Del acerbo popular
Al igual que valoramos la vida en función de lo que teóricamente aún nos queda de ella, del mismo modo, ciertos acontecimientos los ponderamos de acuerdo a la posibilidad de volvernos a repetir o de haberlos dejado escapar, perdiendo así una oportunidad irrepetible. Cuando hace un año preferí la comodidad de mi casa al viaje de Machalí para contemplar la primera fiesta de los chagras, tal vez en mi fuero interno una voz me decía: “Tendrás tiempo otro año para verla”. Hoy, sin embargo, que he ido y la he visto, pero que desgraciadamente solo la pude captar con la lente fotográfica de mi memoria, ya que mi fiel Canon AE-1 no tuvo mejor idea que descomponerse, impidiéndome así conservar el ambiente y la virilidad de la fiesta, siento una extraña nostalgia al pensar: “He perdido mi última oportunidad”. Tal vez todo sea solo un mal sueño, la funesta impresión de un día gris o el decaimiento normal tras casi 20 meses de una vida oscilante entre la soledad, la familia y la aventura.
De cualquier modo, el 20 de julio fui a Machalí y, pese a la contrariedad fotográfica, medio viví la fiesta del chagrerio. Digo medio porque sin saber el motivo no logré integrarme. Deambulé, me mezclé con la gente, recorrí las calles, pero me mantuve al margen. Vi a gringos rubios, barbudos con grandes mochilas y enormes cámaras fotográficas, introducirse entre los chagras, que al son de la música tomaban la calle como amplia pista de baile, los vi luego beber “chicha” y “duro”, comer maíz y cuyes, estar rodeados de gentes oscuras y pequeñas que reían de su estrafalario comportamiento. Me sentí desplazado, como turista modesto y no querido, como desarraigado, o peor aún, como alguien anónimo, carente de personalidad, alguien que, como los árboles o las casas, solo conforma el decorado de la fiesta sin participar en ella.
Sin un motivo real las antiguas tradiciones andinas empiezan a renacer en Ecuador. Solo hace un año que se conmemoró la revuelta campesina de Janayura, en la que los "chagras" se lanzaron contra sus patronos para ser luego aplastados por las tropas gubernamentales, y sin embargo, aquella historia, mezcla de rebelión y vasallaje, es hoy un evento populista, agreste y duro.
Quizás por la situación geográfica de Machachi, perdida en el altiplano y rodeada por las dos dorsales andinas, por la estación del año, propensa a neblinas, lluvias y cielos plomizos, por la idiosincrasia de la gente serrana, o porque el elemento fundamental del festejo es el caballo, lo cierto, es que el colorido de la fiesta toma matices oscuros, avivados esporádicamente por el rojo sangre del poncho de algún “chagra” o por el blanco níveo de las llamas que acompañan a los diferentes grupos.
Junto a lo agreste de la celebración, el matiz religioso tan típico de los incas, que mezclas los ritos ancestrales de sus antepasados con la nueva religión impuesta por los conquistadores. En ellos la virgen es pequeña y morena como las mujeres de su tierra y los santos están entroncados en las fábulas milagrosas propias de cada zona. A lo largo de la calle principal, y tras presentarse a las autoridades locales en la plaza mayor, los integrantes de las diferentes haciendas descienden a rendir pleitesía al santo situado a la salida del pueblo.
Es impresionante contemplar esos grupos de hombres, mujeres y niños ataviados con ponchos oscuros y luciendo sus mejores galas caballísticas, recorrer las calles haciendo sonar las herraduras de sus bestias sobre el empedrado, lanzarse al galope, al paso o al trote, hacer caracolear a sus corceles, o manejar el lazo. Lo es más al analizar detenidamente la estampa de los integrantes de cada hacienda: en cabeza y montando briosos caballos, detrás los capataces, y por último los “chagras” portando animales, productos del campo y artesanía típica para ofrecer al santo.
A mí, espectador perdido de la fiesta me sorprendió tanto la belleza de los hombres, dueños de grandes haciendas ganaderas y expertos caballistas, como la dureza y habilidad de los chagras, que sobre tordos animales, casi siempre saturados de “chicha” y “duro” recorren velozmente las calles sin crear problemas ni producir accidentes.
A lo largo de la mañana, los representantes de las haciendas más renombradas de la sierra, los de Solanda, Huaricama, Januharaco, Huagrahuasí y otras, lucieron sus galas y su porte sobre Machachi. Con el paso del tiempo, el gentío fue amalgamándose, el licor hermanó a hombres y mujeres. La fiesta, que empezó ordenada y jovial, fue perdiendo su poderío y pujanza. El pueblo fue lentamente despoblándose, cada grupo, tras participar en el rodeo, retornó a su hacienda a festejar, comiendo y bebiendo, su día grande. Los turistas se refugiaron en los distintos hostales y salones de la carretera y los grupos étnicos serranos tomaron los prados y las calles como centro de reunión o como restaurante campestre.
Cuando por la tarde, envuelto en esa lluvia fría de la sierra abandoné Machachi, el pueblo había retomado su normalidad, solo quedaban calles vacías, sucias tras la fiesta de la mañana, ambiente gris y plomizo, algún que otro borracho tirado en el asfalto y grupos familiares retirándose silenciosamente hacia sus casas.
No sé si por mi estado, o por el gris-oscuro del ambiente y de la gente, la fiesta de la chagrería había quedado en mi mente como algo agreste y frío. Quizás fuera cierto, tal vez así se representaba la dureza de esos serranos que viven, comen y duermen sobre sus monturas, que se cubren del frío bajo sus grandes ponchos y que se confortan con el calor del “duro” y con la doma de esos animales bravíos, para ellos amigos y compañeros inseparables.
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