Las ciudades, al igual que las mujeres, tienen una serie de peculiaridades que las hacen, a la vez, únicas y repetitivas. El olor, la forma, su configuración topográfica, su colorido, son entre otros, aspectos de cada capital del mundo.
Retomando el símil de la mujer, si bien todas presentan los mismos atributos, nunca encontraremos dos iguales, aún más, siempre habrá beldades entremezcladas caprichosamente con otras que repelan la vista y el espíritu.
Retomando el símil de la mujer, si bien todas presentan los mismos atributos, nunca encontraremos dos iguales, aún más, siempre habrá beldades entremezcladas caprichosamente con otras que repelan la vista y el espíritu.
Quito. Guayasmin
Entre todas las capitales sudamericanas, quizás no sea Quito la que muestre, de forma mas acusada, las grandes diferencias sociales; no es como en Río, en donde se une el brillo del dinero con la triste imagen de la pobreza más absoluta; ni su arquitectura muestra, como en Lima, el reflejo de una total carencia de medios lo que condiciona la no terminación de sus edificios; ni son sus barrios, como los de Bogotá o Caracas, en donde se respira ese peculiar clima de inseguridad que le hace a uno mantenerse en un constante estado de inquietud. No, Quito es otra cosa, o tal vez mejor, es la mezcla de todo lo anterior pero en pequeñas dosis.
No se si muchas ciudades cuentan con la novedad de tener el aeropuerto dentro de sus límites urbanos, Quito sí. Por eso al llegar se tiene la impresión de aterrizar en una gran calle.
Tras un primer paso de reconocimiento en el que se aprecia la ciudad adosada sobre las laderas del Pichincha con irregularidades ramificaciones hacia su cima o hacia el valle, empiezan a verse por las ventanillas casas, bloques de edificios, rascacielos, parques, en fin más que aterrizar parece que se aparca. Luego, tras comprender que estás alto, muy alto, y como consecuencia de ello tienes a veces palpitaciones, duermes poco, o mejor dicho te despiertas muy pronto, haces las digestiones lentamente y hasta tus apetitos carnales parecen estar capitodisminuidos, surgen ante ti los más típicos rasgos quiteños.
El centro comercial, con calles amplias, limpias y perfectamente urbanizadas, donde se amontonan bancos, hoteles, restaurantes, tiendas, oficinas, bloques de apartamentos, con gentes que se desplazan con rapidez arrastrando el internacional “sansonite” o mordisquean tranquilos un humeante “perrito caliente”. La parte colonial, salpicada de iglesias y palacetes, con calles estrechas y casi siempre empedradas, repletas de una muchedumbre en la que predomina mayoritariamente el indio, vendedor, comerciante, paseante o mendigo, y en la que, hasta la pituitaria más atrofiada, detectaría ese olor clásico entre agrio y dulzón, donde la limpieza ha dejado paso a los desperdicios, y el vistoso colorido se ha trocado en un gris sucio que se extiende por el suelo, los edificios, las gentes y el cielo.
No se si muchas ciudades cuentan con la novedad de tener el aeropuerto dentro de sus límites urbanos, Quito sí. Por eso al llegar se tiene la impresión de aterrizar en una gran calle.
Tras un primer paso de reconocimiento en el que se aprecia la ciudad adosada sobre las laderas del Pichincha con irregularidades ramificaciones hacia su cima o hacia el valle, empiezan a verse por las ventanillas casas, bloques de edificios, rascacielos, parques, en fin más que aterrizar parece que se aparca. Luego, tras comprender que estás alto, muy alto, y como consecuencia de ello tienes a veces palpitaciones, duermes poco, o mejor dicho te despiertas muy pronto, haces las digestiones lentamente y hasta tus apetitos carnales parecen estar capitodisminuidos, surgen ante ti los más típicos rasgos quiteños.
El centro comercial, con calles amplias, limpias y perfectamente urbanizadas, donde se amontonan bancos, hoteles, restaurantes, tiendas, oficinas, bloques de apartamentos, con gentes que se desplazan con rapidez arrastrando el internacional “sansonite” o mordisquean tranquilos un humeante “perrito caliente”. La parte colonial, salpicada de iglesias y palacetes, con calles estrechas y casi siempre empedradas, repletas de una muchedumbre en la que predomina mayoritariamente el indio, vendedor, comerciante, paseante o mendigo, y en la que, hasta la pituitaria más atrofiada, detectaría ese olor clásico entre agrio y dulzón, donde la limpieza ha dejado paso a los desperdicios, y el vistoso colorido se ha trocado en un gris sucio que se extiende por el suelo, los edificios, las gentes y el cielo.
Quito. Guayasamin
Rodeando estos dos núcleos surgen barrios residenciales de chalets ajardinados, suburbios obreros o simplemente multitud de casitas, sobre una extensión lineal de casi 30 km. Cuando de noche, desde cualquier punto elevado se contempla esta curiosa disposición urbana uno cree estar viendo un inmenso árbol de navidad con millares de lucecitas encendidas reposando inmóvil sobre la gran falda del volcán que protege y preside la ciudad. En esos momentos, sin ruidos y sin gentes, únicamente bajo la atenta mirada de las estrellas, aquí mucho más cerca de nosotros, es cuando empiezo a sentir la grandiosidad y la belleza de esta ciudad que a partir de ahora será mi residencia.
Por un instante creo estar solo en la Tierra. No es así. Estoy rodeado de gentes que viven insertas en mi mismo hábitat, y que con diferente suerte conllevan la extraña climatología local, con variaciones de hasta 15ºC desde el amanecer hasta el mediodía, con lluvias continuas durante la tarde, con cielos generalmente plomizos y con noches frías y despejadas. Gentes que entre las 12’30 y las 14’30 comen un cuenco de maíz o de arroz, un bocadillo, o una langosta a la americana, según su nivel económico, y beben la inevitable “colita”. Gentes que a las 19’00 se recogen en sus casas dejando la ciudad prácticamente desierta, gentes que uno no sabe como sobreviven con sus bajos sueldos y lo cara que está la vida.
Ahora, mientras las luces de la noche rodean por completo mi apartamento, pienso en ellos. Tan iguales y a la vez tan diferentes de nosotros, que nos alaban y nos odian, que nos hablan con voces veladas y suaves, que nos recriminan cuando decimos “adiós” despidiéndonos siempre con un “nos veremos” o “hasta lueguito”, entre las que tendré que vivir y tal vez a quienes tendré que amar durante los próximos dos años.
Por un instante creo estar solo en la Tierra. No es así. Estoy rodeado de gentes que viven insertas en mi mismo hábitat, y que con diferente suerte conllevan la extraña climatología local, con variaciones de hasta 15ºC desde el amanecer hasta el mediodía, con lluvias continuas durante la tarde, con cielos generalmente plomizos y con noches frías y despejadas. Gentes que entre las 12’30 y las 14’30 comen un cuenco de maíz o de arroz, un bocadillo, o una langosta a la americana, según su nivel económico, y beben la inevitable “colita”. Gentes que a las 19’00 se recogen en sus casas dejando la ciudad prácticamente desierta, gentes que uno no sabe como sobreviven con sus bajos sueldos y lo cara que está la vida.
Ahora, mientras las luces de la noche rodean por completo mi apartamento, pienso en ellos. Tan iguales y a la vez tan diferentes de nosotros, que nos alaban y nos odian, que nos hablan con voces veladas y suaves, que nos recriminan cuando decimos “adiós” despidiéndonos siempre con un “nos veremos” o “hasta lueguito”, entre las que tendré que vivir y tal vez a quienes tendré que amar durante los próximos dos años.
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