domingo, 21 de marzo de 2021

Los hombres solos

Un sábado más, un día como otro cualquiera. Pese a no tener que ir a trabajar la fuerza de la costumbre, o tal vez esa manía de no poner persianas en las ventanas, me obliga a levantarme con el sol. Son apenas las 7:00 y como cada día ya me he arreglado, desayunado, leído el periódico, barrido, fregado la vajilla, en fin, he ordenado la casa. Ahora, mientras oigo música nacional espero a que ellos me llamen para ir al mercado.
Sin considerarnos unos expertos, la ingrata necesidad de tener que vivir solos, de tener que comprar, discutir precios, cocinar, nos ha hecho pequeños conocedores de la idiosincrasia mercantilista propia de la ciudad. Hay que ir los sábados a Santa Clara, los domingos a Iñaquitos, los viernes a la Floresta a por fruta, los lunes y jueves al Mercado Central a por pescado, los martes a por carne al Camal y por último, cuando hace buen tiempo y alguna amiga nos lo pide, desplazarnos a Sangolqui en donde dicen que todo es mejor y más barato.
Hoy es sábado y Santa Clara se muestra colorista, bulliciosa. Las calles que la circulan parecen tener vida propia. Las del norte atestadas de vendedores de plantas, las del este con artículos de mimbre y cestería, el resto dando asentamiento a cientos de pequeños comerciantes que ofrecen sus productos hortícolas. Sin entrar en el recinto feriado se pueden adquirir en la calle todo tipo de frutas y verduras en un estado de aceptable limpieza.
Quien no conozca un mercado ecuatoriano es fácil que al entrar en él se sienta deprimido e impresionado, a mí, la primera vez me pasó lo mismo. Asombra ver ese revoltijo de productos, esa amalgación de gentes, esa mezcla de olores, ese ir y venir de compradores, vendedores, porteadores, mendigos y músicos, sí, pues aunque no se crea, de vez en cuando el mercado se alegra con alguna banda local. Si por casualidad se penetra en él por la zona dedicada a las frutas, cosa nada rara pues ocupa la parte baja del edificio, el espectáculo que se observa es inenarrable. Enormes montones de piñas, toronjas, naranjas, papayas, sandías y melones contrastan con pequeñas cajas, perfectamente ordenadas, de frutillas, maracuyás, duraznos, manzanas, taxos y aguacates, así como son los clásicos plátanos, tan conocidos y codiciados en todo el país. En medio del desorden reinante parece imposible que los diferentes puestos mantengan esa armonía casi perfecta en la que la sola alteración de uno de sus elementos puede dar al traste con todo.
La costumbre, o tal vez nuestro excesivo espíritu nacionalista, nos lleva, de entrada a la zona de pescados y mariscos. Pese a las excepcionales condiciones naturales de la costa ecuatoriana, el surtido de pescados es escaso. Únicamente la corbina, el pargo, el bonito y algún que otro pez de roca se ofrecen a los posibles compradores. En cuando a los mariscos, hay abundancia y variedad de camarones y conchas, pero solo eventualmente pueden conseguirse langostas, langostinos, mejillones, pulpos o almejas. Son, estas últimas mercancías, en las que se centran nuestras preferencias, siendo casi siempre el objetivo principal de la compra. Luego el grupo, hasta ahora compacto se disgrega, yo me dirijo hacia el área de carnes y verduras, mientras el resto me espera en la de la fruta.
Por espacio de una hora nos dedicamos a comprar, no solo lo que necesitábamos para la semana, sino aquello con lo que el domingo podemos sorprender a los amigos.
Al regresar y ver a ese conjunto de hombres que abandonan contentos el mercado, con sus cestas, sus éxitos y sus fracasos, pienso en lo irreal de la vida. Estamos solos, nos hemos desengañado de esas ilusiones iniciales que todos teníamos y nos recluimos por último en la compra y la cocina.
Todos manejamos una casa vacía, todos sabemos cocinar y por eso nuestro prurito consiste en ofrecer un plato típico o refinado en nuestras reuniones culinarias de los domingos. Esta especie de fiesta gastronómica presenta otra ventaja, los sábados por la tarde hay que dedicarse exclusivamente a la cocina.
La comida de los domingos muestra un pequeño regusto a la patria. Cada uno aporta algo de ese menú elaborado el día anterior. Desgraciadamente ni el orden ni la etiqueta tienen aquí cabida. Sobre una mesa baja y siempre con alguna que otra botella de vino, obsequio cariñoso de quienes no están dotados para la cocina, empiezan a aparecer tortillas, pulpo a feira, almejas a la marinera, croquetas, albondiguillas, callos, paella, en fin una verdadera orgía gastronómica que siempre parece excesiva pero que termina desapareciendo por completo. El café, el coñac y la tertulia es el broche, no de oro, con que se cierran nuestras comidas dominicales.
Por la noche, cada uno en su casa, ordena sus ideas para el próximo día y empieza a precisar ya en el menú del próximo domingo. Son tardes frías, tristes; se está solo contemplando las calles vacías de Quito, se piensa en todo lo que se dejó allá en Madrid, en Lugo, en Cáceres, en tantos sitios, se intenta evitar caer en ese hastío en el que algunos, los menos fuertes o los peor dotados, han perdido las ilusiones y a veces la vida.
Piensan, piensan mucho. Yo pienso y recuerdo. Veo a esos hombres maduros deambular cansinamente por las calles, apoyándose en las barras de los bares pidiendo ese cortado, ese vino, esa tapita tan querida para ellos. Los contemplo ir y venir por los mercados arrastrando grandes cestas y porfiando con los vendedores en busca de los productos mejores y más económicos. Los oigo hablar, al principio de sus negocios, luego de mujeres, cada vez menos, por último de sus problemas, de sus pequeñas frustraciones, de sus aficiones; me mezclo con ellos en sus discusiones bizantinas sobre futbol, política o dinero, siempre filosóficas y sin que se obtenga nunca conclusiones aceptables, bien por desconocimiento de los temas, bien por falta de información. Aún creen seguir viviendo en aquellas sociedad que dejaron hace tiempo, no se dan cuenta que ha evolucionado y que ni se preocupa ni les importa ni les comprende. Alejados de su patria luchas, muchas veces sin saber porqué, pero sienten su tierra, la aman, la añoran y quieren mantenerla en su mente y en su vida tal como la recuerdan, tal como la desean.
Son, somos, hombres solos perdidos por las calles del mundo, buscando un no sabemos que, rechazando manos amigas, encerrándonos en nosotros mismos. Somos vagabundos desarraigados, a veces forjadores de imperios y fortunas, pero a la postre, hombres tristes que no unimos con otros como nosotros para formar ese enorme ejército de solitarios que pueblan las ciudades, que no se ven y que únicamente se perciben cuando, como ellos, se está solo.

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