domingo, 20 de diciembre de 2020

El Cantautor

Ayer me sentó fatal la bebida. Aun hoy después de dormir casi diez horas, tengo una sensación de extraño malestar interior. Nunca pensé que una idea pudiese, sin darme cuenta, causarme peores efectos que el alcohol. No creí que mi silencio, mi callada respuesta, pudiera influirme tanto. Fue así. Cuando otras veces bebo, canto o llevo machaconamente la contraria a quienes me rodean, termino ebrio, cansado y somnoliento, pero entonces suelo tener plácidos amaneceres.
Ahora, mientras la hermosa balada de “Alfonsina” se escucha en algún lugar de la casa, revivo ciertas noches quiteñas pasadas en sus típicas “peñas” oyendo ese magnífico folklore sudamericano en el que se mezclan los sones de la quena y la guitarra, con los cantos tristes y melancólicos de anónimos solistas, que lloran mientras recuerdan un amor imposible.

Añoro esos recintos pequeños y por lo general mal iluminados y peor decorados, con mesas bajas e incómodas banquetas, en donde el licor se pide por botellas, donde todos o casi todos los asistentes, saben de memoria las letras de las canciones y las van tarareando entre sorbo y sorbo, mientras su mente vaga por otros derroteros y sus ojos se humedecen sin darse apenas cuenta. En mi interior aplaudo y envidio a esos artistas surgidos del público que espontáneamente toman la guitarra y nos deleitan con canciones en donde lo único válido es el sentimiento, pues ni el ritmo ni la entonación están en consonancia. En esos lugares uno no desea más que oír, beber y soñar dejando lentamente pasar las horas.
Con amigos o solo he ido recorriendo sin premeditación ni orden, las diferentes “peñas”: Pacha-Mama, el Pasillo, la Lina Quiteña, han sido lugares en donde finalizaban nuestras “farras” esperando siempre con ilusión poder ver amanecer el nuevo día animados por el ardor melancólico de sus artistas. Por eso, cuando alguien me propone ir a una “peña” independientemente de que la conozca o me suene, encuentra en mí al compañero idóneo que nunca le dirá que no.
Pese a que el sitio no se diferenciaba en nada de los otros, el nombre de la peña estaba fiera del contexto. “El Safari” era la evolución continuada de un bar que pasó con el tiempo a cafetería y por último a “peña” y en el que se veían aun las huellas de una remodelación apresurada que dejaba al descubierto cables, maderas y múltiples defectos en el piso y paredes.
Por ánimo de agradar, el dueño se acercó a saludarnos y justo por eso empezó a complicarse la noche. Por muy campechano que sea, por mucho que se quiera confraternizar, no está bien que, con unos clientes ya recalentados por el alcohol, ecuatorianos residentes en Chile, de derecha ultraconservadores y dispuestos a pasar unas horas agradables, se inicie una agria discusión política aferrándose a una nacionalidad ya casi olvidada y a 15 años de extradición, no sé si querida o forzosa. Afortunadamente la discusión se zanjó con la llegada de las bebidas.
Rubén González, cantautor chileno, constituía el principio, el medio y el fin del espectáculo. Todo giraba sobre él. Alto, moreno, con barba tupida y perfectamente recortada. Camisa negra, chaleco y guitarra, llenaba el escenario de “E Safari”. Al principio en nada se diferenciaba del resto de los artistas que deambulaban por las peñas. El folklore ecuatoriano se mezclaba con el peruano, boliviano y argentino. Poco a poco las canciones más conocidas iban aflorando en su repertorio y poco a poco el público iba compenetrándose más y más con el artista.
De pronto de forma totalmente impensada, alguien entre los asistentes, empezó a jalearlo con una frase corta pero sugestiva:
"Lo tuyo Rubén, canta lo tuyo"
.
Muchas veces he pensado que la canción protesta tiene su razón de ser. Sus compositores y cantores casi siempre están enmarcados en el contexto que vive con ella, que la alimenta y que la enaltece. También creo que fuera de esto, las canciones son meros ataques suicidas contra una sociedad, o contra una forma de ser a la que el artista quiere llegar, no destruir, un medio del que vive y al que groseramente insulta con composiciones que por lo general carecen de ritmo de vida y sentimiento.

Muy pocos son exclusivamente grandes a base de canción protesta y muchos menos se mantienen y triunfan con este tipo de música. Por eso, cuando Rubén empezó a exponer su repertorio, carente de musicalidad y solo repleto de ataques furibundos contra la sociedad, empezó a desagradarme. Estuve a punto de levantarme y empezar a contradecir todo lo que cantaba. Me contuve por quienes me acompañaban, pero me fui encorajinando, me desentendí de la conversación y empecé a pensar en esa extraña fauna de cantautores pseudopolíticos que, como Rubén, presentan no su arte, sino su figura y su simpatía y desde mi punto de vista, era lo que tenían que explotar, sin meterse en otro tipo de aventuras que ni sentía ni comprendía.
La noche estuvo a partir de ahí, en una espiral nefasta. A las canciones se unió de pronto, el comentario y el ataque de Iovana, la novia de Rubén, que pese a llevar solo diez días unida a él sentimentalmente, parecía o quería parecer, la musa de su arte y que sin venir a cuento, despotricó contra nosotros, únicamente por pertenecer a otra sociedad y por tener 20 años más que ella, aspecto éste que nos convertía ante sus ojos en seres retrógrados y vulgares.
Volveré a las clásicas “peñas”. Escucharé pasillos, chuecas y boleros, oiré trágicas historias de amores sublimes no realizados, tomaré tragos y tragos al compás de la guitarra y me sentiré “chumadito”, contento y con el corazón destrozado pensando en aquella mujer inexistente o no, a quien amé y que luego, “por esas cosas raras de la vida” desapareció sin haber llegado nunca a sentir en mis labios el calor de sus besos.

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