Cronicas de Ecuador
DESDE LA MITAD DEL MUNDO
sábado, 7 de agosto de 2021
Epilogo
viernes, 16 de julio de 2021
Orquideas como despedida
Viajar, recorrer caminos, hablar con la gente, dejar perder la vista entre grandes masas de árboles, ver serpentear los ríos, contemplar montañas envueltas en nubes, pensar en mil cosas, ilusionarse, sentir el calor, la emoción del pecado o el gusto por lo prohibido, todo ello es parte de mis vicios, mi válvula de escape ante la depresión o la soledad. Ahora, en los últimos días de esta experiencia americana, vuelvo a viajar, regreso de nuevo a ese “carretero lastrado” que asciende por la cordillera y se desploma luego, bruscamente, hacia la Amazonía, navego por el Napo, sigo el curso del Pastaza, duermo en camas de madera, como yuca, arroz y caña, hago, en fin, lo que ya hice otras veces.
Voy con amigos a quienes todo les impresiona y para los que la sorpresa es lo fundamental del viaje. Para mí, sin embargo, que conozco los caminos, los cambios violentos de vegetación o las curiosidades topográficas, es lo nuevo lo que me asombra, ese algo que por precipitación, por climatología o por cansancio se me pasó por alto, aquello que busqué afanosamente y nunca tuve ocasión de encontrar. Hoy la naturaleza me ha ofrecido sus flores. Flores perfectas, deliciosas y fugaces, símbolos del amor y del dinero, de la pasión de una hora, de un día y de esa “plata” que todo lo compra, lo usa y lo desecha. Orquídeas blancas, moradas, anaranjadas, moteadas, no en cajas de plástico con lacitos sino libres, salvajes y coloristas. Flores típicas de la preamazonía ecuatoriana que siempre se me mostraron esquivas y que hoy surgen a millares en ribazos, taludes de carreteras, setos, y que, a modo de pequeñas banderitas sacudidas por el viento, me dan su peculiar despedida.
Después de lo conocido lo ignoto. Ese viaje pensado, preparado mil veces y nunca realizado, ese ir de un lugar a otro utilizando todo tipo de transportes: la “buseta”, el “electrotrén”, la canoa. Ir a San Lorenzo saliendo por Ibarra y regresando por Esmeraldas ha sido mi último gran viaje. Bajar a la costa en el único tren ecuatoriano en funcionamiento era “mi asignatura pendiente” y ya la he aprobado.
Solo y rodeado de gente, voy descendiendo lentamente desde los 3.400 mts. de la Sierra hasta el nivel del mar. El “autoferro” se detiene inexorablemente en todos los pueblos: Mundo Nuevo, Guallupes, Rio Blanco, Arenal, Lita, El Placer, y por último, San Lorenzo. Cada parada va acompañada de una invasión de vendedores que ofrecen indistintamente arroz, papas, carne y frutas. El “ferro” se va poblando de tipos genéricos indefinidos, los agricultores, los niños y los indios se entremezclan con los turistas y los animales.
Recostado en la cola del vagón me recreo con los diferentes paisajes. Al principio las cumbres de la cordillera, luego los desfiladeros, más tarde los ríos torrenciales y por fin la gran llanura tropical absolutamente verde. Poco a poco esa familia anónima que desciende, empieza a conocerse. Ocho horas son muchas para pasarlas en silencio. Se habla, se come, se bebe. El blanco, el indio y el negro confraternizan, todos sudan copiosamente, están cansados, padecen la incomodidad normal de este arcaico medio de transporte. Puentes y túneles se alternan sin interrupción. Las paradas son cada vez más largas y las comidas más copiosas. Sin quererlo me doy cuenta que aquí, sobre la costa occidental, también las orquídeas hacen su aparición. Fugazmente surgen y se esfuman. Una, otra, otra, un bosque de orquídeas nace ante mis ojos. Desaparece y el calor lo invade todo. El adiós de las flores blancas da paso al colorido tórrido del trópico. Hemos llegado a San Lorenzo. El sol me reconforta, estoy en la parte más caliente de este cálido país y me encuentro a gusto.
Como, paseo por la playa, recorro el embarcadero, fotografío paisajes, gentes, calles. De noche, con el ritmo lejano de una música negroide a base de bongos y tambores, me voy a la cama.
Salgo al amanecer. El “morocho” caliente y las tartas de maíz sustituyen con creces el rutinario café con leche. Dos horas a través de los manglares hasta llegar a La Tola, de allí a La Tolita intentando encontrar esa primera cultura ecuatoriana afincada sobre el mar, minera, artesanal, explotadora de oro y abastecedora del precioso metal a los ejércitos de Atahualpa. Mas adelante, sobre uno de tantos destartalados autocares abiertos y con bancadas de madera, salgo vía Esmeraldas. Horas de caminos de tierra bajo un sol tropical, en unión de una población nativa, mayoritariamente de color, tranquila y comedora que aprovecha cualquier ocasión para rellenar sus enormes estómagos; tortas de maíz, queso y maduro, naranjas, aguacates y sandías, todo se mezcla y se engulle. En cada pueblo del trayecto, seis o siete vendedores se encaraman sobre el “bus” y durante varios kilómetros efectúan sus transacciones culinarias. La gente se adormece, se aletarga, se traslada del interior al exterior del vehículo. Me ofrecen de comer, me indican las fotos más curiosas, me piden que les capte con mi máquina y luego les envíe su retrato. Por fin, cansados y sudorosos llegamos al atardecer a Esmeraldas.
Allí, por fin, un hotel, aire acondicionado, comida y una gran playa; todo muy bien menos el viaje de regreso a Quito. No hay billetes, debo esperar un día entero y para colmo, he de viajar de noche. Un día entre la playa y mi habitación, un día en el que el calor, el contacto con la gente y el ambiente invitan al sexo. Un día solo añorando una compañía femenina, hoy inexistente, con quien poder hablar, beber y amar. Un día entero soñando con esos cuerpos fibrosos y morenos, con grandes pechos y cinturas estrechas, un día pensando en las mujeres que aquí conocí: Berni, Janneth, María, Mara, Silvanita ,…, todas distintas, todas amantes.
Amanezco en Quito tras una noche de viaje rodeado de olores, ronquidos y canciones. De la calle 24 de Mayo al hotel, a la ducha, al trabajo. Son los últimos días, debo recoger, archivar, ordenar.
Se cierra un ciclo de mi vida, no uno más, sino uno definitivo. Han sido dos años en los que he aprendido a sufrir, he pasado muchas horas solo, he conocido a quienes me rodeaban y he empezado a conocerme a mí mismo.
No estoy triste, tal vez mi fantasía, mi imaginación o la soledad en la que voluntariamente me he encerrado, sirven para aminorar el dolor de la marcha, eso, o la certeza de que solo he sido un fugaz meteoro, curioso y sorpresivo que apareció un buen día sobre el cielo quiteño y que solo consiguió impresionar el alma de dos maravillosas mujeres, iguales y tan distintas, siendo, para el resto, uno mas de esos miles de extranjeros que todos los años recalan en sus tierras.
Todo seguirá igual: el pueblo, el paisaje, el clima, esas orquídeas que hoy nacen y mañana mueren. He sido un viajero, un visitante, un aventurero inconsciente y osado, un loco pequeñito o, simplemente un “malcriado”, no obstante, todo lo que me ha rodeado me acompañará siempre garabateado con trazos difusos sobre estas malas cuartillas. Vosotras también, sobre todo tú, Mara, y tú, Natalia, reales y ficticias, compañeras amigas y amantes, nombres de ilusión que cubren mujeres reales. Siempre añoraré esas canciones, esas comidas, aquellos momentos que vivimos juntos.
Hoy las orquídeas de vuestras selvas me han despedido, vosotras no; una tarde nos dijimos hasta luego y alguna mañana nos diremos “Hola, cómo estás, cómo has pasado” como si hubiera sido ayer mismo cuando nos separamos.
jueves, 8 de julio de 2021
Hola Sr. Peña
No sé por qué. Quizás exclusivamente por eso, por la voz, o por ese cambio de entonación con el que decía: “Hola Sr. Peña”, cuando acababa de hacer el amor, serán los aspectos que recuerde de aquella “mina”, rubia teñida, que una soleada mañana de Mayo me presentaron en la calle Amazonas.
Sin quererlo, sin pensarlo y casi rehuyéndolo, tropecé con ellos. Presentación con sorna; “José Luis. Nora. Lleva dos meses en Quito y aun no conoce varón”, luego todos juntos a comer y a los postres, el tema erótico toma un sesgo inesperado. Gracias a mi fino ingenio fui bandeándome sin perder los estribos. “Que si era incapaz”, “A que estaba esperando”, “Que así se las ponían a Felipe II”. Efectivamente, si la mitad de lo que decían era verdad, me la estaban sirviendo en bandeja.
Tenía que ir a trabajar y tuve que abandonar, a mi pesar, aquella agradable reunión. Ellos sí continuaron. Cuando a las siete regresé, la animación y la euforia alcanzaban límites próximos a los máximos permitidos. Tras superar los típicos “cantos regionales” y los “insultos al gobierno”, se estaba cayendo en las “transgresiones filosóficas”. Pese a que los temas me sugestionaban y, una o dos veces intenté terciar en una discusión incongruente sobre la decoración tropical del bar, típicamente español, la fijación temática de los contertulios era, no ya escasa sino absolutamente nula.
Aun hoy, al recordar aquel 14 de mayo, no entiendo cómo cambió la situación, que hizo posible que dos seres aparentemente distantes, tranquilos y relajados, cayeran de repente en un bacanal de lujuria y sexo. Sin una ruptura lógica, sin una aproximación tentativa, sin terciar entre ambos cualquier tipo de consigna, nos fundimos, de pronto, en un abrazo y nuestras lenguas se enroscaron como dos serpientes. A partir de entonces, y durante las siguientes cuatro horas, fuimos dos amantes ansiosos de carne y sensaciones.
Con prisa, como si el mundo fuera a acabarse en los próximos minutos, desapareció la ropa y caímos en la cama. Allí nuestras manos, nuestras bocas, nuestros sexos se unieron y se desunieron, se buscaron, se acariciaron, se lamieron. En una especie de lucha sexual sin tregua vimos morir la tarde y, exhaustos y gozosos tras el amor, salimos, ya de noche, en busca de algo sólido con que alimentarnos. De aquellas horas de frenesí, de jadeos, de suspiros, solo recuerdo el final, solo: “Hola Sr. Peña”. Fue algo sorprendente. Aquel animal sexual, aquella hembra deseosa de varón, que durante horas había vivido al máximo los placeres de la carne, que poseyó y acarició mi cuerpo, puso punto final a la orgía con una frase rara pero bella, frase en la que, cambiando la entonación de la voz, sustituyó el grito descontrolado del placer por un murmullo suave de gratitud. Su “Hola Sr. Peña, cómo estáis”, lo decía todo.
Después de aquella primera noche, hubo otras mas y en todas, el final fue siempre el mismo: “Hola Sr. Peña”. A partir de aquel día el diálogo se hizo entre nosotros mas fluido, los sentimientos brotaron y las confidencias aparecieron. Nora, la rubia porteña, la mujer baqueteada por la vida, se encontraba ahora sola y sin dinero. Hacía mucho que, como consecuencia de un desengaño amoroso, salió de Buenos Aires y con desigual fortuna recorrió Uruguay y Chile. Algo menos que un día aciago fue asaltada en Lima quedándose con lo puesto y ahora vagaba por Quito en busca de trabajo y amistad.
Era feliz. Sus días tristes, sus miserias, sus frustraciones, su soledad, estaban archivados. Se sentía poseedora de un hombre y de un medio hogar, un hogar que no sé si algún día tuvo, un sitio donde cocinar, ordenar y vivir.
Nos despedimos con amor, en el amor, haciendo el amor, con un beso y una sonrisa. Quizás nunca nos volviéramos a ver, ella seguiría deambulando por su América del alma y yo…, yo era una incógnita en el tiempo.
“Hola Sr. Peña”, “Hola Sr. Peña”, era un gracias, gracias, gracias de alguien errante por la vida que no pedía nada y a la que, desgraciadamente, solo di sexo y un poco de compañía. Era una frase que valía millones pero que, debido a mi estado anímico, no supe valorar. Era su último grito de esperanza que, por encima de la carne, se grabó en mi cerebro.
Nora, mi rubia argentina, mi amor de una semana, la primera mujer marcada por una vida larga y azarosa a la que conocí y poseí, siempre te recordaré por esa frase, por algo tan simple como: “Hola Sr. Peña”, dicho con entonación porteña y enmarcada por una sonrisa mezcla de nostalgia, cariño, felicidad y tristeza.
jueves, 1 de julio de 2021
Adiós, hasta siempre
El agua que se va jamás regresa
Violeta Luna
Regresé a ti. El trabajo, las risas, mis “guambritas”, todo lo demás, fue, para mí, lo anecdótico, mi cortina de humo capaz de distraer la atención de quienes me rodean. Durante meses he pensado en ti, en lo que hicimos, en todos aquellos días que pasamos juntos, en tu cuerpo, en esos lugares con nombre propio: Pululahua, El Pichincha, la calle 18 de Septiembre,… Ahora, al volvernos a ver, al pasar de nuevo junto a ellos, se agolpan en mi mente. Por eso quiero irme, por eso no quiero volver a recorrer las calles de tu hermoso Quito, por eso, a determinadas horas de la mañana y de la tarde, pienso que vendrás, que como tantas otras veces tocarás en la puerta de mi casa y nos fundiremos en un solo cuerpo. Aun, hoy en día, esas horas son para ti.
Cuando maliciosamente sonreíste ante mis insinuaciones de que ya no me obsesionaban las mujeres, creo que no tenías razón, ambos pensábamos en cosas diferentes.
Solo contigo me he portado mal. Solo los dos sabemos que determinados días, de determinados meses, hubiera sido mejor pasarlos separados. Sin embargo, te veo feliz. Más feliz que nunca, tan guapa como siempre. Tienes en ti algo exclusivamente tuyo y yo, al contrario, arrastro un vacío que se perdurará en el tiempo, una serie de interrogantes a largo plazo, que, como en esas malas series de la televisión sudamericana, no tendrán nunca una respuesta. Me hubiera gustado hablar y hablar contigo, decirte lo que sentía, conocer tus sentimientos. “No pudo ser”. Solo a ráfagas, de forma pasajera y tumultuaria he ido sabiendo. Me doy cuenta que soy ese eslabón perdido de tu vida que lo mejor que puede hacer es desaparecer para siempre, que nunca, para tu bien, nadie te asocie conmigo.
Cuanto he cambiado. Al llegar, hace más de dos años, conocía el mundo desde afuera, lo imaginaba, lo pintaba a mi gusto. Ahora es distinto. Mi amigo Alberto me insulta, según él y puede que tenga razón, soy un imbécil al desaprovechar cuantas ocasiones se me han presentad. Opino que no, inconscientemente me entrego por completo, la mujer es para mí siempre un ser maravilloso a la que hay que cuidar y mimar. Debo apartarme de ellas, no quiero, como a ti, hacerles daño. Por eso tu risa de ayer, algo maliciosa, tenía algo de razón. Tú eres mi pecado, mi dulce pecado, y no deseo que, por un alarde dialéctico, por un exceso de comprensión, o por esa soledad que me acompaña, pueda volver a hacer sufrir a quienes me rodean.
Me gustaría verte crecer, ver cómo pasan sobre ti los años, como envejeces y sin embargo, siempre te veré joven, sonriente, denuda bajo mi cuerpo. Para mí tu edad se detuvo un buen día de 1985 en el que de pronto, casi sin quererlo, nos entregamos por completo con un único beso.
Besos volados, caricias furtivas, recuerdos, amor, amor, amor…
domingo, 27 de junio de 2021
Dos besos
Ella, que siempre se ufanó de que nuestra relación frisaba los límites de la hermandad, me ofreció sus labios como un último regalo, aquellos que, en determinado momento, deseé y nunca tuve, esos labios finos, duros, apenas dibujados, carentes de sexualidad, labios acostumbrados a llorar y a sufrir. Cuando quise darme cuenta había atravesado el control de pasaportes y deambulaba plácidamente por la zona internacional del aeropuerto Mariscal Sucre.
Hacia mas de dos años desde que un 27 de Febrero aterricé en otra de sus pistas y me ha sido necesario romper en dos la salida para atenuar, en parte, la brusquedad del adiós, del hasta nunca. Muy pocos de los que durante este tiempo conocí y de los que con pena me separé hace apenas dos meses, me han reconocido como amigo. Solo algunas mujeres y Alberto, mi entrañable compañero de farras y borracheras, han sentido realmente mi marcha, para el resto, soy un pasajero más del vuelo regular de Avianca que sale todos los miércoles rumbo a Bogotá.
Llovía. Amaneció un día gris y plomizo. Tenía que hacer dos cosas: mandar un ramo de flores y despedirme de Mara, luego, esperar pacientemente la salida del avión.
Recorrí las calles cobijándome apenas de la lluvia. Tenía tiempo, mucho tiempo. Eran las ocho menos cuarto y ella llegaba a las ocho. Esperé observando como los más madrugadores de aquel gran bloque de oficinas iban incorporándose al trabajo. Recaderos, secretarias, algún ejecutivo. Llegó puntual. Salió del ascensor y antes que desapareciera por el pasillo la llamé. Entramos juntos y cerramos la puerta. Como tantas otras mañanas desde que la conocía, su cara expresaba tranquilidad y alegría. Sus ojos brillaban, sin apenas hablarnos nos abrazamos y nuestros labios se unieron.
Volví a recordar aquellos besos cálidos, dulces y largos que durante meses nos dimos furtivamente. El sabor del carmín, su lengua, el ansia de poseer y ser poseída renacía de nuevo. Al separarnos teníamos los labios manchados y no queríamos que todo terminase. Nos volvimos a besar y me fui. “Cuídate, mi amor, y olvídame pronto”, fueron sus últimas palabras. Salí a la lluvia.
Mientras mantenía en la boca el calor de sus labios recordé el primer beso sobre la inmensa caldera de Pululahua. Nos separábamos con amor. Nos habíamos entregado sin reservas aun sabiendo positivamente que todo era un error. Podía ser el final de una hermosa historia pero ambos teníamos fe en que algún día nos volveríamos a encontrar. Su beso, su último beso, fue un beso de futuro, de “vuelve pronto”, de esos besos que, como dice el poeta, “besan el corazón”, de esos pocos que se recuerdan toda la vida.
Hice el equipaje. Mandé una docena de rosas a otro ser maravilloso que siempre tuvo la virtud de aparecer y desaparecer en los momentos más inesperados, que siempre estaba ilocalizable y de la que, lógicamente, no podía despedirme personalmente, tomé un taxi y partí hacia el aeropuerto.
Creí que mi salida de Quito sería impersonal, similar a la de esos hombres de negocios que recorren el mundo, que conocen todos los aeropuertos, que se mueven por ellos con decisión y soltura, que jamás tienen a nadie que los despida con ternura, pero no fue así, Bevi estaba allí. Nerviosa, desaliñada, con prisa. Como siempre, y debido a sus múltiples ocupaciones, no había podido desayunar, no tenía tabaco pero, eso sí, había escrito a su hija, le había comprado una serie de regalos y estaba triste, muy triste.
Diecisiete horas en el aeropuerto de El Dorado son muchas horas para pasear, comprar y leer. Tras un enrejado de plantas tropicales dejo vagar la mente sobre mis dos últimos besos quiteños. Los mejores, los más auténticos. Uno de amor, de pasión contenida, caliente como el fuego, sabroso y posesivo, otro de agradecimiento, seco, contenido, prometedor. Dos besos que se enroscaron en mi lengua intentando retenerme, dos besos idénticos y opuestos. Uno, de la América latina, el otro, de la sajona. Los dos me evocarán siempre los recuerdos y las vivencias más queridas de esa época triste en que pasé el ecuador de mi vida y dejé atrás los míticos 40 años, iniciando el duro camino de la madurez. Ellos, al menos, me enseñaron que el cariño, la aventura, el deseo y el amor, siempre van por sendas diferentes a las de la edad y que, afortunadamente, en cada una, encontramos nuestra porción de felicidad. Debemos, por ello, sentir agradecimiento hacia quienes nos ayudan a conseguirla. Fueron besos agridulces de un pasado feliz, besos irrepetibles y eternos.
domingo, 13 de junio de 2021
Gracias, negrita
“De hoy en adelante no te llamaré por otro nombre que Mara ¡Mara! Con tu pelo negro cayendo ondulado sobre tus hombros, sentada frente a mí, tus párpados de uva llenos de lágrimas, cogida a mis manos, con tu boca carnosa amargada, con tu nariz recta temblando como el pecho de un ave, me lo contaste todo. Yo sabía que ese era tu remedio. Ni agua ni inyecciones, sí rezos. Mara, tenías que contárselo a alguien y tuviste fe y confianza en mí, me confiaste algo más íntimo que tu amor, más íntimo que tu desnudez. Me confiaste tu dolor.”
Te acuerdas de aquella tarde en que despacio, sin saber a ciencia cierta por qué, me abriste tu corazón, me entregaste tu mente. Yo callé y asentí. Tal vez allí empezó esta relación que nunca morirá.
“Fui el primero en oír tu llanto cuando caías vencida al martirio de tu silencio y sin embargo, no pude advertir antes tu tragedia”. Ahora la sé, la sé toda y para mi desgracia he añadido a ella otra parte importante. Has sufrido siempre. Todo lo que deseaste lo tuviste sin poderlo retener. Fueron hermosas experiencias que solo tenían cabida en tu mente y en tu diario.
“Mara, Mara. Es la noche. Aquí están libres. Aquí mis papeles de escritor. Aquí la ventana abierta desde donde veo las estrellas. Oigo el carraspeo de la hamaca. Una guitarra lejana bordeando la noche. Tú no duermes bajo mi amparo Mara".
Aquí están mis poemas, mi novela en la que trabajo anhelante, los libros en que leo, la ventana y el cielo estrellado. Pero en mi libreta, que nadie leerá, yo me desahogo de tu angustia y aquí, y para mí, no te llamaré de otra forma: ¡Mara, amargura! Ambos nos desahogamos, yo emborronando cuartillas y tú hablándole a ese diario que te acompaña desde los 15 años y en donde has ido vertiendo tus alegrías, tus experiencias, tus fracasos y en donde yo aparezco únicamente con mis iniciales J.L. ese montón de páginas que nadie leerá y que tal vez, como éstas, no sean más que gritos de angustia perdidos en el mar blanco de la soledad, son partes de tu vida, las más queridas para ti, las que a veces abrazas con pasión y otras quisiera eliminar como esos malos sueños que te acosan en tus noches de insomnio.
“Mara, no tengo valor para hablarte y debería hacerlo. Pero temo a tus grandes ojos húmedos color madera rojiza, ojos de agua transparente sobre tierra roja. Sé que nada me dirás. Que apenas bajarás tus párpados lentamente. Sé que me comprenderás. ¿Y cómo no iba a ser? Pero es a eso que temo. A tu dolida serenidad. A tu angustia rechazada. Tú eres de las que todo esperan, nada te sorprende. Yo, sin embargo, te conté mi vida creyendo decirte una tragedia singular”.
No, es mentira, mi vida es simple, monótona, lineal. Hasta conocerte, hasta conocer este país, nada ni nadie me había conmovido. Desde ahora será distinto. Has, o mejor habéis roto esa envoltura de indiferencia y lógica que me rodeaba. Mi tragedia será mi humanidad. Ya no seré ese ser frío que un buen día arribó a estas cálidas tierras en donde se da la caña de azúcar, el cocotero, el aguacate, el café y en donde la fantasía, la insensatez y la lujuria alcanzan sus máximas cotas. Tendré que acostumbrarme a vivir con mujeres que vibran, que sienten y que gozan. Todo esto no de lo conté, tú eras el problema, el ser joven e indefenso con una vida por delante y ya con un gran cúmulo de experiencias. Tú fuiste la fuente de la que todo lo aprendí, mi libro de cabecera desgraciadamente siempre lejos de mi mesilla.
“Mara, ¿cómo decirte? qué cosa estrecha es a veces la palabra ¡Mara! yo conozco tu piel verdi-blanca de mate color, carne de agua de mar. Una tarde, sin esfuerzo alguno, se tocaron las yemas de nuestros dedos y no nos sorprendimos. No lo intentamos pero lo esperábamos. Tú sonreíste. Tu suave sonrisa, plácida, no era alegre. Tú no eres alegre. Siempre eres dolida. Pero esa tarde, en tu sonrisa, había la vaga, la distante sonrisa de un niño, triste como tú y yo”.
Vuelvo a recordar. Aquella mañana, aquel roce de labios, aquel consentimiento pleno. Tu piel tibia, tus pezones, tu vientre plano, tu sexo y siempre tu sonrisa. Ríes, impartes alegría. Tus penas, tus problemas duermen bajo el mando de tu simpatía. Existen, pero solo nosotros los conocemos.
“¿Qué hacer Mara? Yo te siento llegar a la casa. Te me anuncias con tu perfume de carne mojada. Te veo menuda, drástica, ágil, caminando con tu breve paso. Pero tus grandes ojos color de agua sobre tierra ocre, tus ojos serenos y abiertos, tu pelo retozón, tu piel color de lana tostada y tu hablar. Y las yemas de mis dedos obsesionados por el terciopelo vegetal de tu piel”.
No son mis dedos. Son mis labios quienes recorren golosos los contornos de tu cuerpo. Es mi instinto de macho quien te ventea, quien espera cada mañana que como el sol surjas de repente junto a mí. Eres la mujer del día, de la luz, de la claridad. Nunca las sombras de la noche nos han sorprendido, solo el sol y el cielo azul de este Quito centenario han sido los únicos testigos de nuestro amor.
Ahora te has ido. Te fuiste antes que yo. Como perfecto grumete dejaste que fuera el capitán el último en abandonar la nave. Miro a mi alrededor y contemplo con pena la terrible realidad de lo último. El último libro, el último viaje, la última botella de ginebra, nuestra última mañana de amor, mi último cuento. Si mi último cuento es para ti. Real, soñado, imaginado, solo tú y yo lo sabemos. ¿Habrá sido todo verdad o será una burla más de mi inquieta inventiva?
“Yo encontré mi auditor más asequible en el papel. He vertido en él mi palabra y mi sangre y mis angustias. Todo cuanto ha hecho mi silencio lo he escrito en estas notas. Como quien da un retrato, como quien se desnuda, te doy esta intimidad mía. Vas a ser, con tus ojos de hembra, mi vida y lo que soy. Comenzaré a morir así”
Como siempre vuelvo a apartarme de ti. Tú tampoco los has leído. Nos encontramos en el irreal de mis escritos y a partir de entonces empezaste a tener en ellos vida propia. Al principio como una quimera, como un ideal inalcanzable, luego como algo real y maravilloso.
No serás mi Mara, tienes nombre y apellido, tiene entidad, cuerpo, sentimientos. Eso, sin embargo, quedará entre los dos. Para el papel, para el curioso te llamarás, como tantas veces te llamaron y aún siguen llamándote Negrita. Yo nunca, salvo ahora y en aquella luminosa mañana en que te dije Gracias Negrita te llamé así. Entonces te acuerdas, vivíamos el amor bajo una blanca sábana de lino, estábamos sudorosos, cansados y felices. Desde entonces aparté para siempre de mí aquel "Lo hago bien…", desde entonces, determinados meses y en ellos determinados días, se grabaron con oro en el calendario de mis sentimientos, desde entonces supe que la mujer serrana no era “una mezcla informe de pasiones ardientes y frialdades extrañas, de entusiasmos momentáneos y cálculos ruines con un exagerado espíritu religioso y un fanatismo elevado al último extremo,… un ser débil, de poca iniciativa y víctima de enfermedades nerviosas”, supe que había mujeres como tú, mujeres excepcionales, olvidadas dentro de la complicada y machista sociedad quiteña.
Te llamé Mara, te llamaban Negrita, pero para mí serás siempre…
Gracias Negrita por todo lo que me diste y lo que me enseñaste. Gracias por haber hecho un hombre de lo que hasta hace poco era solo una máquina.
Nota: Para el mal intencionado lector debo aclarar que todos los párrafos en cursiva y entrecomillados pertenecen al libro de Enrique Gil Gilber, Relatos de Enmanuel. Ese lector debe comprender que soy apenas un principiante carente de ideas y de recursos. Pido disculpas a quienes pensaron que tan hermosa prosa pudo haber salido de este aprendiz de escribano.
miércoles, 9 de junio de 2021
Volcanes y barros
Quería contemplarte, deseaba que, en un momento determinado, surgiera tu cabeza tras un jarrón, entre una serie de sombreros y bolsos de paja, junto a un grupo de indígenas. Fue inútil. Por alguna razón más poderosa que nuestros deseos, no apareciste. Me quedé con esa ilusión, con mi soledad mal acompañada, con mis cámaras y mis fotos.
Era y lo sabía, mi última excursión. Todo lo que vine a hacer se había terminado. Solo tres días antes se firmó el acta final definitiva, y entonces, cuando la Dra. Reyes me felicitó por el éxito de la negociación, cuando me quedo solo en aquel gran piso en el que durante 29 meses había vivido, trabajado y luchado, en donde conviví con hombres y mujeres, ahora ausentes, recordé mi primer contacto con el proyecto al preguntar la Dra. En la reunión inicial:
—¿Hay entre los asistentes alguien que venga a trabajar en los yesos?—
—¿En qué piensas?— ella también, como yo, pensaba en otras cosas, en otro hombre en otras situaciones. Ella estaba ausente viviendo un ideal, o mejor, una realidad imposible de conseguir.Llegamos. Casi sin transición nos integramos en una corriente humana que, ajena al cansancio y a las incomodidades se desplazaba por la calle principal convertida hoy en mercado heterogéneo y variopinto. Telas, cacharros, colgantes, vestidos, adornos, hacían las delicias de visitantes y compradores. Yo quería otras cosas. Desde hacía varios meses me habían comentado la famosa feria de Barros de Ambato y esa era mi meta. Al final de la calle, sobre una gran explanada, cientos de vendedores ofrecían sus artesanías de barro. Entremezclados con el polvo y la paja surgían los tiestos, cuencos, macetas y demás enseres domésticos propios de la artesanía de Pujili, más allá, las palomas y gallos policromados de Cuencia, junto a estos la cerámica roja y negra del Cardú o los muñecos de Latacunga. Fue la primera vez que no compré nada. Vi, discutí, sopesé he hice trabajar febrilmente a mi cámara fotográfica. Todo quedó plasmado en mi mente y en ese carrete de diapositivas que iría luego a engrosar mi colección de fiestas, personas y paisajes ecuatorianos.
No me quedé en Ambato como había previsto. Tras una agradable comida nos integramos en una celebración cumpleañera y allí, entre el correr del trago duro y la triste música de los pasillos, volví a ensimismarme, a desconectarme de todo cuanto me rodeaba. Debería agradecer aquellas dos veteranas que se esforzaban en presentarme lo mejor de su repertorio, a los hombres que evitaban constantemente que se vaciase mi vaso, a Silvana, confundida como mi mujer o mi enamorada, la paciencia de aguantar todo tipo de bromas, a todos les debía algo y a todos les fallé. Estaba lejos, distante y apagado.
Solo tú quedarás para siempre, solo tú te perpetuarás al paisaje, a los colores, a las formas. Solo tú, como una enorme cicatriz abierta vivirás en alguna parte de mí ser. Como siempre te dije, soy muy viejo para que una herida se cierre y su cicatriz desaparezca. Mis tejidos, por aquello tan clásico de la edad, se regeneran mal y por eso, mal que te pese, siempre vivirás en mí.