Cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia. Por extraño que parezca tanto los personajes como las situaciones son auténticas. El autor pide disculpas por inmiscuirse en la vida privada de estas personas, pero, como ellas saben, esto es un vicio innato en él.
El Autor
A sabiendas de que soy el menos indicado para intentar plasmar en unas cuartillas lo que fue nuestra excursión a Misahuallí (puerto sobre el río Napo y lugar donde empieza la pre amazonia ecuatoriana), exponiéndome a recibir las críticas más mordaces por parte de dos de los participantes en el evento, ambos periodistas consagrados y habituados a informar o más bien a desinformar a esos cándidos lectores de periódicos, y seguro de ser chantajeado por el resto de los expedicionarios, que intentarán por todos los medios evitar que esta sucinta descripción de hechos llegue algún día a publicarse, hay en mí un no se que (mi mujer lo llama deseo de protagonismo), que me incita a glosar todo lo que aconteció durante el fin de semana del 16 al 18 de agosto de 1985, pues en caso contrario, tanto la imaginación de los unos como la deformación dialéctica de los otros, terminarían por enmascarar la realidad de los sucedido.
La historia se inició una soleada mañana del verano quiteño durante la cual cuatro intrépidas mujeres Helga, Beverly, Linucha y Marisa con ánimo de mostrar a esta última las bellezas naturales del país, programaron, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, una excursión a la amazonia (“Safagui a la selva” en el castellano germanizado de Helga).
Bajo un cálido sol primaveral vistiendo modernos y coloristas bikinis, degustando jugos de frutas con ginebra y comiendo sabrosos cebiches de corvina, nuestras cuatro diligentes amigas idealizaron lo real. Beverly, obsesionada por conocer la espesura de la Amazonía, influida desde niña por un padre excéntrico, propietario de un pequeño zoológico en Florida (EE.UU) y amante enfermiza de los animales (debo aclarar que en esta acepción solo incluía perros, gatos y loros), paso los tres días previos a la salida convertida en una nueva Jane, sí, aquella inseparable compañera de Tarzán. Helga destapó su vena alemana y preparó todo un arsenal de campaña digno de una incursión a lo más intrincado de la selva. Para su safagui no faltaba de nada: comida, medicinas, agua, repuestos para los vehículos, sombreros, lociones contra los mosquitos, sueros antiofídicos, cremas solares y un sinfín de artículos inservibles (como curiosidad digna de mención cabe señalar los rulos para el rizado de su pelo y los walky talkis para la comunicación entre vehículos). Ah, diseñó por último un vestuario de acorde con la aventura. Según ella el vestido “estaguía” de “acuerdo” con la ocasión, además llevaguía un bonito salacof. Las otras dos, ajenas por completo a estos avatares, una, por haberlos vivido ya varias veces y otra por no haberlos vivido ni importarle nada lo que pudiera suceder, se dedicaron a divertirse y a esperar pacientemente la fecha de salida.
En mi posición de narrador es humano pensar (o al menos así lo creo) que no debo presentarme como el mejor, y mucho menos como el peor, debo mantener3me dentro de la más absoluta mediocridad. Por esta razón pecaría de inmodesto si dijera que llegué puntualmente al lugar de reunión. No, por esas cosas raras de la vida (dos mujeres pesadísimas y dos encantadores niños, mis hijos para mayor información) me retrasé como media hora. Allí, en la salida de Pifo, donde la carretera asfaltada se convierte en un camino polvoriento, la familia Kulbrick montaba guardia plácidamente. La rubia Helga luciendo un sugestivo vestido rojo, ataviada con turbante a juego y devorando una pequeña hamburguesa, rompía el monótono paisaje verde y resaltaba vivamente entre un grupo de indios, oscuros y pequeños, que la observaban como a una aparición. En el coche, impávidos ante el paso del tiempo, Gunter, su ex marido y Andy, el hijo de ambos, leían el periódico.
Su coche era un auténtico camión de suministros. Había de todo y en abundancia. Tras otra media hora de espera nos decidimos a reiniciar la marcha. La familia Morales, por esas cosas normales de Beverly, se retrasaba más de lo previsto, y eso que su idea era levantarse a las 6:00 de la mañana y ser la pionera en iniciar la marcha, pero claro, conociéndola como la conocíamos sabíamos que era un imposible.
Los primeros kilómetros discurrieron con una cadencia casi monótona. Ascendimos la dorsal andina, como siempre no pudimos contemplar el Antixana al estar cubierto por las nubes, paramos en la laguna de Papayacta, admiramos las piscinas termales de la misma localidad, fotografiamos las casadas de Baeza y cuando ya creíamos que los Morales habían desistido del paseo los encontramos en la bifurcación hacia Archidona. Fue una alegría inmensa. Sobre la explanada del único surtidor de gasolina del camino estaban todos. Beverly, Alberto, Iván, Javier, Marcelo y Anita, cada uno con una bolsa de tostado en la mano y una Coca-Cola. Al igual que nosotros pensábamos de ellos, nos creían perdidos, pero no, estábamos al completo. Se iniciaba entonces la marcha conjunta hacia la Amazonía.
Tras las paradas normales con objeto de contemplar el paisaje, hacer las necesidades fisiológicas propias de los seres humanos (por cierto, a la vista de los incrédulos pasajeros de la línea de autobuses – busetas en el lenguaje popular – Tena-Quito), ver las cuevas de Jumandi y la iglesia de Archidona, llegamos sudorosos y hambrientos a Tena. Allí empezaron las discrepancias. Unos querían continuar hacia Misahuallí, otros preferían comer y descansar. Por mayoría se decidió lo segundo, y entonces los defensores de esta tesis se vieron en la obligación de encontrar un salón restaurante que sirviese comida (para información general eran cerca de las tres de la tarde y por estas latitudes se acostumbra a comer entre las 12:30 y las 13:00). Falló el primero, el segundo, el tercero, el … La crispación empezaba a hacer mella entre los aventureros. Afortunadamente cuando ya se había revocado la primera decisión y emprendíamos el camino hacia Misahuallí, alguien preguntó y obtuvo confirmación a su pregunta: El bohío del moreno (negro esmeraldeño en el léxico popular) estaba abierto y servían comidas a cualquier hora. Las extravagancias y sin razones empezaban. Nadie, por muy optimista que fuera podría imaginar que en Tena podríamos comer opíparamente, pero fue así. A la sombra de unos chiringuitos de paja dura y servidos pulcramente por un atlético moreno devoramos camarones y corvina acompañados de un riquísimo arroz. Lo veíamos y no lo creíamos. Alguien comentó que ni en una elegante terraza de Serrano comeríamos tan a gusto como en aquella polvorienta picantería de Tena.
Saturados de cerveza y pletóricos de optimismo caíamos sobre Misahuallí. Como de costumbre no había habitaciones. Tras una búsqueda laboriosa conseguimos cuatro camas en uno de los hoteles del centro del pueblo y otras seis en una hostería recién inaugurada sobre la ribera del río. El Sacha era un hotel perfecto para turistas de a pie pero no para pudientes excursionistas motorizados como nosotros. Fui el primero. Mi autosuficiencia hizo que olvidara las lógicas normas de circulación sobre terrenos pantanosos y terminase embarrancado en uno de los cenagales que rodean al hotel. Fue un auténtico espectáculo. Los jóvenes, y no tan jóvenes, que regresaban de su baño vespertino nos rodearon curiosos. Bajo la experta dirección de Gunter, utilizando su Trooper, su cable de arrastre y con la ayuda de cuatro voluntarios lugareños, conseguimos sacar el vehículo del sucio lodazal y llegar, sin mayores incidencias, al hotel.
Por la noche, una vez acomodados los niños en sus habitaciones y provistos de abundante ron, vodka, Coca-Cola, limones, música y buen humor nos aposentamos sobre las negras arenas de la playa fluvial de Misahuallí. Entre risas, bromas, bailes y sin apenas notarlo, a casa del húmedo calor reinante, fuimos agotando nuestra provisión de alcohol. Cuando a las 12:00 me retiré a dormir el resto de expedicionarios quedaron danzando bajo la luz amarillenta de los focos del Trooper de Gunter.
Me dormí tranquilo. Pensaba en el futuro descenso por el río y confiaba que el tiempo se mantuviese seco y soleado. Ahora, recordando aquellos momentos, constato que nada de lo previsto sucedió. Apenas si había transcurrido media hora cuando una tromba de agua, típicamente amazónica, vino a quebrarme el sueño, bueno eso y la voz grave y gangosa de Alberto, que, totalmente empapado, requería mi presencia para entre todos sacar de la playa en coche de Gunter. Debido al agua caída, al exceso de carga, y según supe más tarde, a su mala conducción, se había enterrado hasta los ejes. En principio me negué, llovía a mares y no creía que hubiera ningún problema con dejar el coche en la arena hasta el día siguiente, luego, ante el insistente requerimiento de Gunter y las indicaciones de un nativo que mediante señas intentaba decirme que el río estaba creciendo de forma alarmante, me despojé de mis ropas y cubierto únicamente con el calzoncillo salí hacia la playa.
Es espectáculo, si no fuera por la tragedia que podía encerrar, era como para grabarlo. Alberto, Javier, Gunter y el nativo, totalmente mojados rodeaban expectantes al Trooper sin hacer nada. De entrada pensé que el problema era superficial; de las cuatro ruedas solo una estaba enterrada manteniendo las otras tres libres y sobre la arena. Con ayuda de una pala fuimos poco a poco retirando la arena hasta dejar despejada la salida y entonces, cuando creíamos solucionado el problema surgió lo imprevisible. Gunter, el ordenado, el prusiano, el que todo lo tenía previsto, resulta que no tenía las llaves. Fueron minutos de total desolación, revolvimos el coche, escarbamos en la arena, nada, las llaves no aparecían. Todo esto, hay que anotarlo, bajo una lluvia torrencial que no cesaba y que empapaba más y más la tierra. Cuando pensamos que no había más solución que dejar el coche y retirarnos, oímos, entre la oscuridad de los árboles, la voz de Marcelo marcando un marcial Un, dos. Un, dos… capitaneando un grupo de soldados (toda la guarnición de la zona) y haciendo tintinear en su mano las ansiadas llaves del coche (en un alarde de inspiración pensó que en el estado etílico de Gunter podía perderlas en cualquier momento). El como consiguió movilizar a aquellos ocho reclutas, el como se introdujo en el puesto fronterizo de Misahuallí, y el cómo fue posible que no lo acribillasen es algo que solo debe achacarse a la providencia divina, a las muchas copas tomadas y a ese grito de mando que según él pronunció mientras despertaba a la tropa: "En pie soldados, esto es un zafarrancho, hay una emergencia en el río y se precisa de vuestra ayuda, os hablo en nombre del General Ventimilla".
Con tal sustancial ayuda creímos tener resueltos nuestros males y sin embargo volvimos a confundirnos. Era imposible coordinar a un grupo de soldados somnolientos, con cuatro borrachos. Cuando unos empujaban hacia delante, otros lo hacían hacia detrás, mientras unos retiraban arena de las ruedas delanteras, otros la acumulaban en las traseras. Era algo dantesco, algunos soldados uniformados, unos civiles borrachos y empapados, yo vestido con un calzoncillo y un nativo observando y alumbrando con una pequeña linterna. Sobre el silencio de la noche se oían mis gritos insultando a unos y a otros, los de Gunter haciendo revivir sus tiempos en el ejército alemán y los menos potentes de Alberto felicitando a los soldados por su ayuda tan voluntariosa como ineficaz (debo aclarar que los gritos de Alberto eran menos potentes no porque le faltara la voz, sino porque debido a causas inexplicables, mucho alcohol o falta de visión) estaba casi siempre en el fondo de los muchos hoyos excavados alrededor del coche y en consecuencia siempre tenía la boca llena de arena y le era muy difícil gritar y coordinar frases convincentes.
Embarrados, cansados y enfadados conseguimos, aun no sé cómo, sacar el Trooper de la playa. Con la misma rapidez con que aparecieron se esfumaron los soldados, el nativo, Gunter y Marcelo, quedando sobre las gradas del hotel Javier, Alberto y yo observados por las mujeres que, desde la lejanía, habían seguido las peripecias de la operación de salvamento.
Pero la noche aun no había acabado. Como estábamos era imposible acostarse. Provistos de toallas y empujando a Alberto, que quería irse tal como estaba la cama, retornamos al río. Allí, a la luz de la luna (esto es una licencia poética del autor, pues en la realidad es que no se veía absolutamente nada) nos bañamos tranquilamente, nos secamos y evitamos que Alberto, debido sin duda a los efectos de la bebida, en un arranque de pudor volviera a ponerse su ropa sucia y mojada. Por fin, limpios y tranquilos nos fuimos a la cama. Desde entonces hasta que un maldito gallo empezó a cantar bajo nuestra ventana apenas si pasaron dos horas, total nada.
La mañana apareció gris, lluviosa. El grupo volvió a ser el blanco de observación de cuantos ocupaban el hotel (debo aclarar que durante todo el tiempo que duró la operación de rescate los insultos del personal alojado en el Sacha caían sobre nosotros en la misma proporción que la lluvia). Los niños, bien a Dios gracias. Helga como había dormido toda la noche desentendiéndose de todo, surgió enfundada en un traje verde moteado (tipo camuflaje) con sombrero de paja “toquilla” y sandalias playeras, Alberto que en el trajín nocturno había perdido todo su vestuario, usaba un short blanco (que le venía pequeño por no ser suyo), zapatillas de caucho a juego con calcetines y niqui rojo, Javier se cubría con un vaquero de Marisa (que también le venía pequeño), Marisa debido a este cambio, usaba un bonito pantalón veraniego de color amarillo brillante y Marcelo completando el grupo folclórico mostraba bermudas azules, camisa floreada y zapatos de calle. El resto, por haber llevado doble provisión de ropa, caso de Gunter, o por haber pasado la noche desnudo, como yo, estábamos decentemente vestidos para iniciar el paseíto por la selva.
El tiempo estaba por no cooperar. Apenas si llevábamos 15 minutos en la barca cuando lo que empezó siendo una fina “garua” se convirtió en un violento aguacero. Allí estábamos los 14 excursionistas cobijados bajo un plástico azul intentando no mojarnos más de lo normal y a la vez poder contemplar parte del bonito paisaje amazónico.
Algo de suerte tuvimos. Antonio nuestro guía, nos llevó a un lavadero de oro, a la isla Anaconda, en donde jugamos con monos, serpientes, tucanes, recorrimos una trocha selvática observando las peculiaridades de la flora, comimos cacao maduro, chupamos lianas de agua, cogimos semillas de chonta, nos cubrimos de la lluvia con grandes hojas de palmera, en fin, salvo lo molesto de los aguaceros el resto de la excursión tuvo sus alicientes.
Queríamos más, miento, los niños querían más, pero Helga estaba de selva y agua hasta el gorro (por otra parte su gorro era ya a estas alturas de la mañana, un auténtico guiñapo). Mientras, cubiertos por el plástico azul, recorríamos el Napo deteniéndonos en los poblados que lo bordean, Helga no hacía más que protestar Ella era una mujeg de lujo y además tenía mucha hambge. Con más pena que gloria recortamos en unas dos horas la excursión y regresamos a Misahuallí. La tarde, por primera vez, fue tranquila, todos descansamos tras las peripecias de los días anteriores.
La vuelta hacia Quito la hicimos vía Puyo-Baños-Ambato. Para muchos, el recorrer las gargantas del Pastraza es más espectacular que el descenso por el Napo, para mis hijos, obsesionados por la botánica, fue otra experiencia inolvidable. El viaje se eternizó pues nos deteníamos continuamente a recoger plantas, a columpiarnos de las grandes lianas que bordean el camio o a fotografiar los desfiladeros del Pastaza y las cascadas del Agoyán (a este respecto debo indicar que Beverly nuestra Jane peculiar tiene, entre otras muchas cosas vértigo, razón por la cual sufrió varios desvanecimientos y caídas – siempre hacia detrás – cuando intentábamos aproximarla a los taludes verticales del río. Desgraciadamente esta expedicionaria no gozó de la majestuosidad del abismo, que le vamos a hacer). Como cierre de oro y cuando ya enfilábamos el altiplano camino de la capital, surgió a nuestra espalda el impresionante Tunguragua iluminado por un sol rojizo incandescente, aquel que durante dos días nos había hurtado su grata presencia.
Perdimos, eso sí, al grupo alemán, pues por esos nerviosismos propios de los germanos y por no llevar nosotros una exacta planificación de paradas, tomaron la cabeza y se perdieron. No volvimos a verlos hasta un día después de llegar a Quito. Entonces Helga, que tan mal lo había pasado y que tanto había sufrido, nos llamó contentísima: Se había divertido muchísimo, había sido una “excugsión pgeciosa” un auténtico “safagui” por la selva.
Así se escribe la historia. Confío que cuando el mes que viene, sentada en cualquier discoteca madrileña comente sus experiencias no dirá que salía empapada hasta los ojos, que casi se le mete en la habitación un señor que no tenía donde dormir, que otro, con gafas medio calvo, borracho, totalmente mojado y sucio quiso, bajo los efectos del alcohol, meterle mano, que estuvo tres días sin poderse lavar porque los servicios del hotel “egan sucísimos”, que pasó muchísima hambre. Dirá, como nos dijo a nosotros: “Fue magavilloso, un viaje inolvidable” y describirá con todo lujo de detalles como se jugó la vida adentrándose en una selva peligrosa cuajada de serpientes, tarántulas y todo tipo de animales dañinos (la cruda realidad es que el único escarabajo que logré conseguir para la colección de un amigo, me costó 50 sucres, pero de esto no se enteró nadie, para todos fue una captura arriesgada y peligrosa) y saboreará mientras tanto un frío cuba-libre mientras sus amigos abren mucho los ojos y pronuncian un larguísimo ¡Oh…!
Anotaciones marginales
En esta crónica no se han desvelado algunos interrogantes que aún hoy siguen incitando la curiosidad de los expedicionarios. Dudas como: ¿Qué le pasó al autor desde las 12:00 a las 12:30 durante la primera noche en la habitación del Sacha? ¿Cómo pudo Alberto quedarse dormido dentro de un charco de la selva con el miedo que tiene a los animales? ¿Por qué Helga no permitió que Javier durmiera en su habitación, acaso no llevaba camisón? ¿Era realmente Marcelo sobrino del general Ventirilla o era agente de la CIA? ¿Tenía Beverly efectivamente vértigo o sus desmayos y caídas eran debidas a la desilusión sufrida por no haberse encontrado a Tarzán? Y alguna otra que por olvido o recato no se ha plasmado en esta breve síntesis, serán, sin embargo, fuente de inspiración para los dos periodistas que nos acompañaron y que aún, hoy en día, sigan buscando e hilvanando ideas a fin de redactar una crónica seria de lo que fue un bonito safagui por la selva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario