Otra mujer me ha envenenado el cuerpo
Ninguna de las dos vino a buscarme
Yo, de ninguna de las dos me quejo
Repasaré mi mujeroteca. Entresacaré de ella a quienes, de alguna manera, llenaron para bien o para mal, un rato de mi vida y de forma silenciosa y anónima les iré dando las gracias por lo que hicieron.
Algunas pasaron envueltas en un halo de lujuria y diversión, otras buscaron en mí amistad, las menos intentaron comprenderme, sufriendo en su espíritu las contradicciones de mi mente; una sola se olvidó de cómo era y se entregó por completo. No sabía si en mí veía un padre, un amigo o un amante, solo pensaba que a mi lado estaba bien y tenía todo lo que quería. Al final se marchó llorando, según ella me había hecho mucho daño. Nunca supo que, al contrario, fue la única que me tranquilizó, la que evitó que me lanzase a una búsqueda inútil de aventuras galanas, la que más me ayudó a superar mi soledad.
Nunca pensé que, en un año, en un solo año, ocho diferentes mujeres influyeran, o mejor confluyeran en mi vida. Siempre imaginé que la mente y la experiencia tenían un valor, ahora sé que juntas pueden ser peligrosas y que nunca deben, de forma trivial, emplearse en juegos amatorios pues, casi siempre, alguien termina sufriendo.
Ocho caracteres diferentes, ocho vivencias, ocho actitudes distintas ante la sociedad y ante el hombre. Ocho mujeres a las que por amor o gratitud, nunca mencionaré. Ocho seres maravillosos a quienes por obra y gracia de la fantasía agruparé de dos en dos, pues sin quererlo, sin apenas conocerse, tuvieron frente a mí comportamientos, si no idénticos, sí muy similares.
Por cuales empezar. Seguir, tal vez un orden cronológico, o de ascendencia emocional, o alfabético. No, nada de eso estaría bien. Pese a que todas activaron algunas de las fibras sensibles de mi mente, hubo dos con las que mi relación se basó casi exclusivamente en el juego mental. Ellas fueron y confío que sigan siéndolo por mucho tiempo, quienes más me inquietaron y por quienes más me preocupé. Curiosamente, sin apenas rozarnos los cuerpos, sin hablarnos directamente, sin intimar lo más mínimo, parte de la sociedad se sintió ofendida por nuestra relación. Lógicamente ellas son las primeras de mi lista.
Al margen de su físico, pues como le dije a una, su belleza se escondía muchas veces entre los recovecos de su mente y desde allí captaba la atención del hombre con argumentos más sólidos que la pura atracción carnal, ambas tuvieron una infancia similar, lucharon contra la incomprensión de su familia y se revelaron, o al menos lo intentaron muchas veces, contra las trabas sociales de su entorno. Las dos, aún siendo bellas, se consideraban poco agraciadas y oponían su eficacia y su lógica al mundo que las rodeaba.
Curiosamente las dos eran signos zodiacales fuertes y dominantes, vivían rodeadas de problemas y tenían una salud muy delicada.
El vivir mucho tiempo con una sola mujer, el haber compartido solo con ella el amor y el sexo, el estar acostumbrado a una serie de reacciones reflejas, puede a veces, jugarnos muy malas pasadas. Con ambas me pasó lo mismo. En un momento determinado y casi inconscientemente, mi caricia relajante dejó de ser tal, mis ayudas, mis juegos, mis riñas avivaron sus fibras sensibles. Lo que mi mente no quería, de pronto lo ejecutaba mi cuerpo. Fue algo como dije antes, totalmente erótico sin que mediase entre ambos el más ligero roce consentido y consciente. Recuerdo que una de ellas, al oír aquella de “… y por esas cosas raras de la vida, sin el beso de tus labios yo me vi…” comentó lo triste que son las canciones sudamericanas y lo que sufren en ellas los hombres y las mujeres.
Pese a esto, en ambos casos, nuestra relación me creó muchos problemas. Ese bonito intercambio de ideas, ese no saber nunca hasta donde podía llegar el contrario, esa duda excitante del qué sucederá si se cede, ese esperar el abandono aun a sabiendas de que difícilmente ocurrirá, hería la susceptibilidad de quienes nos rodeaban. Entre nosotros se levantaba un muro de humo que sólo la lógica era incapaz de romper. Aun hoy recuerdo algunas frases sueltas como “¿Qué pasaría si…?”, “¿Serías capaz de…?”, “¿Te atreverías si…?” y algunas otras interrogantes fruto de determinados momentos en los que la noche, la proximidad y la confianza casi rompieron nuestro muro. Nada pasó nunca y sin embargo, a “solto voche” la gente comentó y afirmó. Hicieron mal, solo la brasa que se aviva es capaz de convertirse en llamarada, sino se mantendrá en un grato rescoldo que dará calor suave a los que se acerquen a ella.
Como no pasar de la mente al cuerpo, como no recordar a ella, pues aunque dije que las ocho podían emparejarse de dos en dos, en este caso su pareja fue algo fugaz, fruto de la noche de soledad y vino, algo efímero que cubrió unas horas de mi vida y que desapareció tan misteriosamente como había surgido.
Ella no, ella fue distinta, fue como ese frágil gorrioncillo que de vez en cuando se acerca a tu ventana, que come de tu mano, que se abriga al calor de tu cuerpo pero al que nunca podrás domesticar pues eso supondría su muerte.
Pese a todo esto, en nuestra relación, siempre creí que el “malo de la película” era yo. Yo fui quien mental y económicamente la fui obteniendo, quien, a base de hábiles razonamientos, a veces culturales, a veces religiosos y a veces eróticos, conseguía siempre lo que me proponía. Por creerse inferior apenas si entraba en mi juego dialéctico. Nos encontrábamos bien juntos sin apenas hablarnos, nunca nos recriminábamos nada. Y cuando pasábamos grandes temporadas sin vernos su alegría ante el reencuentro era real, aunque luego, muy pronto, sus dudas la inducían a alejarse.
Le gustaba sonreír, vivir y olvidarse de todo. Olvidarse de su infancia en un pensionado, de sus padres separados, de sus años de colegio, de su paso por las drogas, de su estancia en la cárcel, de su desempleo, de su afán de alcanzar en la vida algo digno y honrado, de su fácil tendencia a ceder y caer en manos de quienes la rodeaban. Le gustaba la televisión, los pasteles y los cuentos, era como una niña; era una niña a la que la vida la había dado muy pocas cosas, pero en la que afortunadamente sobrevivía la idea religiosa y tras ella, o mejor a través de ella, esperaba encontrar un mundo mejor.
Entre el amor mental inalcanzable y la posesión de la mujer, existe la innegable realidad de la vida. Sí, por mucho que elucubremos, estamos rodeados de mujeres que llevan una vida igual o parecida a la nuestra, que tienen nuestros mismos problemas y con los que habitualmente convivimos. Mujeres como yo, que sienten y sufren, mujeres que ríen y se divierten, mujeres desinhibidas y sin perjuicios, mujeres con un alma, unas vivencias y unos secretos. Para mi desgracia nunca las consideré; siempre las vi a mi alrededor como formando parte del paisaje. Sin embargo, no es así.
Tardé mucho en darme cuenta de su existencia, muy poco en comprenderlas. Las dos, aun con la lógica separación de su edad, su nacionalidad y su raza, se comportaron conmigo casi de idéntica forma. Las dos fueron durante mucho tiempo compañeras y amigas, las dos, a través de los meses, vivieron una intimidad abierta, las dos jugaron conmigo al bonito juego de los equívocos y las dos, una noche de copas, me entregaron sus besos. Ninguna tuvo luego pudor ni decoro en mostrarme su cuerpo desnudo, sin que a partir de entonces surgieran entre nosotros traumas ni recelos.
En ellas el mal, o ese extraño mal que en otros ojos veían, no existió. Para ellos nuestras breves relaciones eróticas quedaron en eso. No añadían ni quitaban nada, no formaban un mundo alrededor de un hecho, ni recriminaban ni huían, solo eso sí, sonreían de vez en cuando y con ello me recordaban que yo también era un ser de carne y hueso y por mucho que lo quisiera disimular algunas veces, caía como todos los humanos. Ante ellas mi máscara, mi coraza, había desaparecido, ellas sabían que como todos yo también era vulnerable. Sabían eso e imaginaban mucho más pero todo lo ocultaban tras su sonrisa abierta y maliciosa.
Siempre dije que, aunque la amistad, la verdadera amistad, entre un hombre y una mujer puede existir, la realidad demuestra que esta forma de relación es casi imposible. Uno de mis escritores favoritos, José Luis San Pedro, decía:
“… la amistad es amor con otro nombre, no hay otra comunicación posible entre los mortales sino es amor. Por eso, confiesan los sinceros, no es posible la amistad entre un hombre y una mujer, y sí el amor…”
Por esto, mis dos únicas amigas, las que entran en este último grupo, quizás sean exclusivamente eso porque nuestra comunicación ha sido escasa, o porque conscientemente la coartaron ante una serie de convencionalismos sociales ante los que por nada del mundo cederían. Tal vez porque sufrieron mucho, porque sus desengaños humanos y amorosos han constituido, no la excepción sino su realidad cotidiana, o porque sin saberlo aspiren alcanzar esa amistad pura imposible de lograr, el caso es que ambas navegan sin rumbo ante algo que desean sin querer y algo que quieren y no se atreven a poseer. Sin embargo, a su lado he pasado momentos hermosos. Por ellas he conocido el ambiente y la tradición quiteña, me han introducido en sus costumbres, me han enseñado su cocina, en fin, me han hecho sentir casi como una más de aquí.
Para mi desgracia son, tal vez, las más sensibles de las ocho, las únicas que sufren y lloran solas y en silencio, pero a las que es imposible consolar pues debido a esa poca comunicación nunca sé cómo podrían luego responder. Muchas veces quisiera acariciarlas tiernamente, introducir mis manos en su pelo, hablarles con cariño, pero siempre algo entre los dos lo evita, lo cercena de golpe.
Han sido, son y lo seguirán siendo mis amigas, mis buenas amigas, aquellas a las que nunca debo recurrir cuanto estoy solo, pues ellas, como yo, también lo están, aquellas que me acompañan a fiestas, cenas y comidas, en donde el bullicio y la gente son los ingredientes perfectos para que nuestra amistad se mantenga siendo solo eso, amistad.
Es fácil hablar claro cuando no se va a decir toda la verdad. Es fácil contar historias, es difícil saber en qué momento la realidad se filtra entre las fantasías; es hermoso pensar que todo, a lo mejor, pudo ser verdad, es humano entresacar de la vida cotidiana una experiencia creadora.
Todo esto me ha dado el destierro, esto y el poder eliminar de mi mente el miedo y la desconfianza que siempre anteponía a la palabra “amor”.
Ocho mujeres, ocho maravillosas mujeres lo han conseguido, ocho mujeres que siempre tendré en mi corazón y que han compensado con creces las largas horas de soledad y hastío pasadas lejos de mi tierra.