Mujeres, siempre mujeres. Mi máxima ilusión fue conocerlas y sin embargo, ni las comprendo, ni las sé tratar. Cuando debo hablarles, callo, en vez de actuar, diálogo. Si piden ayuda, bromeo, en fin un completo fracaso. Por no sé que extraño maleficio, siempre temo hacerles daño, y nunca logro coordinar lo que quiere mi mente con lo que realmente, luego, ejecuta mi cuerpo. Sin duda a lo largo de mi vida habré ofendido a alguna, tal vez a todas las que me han rodeado. Jamás quise hacerlo, mi pecado fue siempre de omisión. Como alguien dijo, soy un misógino que teme y ama a las mujeres, que no les declara su amor por miedo al fracaso y que lo enmarcara a base de múltiples y variados razonamientos. Conociendo mis fallos intento cada vez actuar de forma diferente, cayendo siempre en los mismos errores. Será porque solo sirvo para esto, porque soy un romántico empedernido que solo ama a una mujer y por asociación las ama a todas, surgiendo de ahí el tremendo dilema del amor compartido e imposible, será porque…
La proximidad y el trato diario crea una serie de vínculos y reacciones difíciles de prever y casi imposibles de controlar. Si a esto se une la novedad que siempre supone el extranjero y la casi inexistencia de trabajo, no es de extrañar que la primera mujer con la que empecé a tener diálogos más o menos largos fuese Patricia, la secretaria de dirección del Proyecto. En parte por mi curiosidad casi enfermiza y en parte por su entonación y composición idiomática, el caso fue que surgió entre nosotros una especie de entendimiento mutuo y no confesado.
Que cara no pondría yo ante frases tales como “hágame el favorcito no más”, o “tómese este café calentito para combatir el frío”, eso sí, terminadas con el consabido Sr. Ingeniero y qué pensaría ella cuando yo al contrario que el resto era incapaz de llamarla de usted. La cosa para bien o para mal, tenía su gracia. Yo empezaba a hablarle de tú, ella me respondía de usted y a partir de ahí se organizaba un enorme lio con la mezcla del tú y el usted. Pese a mi buena voluntad por preguntarle modismos y a su disposición para aclararme cualquier tipo de dudas, el dilema tú-usted se mantenía.
Con aquella suavidad en el diálogo, tan suya y tan impropia de nosotros, iban transcurriendo los días sin que nada alterase nuestra relación. Una mañana cuando más ensimismado estaba con la recepción de dólares, el cambio a sucres y las transferencias a España, la eficaz Janeth se acercó a mi mesa y con su voz dulce y melodiosa, me soltó de repente:
—Ingeniero, no me sea malito, hágame no más el favor de firmarme ese chequecito para reponer el dinero de la caja chica—.
Si no me dio un ataque de risa fue de milagro. Firmé, e intentando romper el silencio que, como consecuencia de la frase, se creó entre nosotros, esbocé una sonrisa y la invité a bajar a comer. Pese a la dificultad del tú y el usted y a la manía del “Sr. Ingeniero” empezamos, lentamente, a tener una conversación a mi estilo. Me enteré de sus gustos, de algo de su vida, de su afición a la música y a la historia, en fin, para el postre ya habíamos acordado salir juntos el fin de semana.
Son curiosas las ecuatorianas. En cuanto te conocen y te admiten, se vuelven serviciales y sumisas, casi diría que caen en un servilismo impensable en nosotros. En el trabajo, te ayudan, cubren y defienden hasta cargan, si es preciso con tus culpas, en la vida normal, se hacen esclavas, intentando satisfacer tus más mínimos deseos.
La cena y la “Peña”, a la que posteriormente asistimos para escuchar una serie de “pasillos” a cuál más romántico y triste, fueron el preludio perfecto antes de ir al apartamento. El champán y los bombones los ingredientes últimos antes de caer sobre el tresillo envueltos en un abrazo. De allí, dejando un reguero de prendas a lo largo del pasillo, al dormitorio.
El juego amoroso continuó hasta llegar a su culminación. Entonces, cuando ya no quedaba más que sentir y gozar, se movió por primera vez y mirándome fijamente con aquellos negros ojos, murmuró dulcemente:
— ¿Lo hago bien Sr. Ingeniero?—
Si no me levanté y le di un par de bofetadas fue de milagro. Como escribió el poeta, “me porté como quien soy”, no le dije que lo hacía fatal, ni tampoco “le regalé un costurero grande de rosa pajizo”, eso sí, le cerré la boca con un beso y luego le ofrecí la última copa que quedaba.
A partir de ahí surgió en ella una mezcla de sumisión y agradecimiento: se levantó, arregló la habitación, preparó el café, limpió la cocina, se desvivió por servirme. La miraba trabajar y pensaba. Ella tenía un hombre, yo ni lo conocía. Tal vez una gatita dispuesta a cumplir mis caprichos y a sufrir, en silencio, mi abandono, o tal vez el gran amor indestructible y perdurable de mi vida.
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