domingo, 7 de marzo de 2021

San Vicente en tres actos

Prólogo
El paisaje, el pequeño pueblo, el embarcadero, la sucesión monótona de las mareas, todo se mantiene. Apenas si han mejorado los caminos, repintando algún salón o habilitado un nuevo puesto de pescado en la pequeña lonja, donde aún es posible adquirir una langosta viva al irrisorio precio de 50 sucres.
Pese a todo, cada vez que vuelvo a San Vicente parece que las anteriores hayan sido sueños fantásticos desgajados en una realidad tangible. Cada experiencia destierra a la anterior, cada hora perdida entre las blancas arenas de sus playas parece irrepetible, y sin embargo, compruebo con pena que un momento supera al anterior, que debemos vivir con orgullo el presente relegando el pasado al cajón sagrado de los recuerdos, allí donde únicamente atesoramos las cosas hermosas, las que nunca podremos olvidar porque conforma nuestra esencia más pura.

San Vicente es un poblado casi desconocido al que se llega tras seis horas de viaje por carretera que empiezan siendo asfaltadas y terminan convirtiéndose en pistas polvorientas de arena. Un lugar perdido. Un mundo real que destrozó todo lo que había de fantástico en mi mente soñadora. Un nombre asociado a hechos, situaciones y sobre todo personas que en un momento determinado se unieron o se alejaron de mí.
1.- La aventura

¿Quién no ha leído esa bonita historia de un hombre que conoce a una mujer y juntos viven un romance de ensueño? ¿Qué solitario no suspira por pasar unos días dedicado únicamente al placer casi divino de admirar un paisaje y poseer un cuerpo femenino? Sí, esto lo hemos pensado todos y algunos, tal vez, lo han conseguido. Desgraciadamente para mí era una utopía inalcanzable, algo bonito pero fuera de mis posibilidades.
Ni invitar, ni aceptar una invitación cuesta nada. Luego el tiempo nos demuestra el abismo que existe entre lo etéreo de una persona y la realidad de los hechos. Cada vez que parto hacia uno de los puntos cardinales del país, procuro y propongo a quienes me rodean la posibilidad de su compañía. Nadie se anima nunca. Al final surgen imponderables, problemas, dudas y parto solo.
Noviembre, el mes más triste del calendario, el de las ánimas, el del Tenorio y los huesitos de Santo, es en Ecuador diferente. Las brumas y lloviznas que cubren el verano costeño empiezan a desaparecer y un tibio sol, caldea todo el litoral. La primavera equinoccial, única en este país, me empujaba hacia el mar. Las playas solitarias tapizadas de nubes, la brisa, el vuelo rasante de los alcatraces eran como potentes imanes que me atraían. Cuando ella aceptó la invitación de pasar cuatro días en la costa, cuando me llamó para recordármelo, cuando se ilusionó con la idea, no podía dar crédito a sus palabras. Sin embargo, era una realidad.
Al descender por la serpenteante carretera que, en un trayecto de apenas 200 km, desciende desde los 4.000 a los 300 m un extraño hormigueo recorría mis venas. Iba a emprender la primera aventura de mi vida, iba a pasar un largo finde semana gozando del sol y de la compañía íntima de una mujer. Era algo hasta entonces solo soñado y ante lo cual mis reacciones se volvían torpes y pueriles. No sabía de qué hablar ni qué decir, ella en contra, charlaba sin parar, describía el paisaje, comentaba el tiempo, sus anteriores salidas hacia la costa, los pueblos que atravesábamos.
Al llegar al cruce de Puerto Viejo y San Vicente la noche nos envolvió. Recorrimos los últimos kilómetros casi a ciegas envueltos en una nube de polvo y solo gracias a su sentido de la orientación llegamos a nuestro destino sin mayores contratiempos.
Las Cabañas de Alcatraz tenían un aspecto siniestro. Alejadas del núcleo urbano, rodeadas de una ciénaga infectada de mosquitos y regentadas por un matrimonio de color no inspiraban ningún tipo de comodidad. Nos equivocamos, a la luz del amanecer surgieron unas instalaciones casi perfectas y desde luego inspiradas en aquel pequeño villorrio. Agua caliente, piscina atemperada, sauna, restaurante, todo lo necesario para una pareja curiosa de aventureros.

El circular en coche sobre la playa, el avatar por las pequeñas sendas hacia los núcleos ganaderos del interior y el correr de los días, fue poco a poco cambiando nuestro espíritu. Tanto ella como yo empezamos a ensimismarnos, a volvernos hacia nosotros mismos. Lo que en un principio se orientó como una aventura erótica, se estaba convirtiendo en una monotonía familiar. Nos compenetrábamos pero nuestros gustos eran diferentes. Yo amaba el sol y la naturaleza, ella su fría contemplación. Yo deseaba añadir esa pizca de excitación que conlleva la aventura y ella se horrorizaba ante mis ideas. Juntos paseábamos, visitábamos pequeñas tiendas dedicadas a la venta de cerámica preandina, aparentemente auténtica, caminábamos sobre la arena, yo en traje de baño y ella totalmente vestida, desayunábamos “tinto con queso y patacones”, comíamos arroz con camarones y langostinos, hacíamos el amor de forma casi ritual.
Lo que pudo haber sido una aventura cuajada de fantasía y erotismo se había convertido en un viaje familiar carente de emociones, casi costumbrista. La aventura en sí no había fracasado, se había devaluado, le había faltado alma. En mi fuero interno no sabía si el engaño provenía de los visto, leído o pensado o era que estaba viviendo algo diferente desprovisto de excitación y eso que todo, absolutamente todo estaba a nuestro favor.
Al regresar un halo de tristeza me envolvía. Había tenido una experiencia innovadora debido, sin duda, a la idiosincrasia de la mujer serrana, en la cual pesa más el romanticismo y el misticismo que el afán creativo mezcla de erotismo y sorpresa.
2.- La orgía
Hay situaciones imposibles de prever, que surgen inopinadamente y van tomando cuerpo hasta convertirse en episodios irrepetibles que dejan al final un raro placer mezcla de ansiedad y pecado. Como nace una orgía, cómo se llega a ella, cómo se desvanece, son puntos imposibles de definir. El que tres parejas aparentemente serias, inicien una velada vulgar y poco a poco el ambiente vaya caldeándose, las conversaciones se tornan picantes y se termine haciendo un striptease generalizado, entre risas y juegos, es algo real que puede no ir más allá del mero divertimento gremial.

Más o menos así terminó una cálida noche del invierno quiteño. Entre bromas fuimos poco a poco despojándonos de nuestras vestimentas hasta quedar mi casa convertida en una playa nudista, pero en la que el astro rey que alumbraba y calentaba era la luna y no el sol. El cansancio y el alcohol hicieron posible que lo que pudo haber sido una bacanal quedara simplemente en un burdo alegato, en un querer y no poder. Sin embargo, fue algo que activó ese gusto por lo excitante que llevamos dentro y que nos lanzó hacia la realización de una auténtica orgía, pensada y programada, sobre las desiertas playas del Pacífico.
Como la primera vez que bajé hasta San Vicente, lucía un espléndido sol. Ahora, no obstante, tres hombres y tres mujeres nos amontonábamos bulliciosos, ilusionados ante la aventura erótica que presagiábamos.
Las Cabañas Hamacas eran más amplias y solitarias que las Alcatraz, tenían el entorno especial de la decoración tropical a base de palmeras y cocoteros entre los que se distribuían pequeñas construcciones de caña gadúa. De día el sol recalentaba la arena haciéndola reverbar como si fuera un inmenso desierto, de noche, la brisa marina empapaba nuestras ropas dándoles un tacto húmedo y pegajoso y animándonos a despojarnos de ellas e introducirnos en las cálidas aguas del océano. El clima y el ambiente eran perfectos.
Tras una noche apacible la primera mañana se presentó brumosa. El continuo ir y venir de las mujeres entrando y saliendo de las habitaciones, sus comentarios sugerentes, sus dudas en cuanto a la ropa, a la comida o al aseo personal, llenaban la cabaña. Al final y casi sin discusiones, salimos dispuestos a vivir como Robinsones en cualquier playa solitaria. Hubo maña suerte. La bruma que cubría el horizonte terminó convirtiéndose en una tenue llovizna, sino incómoda, sí totalmente inoportuna para nuestras aspiraciones.
Más o menos cubiertos de toallas y prendas de abrigo pasamos el día comiendo cocos, piñas y naranjas. Sin darnos cuenta, la cálida brisa fue lentamente causando estragos sobre nuestra piel y así al regresar a la cabaña nos encontramos en un horrible estado de preinsolación. Hombres y mujeres aparecíamos con la piel totalmente roja y con una sensibilidad en ella muy fuera de lo normal.
Lo que en principio se presentaba como una calentura sin importancia, se acrecentó por la noche. Al amanecer, nuestro estado era deplorable. Éramos incapaces de ponernos el traje de baño y mucho menos de estar al sol. La orgía marina que se idealizó perfecta bajo el fuerte sol del Trópico, se tornó en un estar incómodos y malhumorados bajo la sombra de las palmeras.
La traslación de las azules playas de la Costa Brava a estos desérticos parajes del Pacífico había sido un completo fracaso. Ni desaparecieron los bikinis ni el mar se pobló de cuerpos desnudos que jugueteaban con las olas. Fue otra tremenda desilusión.

No sé si alguien durante el viaje de vuelta pensó en la ocasión perdida. Yo mientras conducía volvía a imaginar lo que pudo ser y no fue, soñaba ilusionado en otro largo fin de semana en el que el cielo y el sol nos excitasen al máximo sin destrozar nuestras blancas pieles europeas.
3.- La huída
Son las cuatro de la mañana y apenas si he dormido una hora. Alguien está a mi lado y sin embargo preferiría estar solo, haber pasado solo las últimas cinco horas, haber descansado, tener la mente clara para poder afrontar tranquilo el viaje que me espera. Ni ella ni nadie quiso acompañarme. Salgo solo. La carretera, como una inmensa luciérnaga se retuerce irregularmente siguiendo la abrupta topografía andina. Amanece bruscamente. Una lluvia cálida y persistente me señala el paso de la zona montañosa a la típicamente tropical. Tras muchas horas de viaje recalo nuevamente en San Vicente.
Casi guiado por el instinto me dirijo hacia aquellas playas del norte de Canoa que tan extraños recuerdos tienen para mí. Hoy las veo distintas. Donde antes vi, o simplemente imaginé una lámina azul con ribetes blancos, ahora contemplo un pueblo laborioso dedicado a la pesca intensiva de la larva del camarón. Docenas de hombres recorren la costa con pequeñas redes triangulares. Cientos de mujeres y niños escarban entre lo adquirido del mar y tras múltiples maniobras seleccionan las larvas que luego venderán a las grandes camaroneras. Donde antes vi una playa desierta ahora observo una compleja y activa vida animal. Las jaibas trabajan afanosamente resecando sus madrigueras a base de sacar de ellas pequeñas cantidades de arena.

Las aves marinas ejecutan vuelos rasantes encaminados a desorientar a los crustáceos para luego, impulsándose en los farallones rocosos, atraparles con su pico. Los pelícanos, en perfecta formación, surcan el cielo esperando detectar cualquier banco de peces próximo a la superficie. Sin apenas sentirlo, me duermo.
Al anochecer San Vicente volvió a sorprenderme. Tal vez por haber ido siempre acompañado, nunca reparé en el ambiente. Ahora, mi propia soledad me impulsa hacia lo cotidiano. Así puedo observar esa aglomeración humana ante el único cine del pueblo, ese desmedido prurito de los hombres en cuanto a la limpieza del calzado, incomprensible para mí, dada la cantidad de polvo y arena que cubre la totalidad de las calles, esos salines de comidas típicamente costeñas a base de verde, maní y pescado, esos vendedores ambulantes de hornado, papas y tostado todo lo que antes había sido superfluo es ahora, era para mí fundamental.
Dormí profundamente y la mañana me volvió a sorprender con otro ambiente impropio de la zona. El hotel Vacaciones tenía todas las comodidades de un establecimiento residencial de la rivera francesa. Habitaciones pequeñas y confortables, piscina, cancha de tenis, jardines con palmeras, hamacas y tumbonas, sala de fiestas, servicio esmerado, todo lo que un solitario necesitaba para pasar unos días de absoluto descanso. Allí leí, bebí, mis sempiternas ginebras, escribí, contemplé el ir y venir de los residentes guayaquileños, dedicados a la selección de plantas, de esta familia serrana que aprovecha unos días para llevar a sus hijos a la playa, de ese grupo de turistas americanos bulliciosos y anacrónicos, todo un universo de tipos inscritos en un pequeño hotel perdido en la costa ecuatoriana del Pacífico.
Pasé ratos felices dentro de aquel mundo que me ignoraba. Huía de la civilización, de sus problemas, de mi soledad y encontré justo lo que necesitaba.
Cuando una vez más dejé San Vicente, iba relajado, contento, con esa alegría que da el haber conseguido lo que se desea, el escapar de algo y hallar esa paz interior que nos devuelve la confianza y la esperanza para seguir viviendo y luchando.
Epílogo

Muchas veces idealizamos una idea, una palabra, un hecho y casi siempre, a la hora de realizarlo, se difumina ante la realidad cotidiana. Primero fue el lamentable fracaso por una incompatibilidad de caracteres, y luego la cruda efectividad del sol tropical quienes truncaron dos proyectos en principio tentadores.
Lo que aspiré, soñé y deseé tantas veces fue a la postre únicamente eso, un mal sueño que se marchita con los días. La huida hacia mi soledad fue lo único que se mantuvo, lo real, lo auténtico, aquello carente de fantasía y oropel, pero poseído de un alto peso específico, fue a la larga, lo único con lo que verdaderamente contaba y de lo que por desgracia casi me olvido.

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