jueves, 22 de octubre de 2020

La vendedora de huacos

Mi primera salida por tierras ecuatorianas se inició en la provincia de Manabí, antaño casi desértica y hoy día, a causa de las lluvias torrenciales caídas en los últimos años, repleta de abundante y frondosa vegetación.

Manta
El trayecto, desde el aeropuerto hasta Manta y el posterior recorrido de sus calles, inundadas por el desbordamiento del río Mula, empezó a mostrarme el gran cambio existente entre la sierra y la costa. El paisaje adquiere tonalidades verdosas, los suelos se tornan rojizos, el calor es húmedo y pegajoso, las carreteras pierden su capa asfáltica convirtiéndose en amplios caminos embarrados, las gentes transitan lentamente sin importarles el agua, o el tráfico incontrolado de vehículos y animales.
“La Chulapa”, hotel en el que me hospedé, era la viva imagen de aquellas antiguas películas de Houston. Una enorme negra tras el mostrador, un ventilador de aspas girando lentamente, una escalera de madera repintada mil veces, habitaciones pequeñas con duchas de cemento, camas con mosquitera y balcones sobre el mercado local, en el que se amontonaban hombres, bestias y alimentos.
Antes de iniciar el trabajo y no sé si por deferencia hacia mí, o ante la perspectiva de no encontrar luego un sitio donde comer, nos dirigimos a un pequeño chiringuito de la playa. Allí, para templar el estómago, fuimos consumiendo “ceviches”, “pescado frito”, “patacones” y “conchas negras” aderezado todo con abundante “ají” y regado con múltiples “colitas”. Lo que me hacía falta, yo que normalmente sólo tomo café con leche por las mañanas. Qué se le va a hacer.
Luego, a través de una “carretera” plagada de baches fuimos recorriendo una zona intensamente verde cuajada de palmeras, tamarindos y ceibos, estos últimos de formas casi humanas y ramas como brazos, pequeños pueblecitos con casas de caña “gadua” y nombres casi a juego con el ambiente: Charapoto, Rocafuerte, San Jacinto, Tosagua, Cañitas…
Fue aquí, en Cañitas, donde hicimos la primera parada. Tras preguntar a un grupo de niños y seguirlos a pie por una trocha, inaccesible para el Toyota, llegamos a una trinchera con algunos nivelillos de yeso. Sobre ellos, los técnicos del equipo se volcaron afanosamente ante el jolgorio y la ayuda desinteresada de los chavales. Horas más tarde, tras haber pateado la zona, recogido muestras y tomando dispositivas, todos excepto ellos, estábamos empapados en sudor y todos, menos yo que me dedicaba a sonsacarles donde podría encontrar cerámica antigua, deseaban urgentemente tomarse una “colita” fría.

Siguiéndoles a través de una senda flanqueada de arbustos llegamos a su casa. Su madre, insigne mujer, no tendría más de treinta años, quizás menos pues el clima tropical envejece prematuramente, aparecía rodeada de niños, todos suyos. En total ocho. Me hubiera gustado conocer al marido, o los maridos, pues los había negros, rubios, morenitos, gemelos y hasta dos distintos nacidos el mismo año. Según nos confesó más tarde, había tenido, además, tres abortos. Con todo era, o parecía, feliz.
Por sus indicaciones, los dos mayores, “el Flaco” y “el Negro” empezaron a traer figurillas de barro cocido, unas perfectamente conservadas, otras rotas y recompuestas, las más, trozos sin aparente valor. Ella, como experta en arte nos iba describiendo su procedencia y antigüedad: “Estas correspondían a la cultura “Chorrera”, las otras a la “Manabita”, aquellas pintadas eran de la “Valdivia”. Elaboradas teorías sobre su forma, el tipo de soportes, el grosor de las estructuras, la disposición de las pátinas, el entremezclado de las figuras. Por último, nos dio los precios asegurando que comprábamos antigüedades precolombinas.
Mis compañeros, sobre todo el Sr. Morenos, chofer del Toyota, mulato y poseedor de una curiosa cultura popular, discutieron y regatearon. Yo no. De por sí, el precio era ya bajo y valía la pena pagar lo que pedía, independientemente que la figura comprada fuera o no anterior a la conquista.

Durante 15 días de viaje, a través de 3.500 km., sobre la costa y la sierra ecuatoriana, los “huacos”, perfectamente embalados y amarrados en la baca del coche, fueron muchas veces motivo de cometario: serían auténticos, falsos, tendrían más de 3.000 años o los habrían cocido el mes anterior. Yo pensaba en aquella familia numerosa perdida en medio de la foresta tropical, buscando o fabricando antigüedades y en aquella mujer, aparentemente feliz, con sus hijos, su vida y sus “huacos”, esperando año tras año la llegada de un nuevo vástago.
Las figurillas que adquirí son bonitas y tienen su historia. Qué importa, después de todo, que no sean auténticas, aunque bien mirado, a lo mejor sí lo son.

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