Hasta hace poco era una persona calmada. Nunca, o casi nunca, alzaba la voz, jamás profería gritos o palabras malsonantes, como mucho fruncía el entrecejo y, en opinión de mis amigos, torcía la nariz y algo aparecía en mi cara que denota mal humor, enfado y crispación. Sin embargo, aquel ser reposado, de conversación pausada y enfados cerebrales se está transformando. La soledad, las putadas (antes hubiera dicho faenas), la falta de desahogo físico y mental han condicionado que mi lenguaje variase (en mi fuero interno intento convencerme de que así evitará la consabida úlcera de estómago); de cualquier forma esas frases tan expresivas y malsonantes de “váyase a tomar por…” o “hijo de …” han empezado a brotar de mis labios de la forma más natural del mundo. En mi descargo debo admitir que delante de señoritas refino mi léxico. Como diría Don Mendo, suelto un “cáspita” que es un taco italiano, en lugar de un venablo castellano, o bien traigo a colación alguna de las hermosas palabras de nuestro diccionario desempolvadas últimamente por Camilo José Cela, Umbral o el castizo alcalde de Madrid, D. Enrique Tierno.
Fue así, que en uno de mis momentos de exaltación y no precisamente de exaltación patriótica, recogí mis papeles y ante la consternación general de quienes me rodeaban, dije a voz en grito: “Esto no hay quien lo aguante, lo dejo todo y me voy a hacer una gallarda”. Pude haber dicho que me iba al cine, a darme un masaje erótico o a violarme a la primera rubia que me encontrara en la calle, pero no, salí diciendo que lo que entonces necesitaba era una buena gallarda.
La palabreja impactó. Ante mi extrañeza lo primero que hicieron todos al día siguiente, fue preguntarme por su significado, y claro, ya más sosegado, me sentí abrumado por la pregunta. Como decirles que una gallarda era una…, no, mejor ni lo escribo; como buscar la palabra exacta que la describa sin caer en el burdo taco callejero o en el elevado sofisma místico-religioso típico de los confesionarios.
Que problema nos trae nuestro querido castellano. Al acordarme aquí de los estudiosos de la Real Academia de la Lengua, si aquella que “limpia, bruñe y da esplendor”, un montón de anécdotas curiosas brujulearon por mi cabeza. Tanto disertar y discutir sobre Iberoamérica o Latinoamérica cuando aquí lo más bonito que me han dicho al compararme con uno de ellos era que parecía un latino y no porque hubiera nacido en España, sino porque los habitantes de estos países se nominan así entre ellos y a mí en aquel momento me consideraron como tal.
Fue así, que en uno de mis momentos de exaltación y no precisamente de exaltación patriótica, recogí mis papeles y ante la consternación general de quienes me rodeaban, dije a voz en grito: “Esto no hay quien lo aguante, lo dejo todo y me voy a hacer una gallarda”. Pude haber dicho que me iba al cine, a darme un masaje erótico o a violarme a la primera rubia que me encontrara en la calle, pero no, salí diciendo que lo que entonces necesitaba era una buena gallarda.
La palabreja impactó. Ante mi extrañeza lo primero que hicieron todos al día siguiente, fue preguntarme por su significado, y claro, ya más sosegado, me sentí abrumado por la pregunta. Como decirles que una gallarda era una…, no, mejor ni lo escribo; como buscar la palabra exacta que la describa sin caer en el burdo taco callejero o en el elevado sofisma místico-religioso típico de los confesionarios.
Que problema nos trae nuestro querido castellano. Al acordarme aquí de los estudiosos de la Real Academia de la Lengua, si aquella que “limpia, bruñe y da esplendor”, un montón de anécdotas curiosas brujulearon por mi cabeza. Tanto disertar y discutir sobre Iberoamérica o Latinoamérica cuando aquí lo más bonito que me han dicho al compararme con uno de ellos era que parecía un latino y no porque hubiera nacido en España, sino porque los habitantes de estos países se nominan así entre ellos y a mí en aquel momento me consideraron como tal.
Como disfrutaría cualquiera de los humoristas hispanos al leer en el periódico con grandes titulares “Chino pierde la polla y se suicida”. No, no seamos malpensados, la polla aquí es el premio mayor de la lotería y no el órgano sexual masculino, como cualquier madrileño pudiera creer, o al comentarle, como a mi en una de mis primeras cenas oficiales, la dueña de la casa, con la mejor de sus sonrisas me pregunta que si me gustaban los chochos (claro que me gustaban, pensé entonces, pero bien entendido que a los que yo me refería no era aquellos blancos y tiernos altramuces que me obsequiaban, sino otros muy distintos), y yo ante su insistencia tuve que ahogar una carcajada y contestarle con un ceremonioso “Como no señora, me encantan”.
Aquí se puede constatar que la deformación en el significado de las palabras no tiene límites. Cualquier asturiano que de forma natural pidiera un culín de sidra, de vino o de café, sería tachado de soez y malhablado pues por estas latitudes esta palabra tiene oscuras reminiscencias. También él se asombraría cuando, al admirar junto a un ecuatoriano, el andar garboso de alguna de las hembras de esta tierra, éste comente complacido: “Que buena nalga tiene” o cuando la pudorosa de Marilín nos sorprende con aquello de “Ayer me pusieron una inyección en la nalga” y recordaría con sorna aquello del muslamen y la cacheira tan típico de su terruño.
Aquí se puede constatar que la deformación en el significado de las palabras no tiene límites. Cualquier asturiano que de forma natural pidiera un culín de sidra, de vino o de café, sería tachado de soez y malhablado pues por estas latitudes esta palabra tiene oscuras reminiscencias. También él se asombraría cuando, al admirar junto a un ecuatoriano, el andar garboso de alguna de las hembras de esta tierra, éste comente complacido: “Que buena nalga tiene” o cuando la pudorosa de Marilín nos sorprende con aquello de “Ayer me pusieron una inyección en la nalga” y recordaría con sorna aquello del muslamen y la cacheira tan típico de su terruño.
Chochos
Pero seamos honestos, sin saber a ciencia cierta por qué existen aun una gran cantidad de palabras que se han mantenido incólumes con el paso de los años. Me hace gracia cuando me entregan “un celemín de copas” o me ofrecen con el café una típica “allulla” de Latacunga, pues estos dos giros, usados ya por Cervantes, son desconocidas en la España de nuestros días.
Así, envuelto en esta serie de giros idiomáticos casi me aparto del problema que me embarga. Quizás la cercanía de este pueblo carente por completo de expresiones soeces, en donde se llega, como mucho a un explosivo “Que hijo de flauta” haya afectado mi proverbial fluidez mental, o tal vez porque no soy capaz como Umbral de escribir un artículo de 20 páginas sobre “la gallarda y sus virtudes terapéuticas” (artículo al que remito a cualquier lector curioso que quiera ampliar sus conocimientos en este campo), o como Tom Sharpe, que sobre un bonito relato policiaco describe las peripecias de un desconsolado padre que intenta por todos los medios, saber si su hijo practica en sus ratos libres la consabida gallarda, utilizando para ello todo tipo de técnicas y no técnicas.
Efectivamente no soy así. Puedo escribir sobre la relajación posterior al hecho, sobre métodos, técnicas y posturas, sobre sus innumerables ventajas higiénicas, bueno, yo sobre otras muchas bondades sin duda conocidas por el lector o lectora practicante de esta terapia, pero lo que no soy capaz es de definirla, bien en su acepción culterana o en la vulgar y barriobajera. Sin embargo, como estoy rodeado de personas aficionadas a pasar la mañana rellenando los crucigramas de los diferentes periódicos y que inspiradamente preguntan cosas tan peregrinas como Yunque de platero de tres letras que empieza por “T”, o Río de la cabecera del Amazonas afluente del Marañón de siete letras. No me es difícil definirles la gallarda como Ejercicio personal y a menudo solitario nominado en la ortodoxia literaria por una palabra de once letras que empieza por “M” y termina por “E” y en la jerga popular por otra más corta y sugerente de cuatro letras que empieza por “P” y termina por “A”.
Así, envuelto en esta serie de giros idiomáticos casi me aparto del problema que me embarga. Quizás la cercanía de este pueblo carente por completo de expresiones soeces, en donde se llega, como mucho a un explosivo “Que hijo de flauta” haya afectado mi proverbial fluidez mental, o tal vez porque no soy capaz como Umbral de escribir un artículo de 20 páginas sobre “la gallarda y sus virtudes terapéuticas” (artículo al que remito a cualquier lector curioso que quiera ampliar sus conocimientos en este campo), o como Tom Sharpe, que sobre un bonito relato policiaco describe las peripecias de un desconsolado padre que intenta por todos los medios, saber si su hijo practica en sus ratos libres la consabida gallarda, utilizando para ello todo tipo de técnicas y no técnicas.
Efectivamente no soy así. Puedo escribir sobre la relajación posterior al hecho, sobre métodos, técnicas y posturas, sobre sus innumerables ventajas higiénicas, bueno, yo sobre otras muchas bondades sin duda conocidas por el lector o lectora practicante de esta terapia, pero lo que no soy capaz es de definirla, bien en su acepción culterana o en la vulgar y barriobajera. Sin embargo, como estoy rodeado de personas aficionadas a pasar la mañana rellenando los crucigramas de los diferentes periódicos y que inspiradamente preguntan cosas tan peregrinas como Yunque de platero de tres letras que empieza por “T”, o Río de la cabecera del Amazonas afluente del Marañón de siete letras. No me es difícil definirles la gallarda como Ejercicio personal y a menudo solitario nominado en la ortodoxia literaria por una palabra de once letras que empieza por “M” y termina por “E” y en la jerga popular por otra más corta y sugerente de cuatro letras que empieza por “P” y termina por “A”.
Francisco Umbral
Este hermoso juego de palabras dio pie a que a los pocos minutos todos mis contactos femeninos supieran lo que era una gallarda y aunque no lo dijeron en sus ojos brillara esa chispa maliciosa fruto de un par de dudas que entonces les corroía la mente. ¿Habría sido capaz ese loco, de hacerse un par de gallardas? Y ¿por qué no nos lo dijo claramente, con las ganas que teníamos de dedicarnos a la práctica de ese juego, pero de forma compartida?
Yo, mientras tanto y como siempre, viéndoles venir y sin comerme una rosca.
Yo, mientras tanto y como siempre, viéndoles venir y sin comerme una rosca.
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