sábado, 24 de octubre de 2020

Tigrillo para desayunar

Amanece. Miro el reloj y apenas con las 6’00. La cálida quietud que me rodea solo se ve alterada por el trinar lejano de un pájaro madrugador.
Bajo la tenue luz que se filtra por las ventanas recorro la habitación. Dos camas, un armario, dos sillones, un aparador, un perchero, tres mesitas, dos puertas. Tanto Nidia como Edwin, nuestros anfitriones, duermen plácidamente. Me encuentro perfectamente bien y no es lógico después de la cantidad de aguardiente de caña que anoche bebí.
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Qué difícil es aquí programar un viaje. Cuando ayer dejamos Vilcabamba íbamos a dormir en Portovelo y salir tempranito para Quito. No será así. Por lo pronto paramos varias veces a comprar piñas, plátanos y chirimoyas, comentando siempre con los lugareños la calidad de los productos y el mal estado de las “carreteras”, luego, en Portobelo, localidad minera donde se sitúa la única explotación subterránea de Ecuador tropezamos con el ingeniero encargado y allí acabó el viaje.
Fuimos al bar-almacén y como en los antiguos poblados de finales de siglo fue desarrollándose ante nosotros todo lo que cuentan las historias: primero se fue la luz y hubo que echar mano de velas y candiles, luego volcó una carreta al chocar contra un camión y tuvimos que socorrer a los heridos, por último, hubo que separar a dos mujeres que, armadas con un palo y un cuchillo, querían dirimir a lo bravo sus anhelos amorosos.
Cuando parecía que la fiesta se acababa, llegó Nidia, una morocha de más de 1’70 de estatura, joven, pechugona y dicharachera que hacía las veces de mujer, compañera y colaboradora de Edwin y que se empeñó en cenar y tomar más copas en su casa. Cenamos, que digo, mal cenamos una sopa en la que se mezclaba, sin ninguna proporción arroz, maíz, pasta, ave, “chancho” y que debía sazonarse, para darle algún sabor, con abundante “ají”. Los más arriesgados siguieron con un guiso de carne, arroz y cebolla, mientras el resto, entre los que me encontraba yo, solo con un reconfortante cafecito. Luego, como en todos los sitios: trago, trago duro, recuerdo a los amigos, críticas al gobierno, cantos regionales, elucubraciones místico-religiosas, añoranzas sentimentales, en fin, lo de siempre. Por último, a las tres, y al haberse acabado el aguardiente, los anfitriones y yo nos retiramos. Los otros, no sé cuándo, habían ya desaparecido.
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Poco a poco, sin estridencias ni ruidos la quietud empieza a romperse. Edwin se levanta, se calza, cuchichea algo a Nadia y se va. Ella se sienta en la mesa, mostrando sin pudor su hermosa anatomía, se despereza y vuelve a recostarse. Al rato se levanta y cubierta solo con una minúscula tanga me da los buenos días, se acerca al aparador, coge una toalla y entra en el cuarto de baño.

Nidya
Más tarde, mientras me ducho, agotando la poca agua del depósito y dejando al resto del equipo sin posibilidad de hacerlo, aún se mantiene en mi retina la figura de Nidia, semidesnuda, paseándose tranquilamente por la habitación.
Los efectos del aguardiente de caña empiezan a notarse. Todos queremos beber y comer algo, solo uno quiere salir, el resto nos mantenemos medio adormilados en el mirador viendo revolotear las aves entre los árboles del pórtico. No hay agua, solo el jugo de las piñas compradas durante el viaje sirve para atenuar los efectos dañinos del “chuchaqui”. Edwin que había desaparecido, llega trayendo “verdes”, huevos y queso fresco, ingredientes básicos para un buen “tigrillo” con el que se nos pasará la resaca.

Tigrillo
Como experto en cocina y acosado por una curiosidad en mi innata, acompaño a Nidia a la cocina. Primero pelamos los plátanos, luego los cocemos con un poco de sal, más tarde los machacamos formando una espesa pasta marrón que Nidia delicadamente me hace probar. Casi devuelvo, sabe a patata cruda o medio cocida. A continuación, en una sartén, revolvemos los huevos con la pasta de “verde” y lo complementamos, al final, con queso blando. El “tigrillo” está servido.
Con abundante café la enorme fuente va lentamente desapareciendo ante la aceptación de los comensales (mi café con leche, mi querido café con leche, con su correspondiente “croissant” a la plancha, cuanto lo añoro). Confío que las 12 horas de viaje que me esperan, la bajada y subida de los Andes y el mal estado de las carreteras serán ingredientes suficientes para hacerme digerir este nuevo desayuno, que según opinión de todos no será el último, pues hemos de venir muchas veces a Portovelo, no a desayunar, sino a ver la mina que entre unas cosas y otras no hemos podido visitar.

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