevi estaba allí. Nerviosa, desaliñada, con prisa. Como siempre, y debido a sus múltiples ocupaciones, no había podido desayunar, no tenía tabaco pero, eso sí, había escrito a su hija, le había comprado una serie de regalos y estaba triste, muy triste.

Hablo, hablo mucho. Nunca hasta entonces me había contado su vida, ahora lo hizo. En su fuero interno tenía la certeza de que aquella sería nuestra última despedida. También ella se iría. Estados Unidos, Venezuela o cualquier otro país la recibiría, tan inóspitamente como todos en los que había vivido. El porque se iba, ahora que la vida le estaba sonriendo, ni lo sabía ni le importaba. ¿Qué le obligaba, a sus 40 años, a iniciar una nueva vida? Era otra de esas incógnitas de su mente. Para ella daba todo lo mismo. En aquel momento tenía una idea y me la contaba. Yo, sin estar en absoluto de acuerdo, la escuchaba sin atención. Tantas veces, durante aquellos años me había contado historias parecidas, que ya no la creía. Me acompañó a la puerta de embarque y entonces, en vez de esos dos besos impersonales que siempre nos dábamos en la mejilla, apoyo sus labios contra los míos y me estrechó entre los brazos. Era otro beso de adiós, de su adiós definitivo. Un beso desesperado que sintetizaba una relación aparentemente sin problemas. Un beso que hubiera sido de amor en otro momento y ahora era de gratitud. Un beso frío y con ligero sabor a salsa de tomate y coca cola. Era nuestro primer beso.
Diecisiete horas en el aeropuerto de El Dorado son muchas horas para pasear, comprar y leer. Tras un enrejado de plantas tropicales dejo vagar la mente sobre mis dos últimos besos quiteños. Los mejores, los más auténticos. Uno de amor, de pasión contenida, caliente como el fuego, sabroso y posesivo, otro de agradecimiento, seco, contenido, prometedor. Dos besos que se enroscaron en mi lengua intentando retenerme, dos besos idénticos y opuestos. Uno, de la América latina, el otro, de la sajona. Los dos me evocarán siempre los recuerdos y las vivencias más queridas de esa época triste en que pasé el ecuador de mi vida y dejé atrás los míticos 40 años, iniciando el duro camino de la madurez. Ellos, al menos, me enseñaron que el cariño, la aventura, el deseo y el amor, siempre van por sendas diferentes a las de la edad y que, afortunadamente, en cada una, encontramos nuestra porción de felicidad. Debemos, por ello, sentir agradecimiento hacia quienes nos ayudan a conseguirla. Fueron besos agridulces de un pasado feliz, besos irrepetibles y eternos.

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