El 31 de Diciembre, o mejor aún la madrugada del 31 al 1 es por antonomasia una noche especial. Cada país, independientemente de sus tradiciones festeja hasta el alba la llegada del Nuevo Año y sus gentes, al margen de su posición social, cultural o económica intentan, a veces sin éxito, olvidarse de todo lo anterior y afrontar el futuro con alegría y optimismo.
Nunca me gustó divertirme a fecha fija. Por la razón que sea uno se prepara, se autoconvence de que debe divertirse y luego, en la mayoría de los casos, todo resulta monótono y aburrido. Pocas veces a lo largo de mi vida he pasado una Nochevieja como dicen los libros. Tal vez aquella primera, a la que asistí cuando estaba terminando la carrera, de la que recuerdo el haber abierto 24 botellas de champán, conocer a dos americanas encantadoras con las que bailé toda la noche al son de “Capri c’est fini…”, por cierto, las dos se llamaban Bárbara y jamás las he vuelto a ver, tomar, al amanecer chocolate con churros en San Ginés y oír misa a las 10 sin haber pasado por la cama. En definitiva, aquel Fin de Año o quizás otro, ya muchos después, también pasado entre una sociedad cosmopolita y totalmente ajena a mi mundo, sean los únicos que de alguna forma me han dejado huella. El resto los he ido cubriendo dentro de la más estricta tradición familiar, aperitivo, buena cena, uvas, champán y visita a los amigos para celebrar juntos la llegada del año. Si no han sido un calco perfecto los unos de los otros, sí se han parecido muchísimo.
Cuando me decidí a pasar en Quito las Navidades y el Fin de Año sentí algo de “morriña”. Era la primera vez en mi vida que estaría fuera de mi entorno y de mi patria. Sería como ver nacer el nuevo año dentro de un contexto diferente, tan distinto como que ese sería el más largo de mi vida, entre otras cosas por las seis horas de diferencia existentes, de forma que cuando en Madrid estuvieran tomando las uvas, yo en Quito acabaría de levantarme de la siesta.
En honor a la verdad, he de reconocer que mi primer Fin de Año en América no fue tan malo como cabía suponer, fue, eso sí, distinto y sorprendente.
Hay hermosas tradiciones que la sociedad de consumo hace desaparecer lenta e inexorablemente. En Ecuador, afortunadamente, se mantienen aun vivas, más aún, cada año tomas más arraigo entre la gente independientemente de su posición social. Para mí que venía de una empresa en continua crisis y en donde por desgracia, había desaparecido o estaba a punto de hacerlo, el espíritu de confraternización que antaño la había caracterizado, era alentador ver en todos los centros de trabajo, desde Ministerios y grandes entidades bancarias, hasta pequeñas empresas de tres o cuatro empleados, que las fiestas de Navidad y Fin de Año, eran cosa de todos. Al margen de títulos y jerarquías se reunían, bebían, comían, charlaban y al final públicamente se daban todos las gracias por el trabajo realizado.
Las mujeres de la Asociación, pues también aquí, como en todo el mundo, son ellas nuestro “alma mater”, prepararon con antelación y detalle la celebración prematura del Fin de Año. Aun no sé porque, pues nadie hasta ahora logró explicarme los motivos, aquí desde el 28 de Diciembre hasta el 6 de Enero, es una continua fiesta de disfraces. Por seguir la tradición, nos disfrazamos y como toda buena “farra” empezó “prontito” y terminó ya muy entrada la noche, así fue como inicié el último tramo del año, vestido de payaso y dando una charla entre filosófica y moralista a un grupo de amigos que por el alcohol entraban alegremente a rebatir todas mis anacrónicas teorías.
El 31 la fiesta llega a su máximo apogeo. Un año muere y otro está a punto de nacer. El quiteño trabaja ardorosamente todo el día fabricando los famosos “quemados”, especie de “ninots” de tela y paja, que al igual que sus hermanos mayores valencianos, representan figuras populares de la política, el deporte o la sociedad y que como ellos, serán pasto de las llamas al morir el año. Por la noche las plazas y aceras se llenan de hombres, mujeres y niños disfrazados. Las calles son tomadas por las conocidas “viudas”, hombres disfrazados de mujeres que piden dinero para enterrar al marido que va a morir con el año.
Nunca me gustó divertirme a fecha fija. Por la razón que sea uno se prepara, se autoconvence de que debe divertirse y luego, en la mayoría de los casos, todo resulta monótono y aburrido. Pocas veces a lo largo de mi vida he pasado una Nochevieja como dicen los libros. Tal vez aquella primera, a la que asistí cuando estaba terminando la carrera, de la que recuerdo el haber abierto 24 botellas de champán, conocer a dos americanas encantadoras con las que bailé toda la noche al son de “Capri c’est fini…”, por cierto, las dos se llamaban Bárbara y jamás las he vuelto a ver, tomar, al amanecer chocolate con churros en San Ginés y oír misa a las 10 sin haber pasado por la cama. En definitiva, aquel Fin de Año o quizás otro, ya muchos después, también pasado entre una sociedad cosmopolita y totalmente ajena a mi mundo, sean los únicos que de alguna forma me han dejado huella. El resto los he ido cubriendo dentro de la más estricta tradición familiar, aperitivo, buena cena, uvas, champán y visita a los amigos para celebrar juntos la llegada del año. Si no han sido un calco perfecto los unos de los otros, sí se han parecido muchísimo.
Cuando me decidí a pasar en Quito las Navidades y el Fin de Año sentí algo de “morriña”. Era la primera vez en mi vida que estaría fuera de mi entorno y de mi patria. Sería como ver nacer el nuevo año dentro de un contexto diferente, tan distinto como que ese sería el más largo de mi vida, entre otras cosas por las seis horas de diferencia existentes, de forma que cuando en Madrid estuvieran tomando las uvas, yo en Quito acabaría de levantarme de la siesta.
En honor a la verdad, he de reconocer que mi primer Fin de Año en América no fue tan malo como cabía suponer, fue, eso sí, distinto y sorprendente.
Hay hermosas tradiciones que la sociedad de consumo hace desaparecer lenta e inexorablemente. En Ecuador, afortunadamente, se mantienen aun vivas, más aún, cada año tomas más arraigo entre la gente independientemente de su posición social. Para mí que venía de una empresa en continua crisis y en donde por desgracia, había desaparecido o estaba a punto de hacerlo, el espíritu de confraternización que antaño la había caracterizado, era alentador ver en todos los centros de trabajo, desde Ministerios y grandes entidades bancarias, hasta pequeñas empresas de tres o cuatro empleados, que las fiestas de Navidad y Fin de Año, eran cosa de todos. Al margen de títulos y jerarquías se reunían, bebían, comían, charlaban y al final públicamente se daban todos las gracias por el trabajo realizado.
Las mujeres de la Asociación, pues también aquí, como en todo el mundo, son ellas nuestro “alma mater”, prepararon con antelación y detalle la celebración prematura del Fin de Año. Aun no sé porque, pues nadie hasta ahora logró explicarme los motivos, aquí desde el 28 de Diciembre hasta el 6 de Enero, es una continua fiesta de disfraces. Por seguir la tradición, nos disfrazamos y como toda buena “farra” empezó “prontito” y terminó ya muy entrada la noche, así fue como inicié el último tramo del año, vestido de payaso y dando una charla entre filosófica y moralista a un grupo de amigos que por el alcohol entraban alegremente a rebatir todas mis anacrónicas teorías.
El 31 la fiesta llega a su máximo apogeo. Un año muere y otro está a punto de nacer. El quiteño trabaja ardorosamente todo el día fabricando los famosos “quemados”, especie de “ninots” de tela y paja, que al igual que sus hermanos mayores valencianos, representan figuras populares de la política, el deporte o la sociedad y que como ellos, serán pasto de las llamas al morir el año. Por la noche las plazas y aceras se llenan de hombres, mujeres y niños disfrazados. Las calles son tomadas por las conocidas “viudas”, hombres disfrazados de mujeres que piden dinero para enterrar al marido que va a morir con el año.
Iba observando toda esta algarabía mientras me dirigía a casa de unos amigos a pasar con ellos el Fin de Año. Otra vez los malditos contrastes. Donde antes había cena, uvas y copas, ahora solo había copas, copas y más copas. Me preguntaba, nos preguntábamos todos, cuando cenaríamos y si podíamos oír las 12 campanadas. Nada de eso pasó. A las doce nos felicitamos el año, nosotros los hispanos, tomamos las uvas y a continuación, españoles y ecuatorianos pasamos a cenar.
Lo que siguió se puede decir que era universal. El Año Nuevo se festejaba bebiendo y bailando, salvo que ahora los ritmos eran más sabrosos, más rápidos, más calientes. El bullicio, el griterío y el explosivo descorche del champán no decaía. A las 4’30 cuando el alcohol empezaba ya a causar estragos, alguien me tiró vestido a la piscina. El baño fue providencial pues totalmente fresco y envuelto en un floreado albornoz, continué la fiesta en óptimas condiciones.
El amanecer sobre la línea equinoccial, es tremendamente luminoso. A su llegada, los invitados nos reunimos entre el pozo de la casa danzando alegremente al compás del ruido producido al estrellarse las copas sobre su dintel, mientras simbólicamente, arrojamos con ellas, a su interior, todos los malos augurios venideros.
Poco a poco la gente fue desapareciendo. Sin apenas darme cuenta, me quedé solo. En albornoz, traje de baño y con un gin-tonic en la mano, vagué por los jardines de la casa, viendo nacer el nuevo día. Qué silencio, que juego de luces al filtrarse los rayos del sol entre los árboles. Qué tibia humedad, qué verdor, qué paz. Como entonces pené, John Houston debió filmar alguna vez algo parecido, pero con el complemento inevitable de una mujer. Alguien a quien besar, abrazar y acariciar, una mujer cálida, sexual y elegantemente vestida, que diera un hermoso contrapunto a aquella naturaleza de ensueño y aquel soñador ataviado únicamente con un albornoz.
Lo que siguió se puede decir que era universal. El Año Nuevo se festejaba bebiendo y bailando, salvo que ahora los ritmos eran más sabrosos, más rápidos, más calientes. El bullicio, el griterío y el explosivo descorche del champán no decaía. A las 4’30 cuando el alcohol empezaba ya a causar estragos, alguien me tiró vestido a la piscina. El baño fue providencial pues totalmente fresco y envuelto en un floreado albornoz, continué la fiesta en óptimas condiciones.
El amanecer sobre la línea equinoccial, es tremendamente luminoso. A su llegada, los invitados nos reunimos entre el pozo de la casa danzando alegremente al compás del ruido producido al estrellarse las copas sobre su dintel, mientras simbólicamente, arrojamos con ellas, a su interior, todos los malos augurios venideros.
Poco a poco la gente fue desapareciendo. Sin apenas darme cuenta, me quedé solo. En albornoz, traje de baño y con un gin-tonic en la mano, vagué por los jardines de la casa, viendo nacer el nuevo día. Qué silencio, que juego de luces al filtrarse los rayos del sol entre los árboles. Qué tibia humedad, qué verdor, qué paz. Como entonces pené, John Houston debió filmar alguna vez algo parecido, pero con el complemento inevitable de una mujer. Alguien a quien besar, abrazar y acariciar, una mujer cálida, sexual y elegantemente vestida, que diera un hermoso contrapunto a aquella naturaleza de ensueño y aquel soñador ataviado únicamente con un albornoz.
Dejé la copa y me tumbé sobre una hamaca. El sol había ya evaporado los últimos vestigios del mucho licor ingerido y medio cegado por su luz reflexionaba sobre aquel Fin de Año que acababa de vivir. ¿Cuándo volvería a contemplar el nacimiento de un año en traje de baño, despejado y consciente de los que hacía? ¿Cuándo vestido de payaso recorrería las calles de Quito sin causar por ello admiración y asombro? ¿Cuándo…?
Me dormí pensando en todo esto y en una frase que oí poco antes de venir a estar tierras y que se atribuya a un famoso explorador “Iré a cualquier parte siempre que sea hacia adelante”. Como a él, también me era difícil decir no a una proposición sugestiva, por muy descabellada que fuera, como a él me gustaba lo desconocido y como a él, siempre creí que en toda aventura siempre las alegrías son mayores o al menos más perdurables que las tristezas.
Me dormí pensando en todo esto y en una frase que oí poco antes de venir a estar tierras y que se atribuya a un famoso explorador “Iré a cualquier parte siempre que sea hacia adelante”. Como a él, también me era difícil decir no a una proposición sugestiva, por muy descabellada que fuera, como a él me gustaba lo desconocido y como a él, siempre creí que en toda aventura siempre las alegrías son mayores o al menos más perdurables que las tristezas.
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