martes, 27 de octubre de 2020

La playa de Ayangue

Siempre me han gustado las playas. De niño me atrajo el fondo marino y sus riquezas, más tarde fue el paisaje que las enmarcaba, últimamente las gentes que las pueblan y disfrutan. En ellas, cuando las nubes difuminan la línea del horizonte y el ruido de las olas es solo comparable a la blancura de la espuma, surge en mí la nostalgia de aquellas costas asturianas por las que durante tantos años arrastré mi soledad. Cuando el cielo es azul y las olas apenas si lamen silenciosamente la orilla, mi espíritu se agita recordando Tossa de Mar, Saint Tropez, Torremolinos y demás lugares en donde he observado, al desnudo, el comportamiento humano, para regocijo de mi mente y solaz de mis ojos.
Hasta ahora la única playa ecuatoriana que conocía era Atacames. Amplia, blanca, rodeada de palmeras solitaria, luminosa, en fin, casi salvaje y por esa ilusión con que siempre recordamos lo pasado, quise creer que todas serían como ella, es más, como ella, pero poblada. No sé si por ello, Ayangue me desilusionó.
Era una gran bahía recortada lateralmente por altos farallones rocosos coronados por árboles y cerrada por un pueblecito pesquero de casas de bambú salpicadas entre cocoteros y ceibos. Desde lejos, casi idílica, de cerca, tenía, quizás por mi estado de ánimo, ciertas contrapartidas.

Playa de Ayangue
El calor, el olor y la suciedad fueron mis primeras impresiones al bajar del coche. Un solo tórrido y pegajoso, aderezado por el tufo proveniente de pescado asado y fruta en descomposición, recalentaba un suelo de guijarros y conchas sobre el que era imposible andar sin quemarse la planta de los pies, un continuo bullir de gente recorriendo chiringuitos en los que se cocinaba o vendían productos típicos, desde langostas vivas hasta figurillas confeccionadas con corales de diferentes tipos, y por último, separando la playa del pueblo, una estrecha franja marina en la que flotaban innumerables y variopintos objetos.
Por llegar repentinamente a la orilla, alejándome del pestilente olor reinante, me aventuré, no sin ciertos escrúpulos, por la ciénaga y luego, dando ridículos saltitos sobre la arena caliente, llegué hasta el borde del mar. Durante meses me habían comentado las excelencias de las mujeres costeñas. Muchas veces las imaginé morenas, proporcionadas, de cintura estrecha, pechos altos y firmes, hoy, a medida que me aproximaba a la costa, las creí ver correr por la playa ataviadas con sugestivos bikinis. No fue así. Resguardándose del sol bajo pequeños toldos rectangulares, se distribuían unos cientos de bañistas enfundados en enormes y ridículos bañadores y cubiertos, además, con amplias camisetas que les llegaban hasta la cintura. Las mujeres, las tan deseadas mujeres, no eran esbeltas, sino compactas, no corrían por la cintura húmeda de la arena, sino que se desmoronaban bajo los toldos, no mostraban sus encantos naturales, los cubrían con aquellas camisetas que no se quitaban ni para bañarse ni para tomar el sol.

Playa de Ayangue
Por más que paseé, me recalenté los pies y me deshidraté, no observé nada reseñable. Desalentado me reuní con mis amigos, que ya estaban degustando una magnífica langosta, y con la inconsciencia lógica que produce la desilusión y el calor ambiental, me dediqué a beber limonada tras limonada. Más tarde me dijeron que en Ayangue no hay agua y que la que empleaban en los refrescos procedía de nadie sabía dónde.
A parte del desencanto había conseguido, sin duda, llenar mi estómago de amebas tropicales.
Casi de repente el sol desapareció. Al alejarnos, camino de Sta. Elena, contemplé uno de esos atardeceres de película. Un horizonte rojizo en el que se recortaban multitud de palmeras, mientras decenas de nativos rastrillaban las orillas en busca de la apreciada semilla del “camarón” con la que alimentar la industria más próspera del Ecuador.
En Ayanque, ahora lo sé, hay que dejar la fantasía y vivir a lo costeño. Levantarse con el alba, protegerse el sol, alimentarse con los productos marinos y dormir a la luz de las estrellas. Hay que habituarse a ver hombres pequeños y morenos, junto a mujeres con pechos enormes y caídos. Quedan, sin embargo, otras playas, como Salinas y Ancon, en donde no se ve la realidad autóctona y sí la filosofía importada de otros países. Existen allí, quien lo duda, mujeres talladas en ébano, que nunca debí buscar en la perdida bahía de Ayangue.

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