Mi último trabajo en España fue: “El estudio geotécnico de la cueva del raposo”, en las proximidades de Luanco. Hacía mucho que no iba a Asturias y casi me había olvidado de que allí pasé ocho largos años de mi vida, que justamente en Luanco veraneé durante esa época conflictiva que va desde la infancia a la madurez y que de ese pequeño pueblo costero idealicé, no solo su paisaje y sus gentes, sino todo el ambiente que lo rodeaba.
Con casi media vida a mis espaldas, con una serie de problemas sobre estabilidad de taludes, sobre anclaje, balonaje y gratinados, sobre presupuestos y valoraciones económicas, volvía a recorrer sus calles, ahora desiertas, contemplaba sus playas vacías, intentaba imaginar lo que Luanco fue y no era; en mi fuero interno odiaba el destrozo que la civilización y la pujanza turística habían realizado en sus casas, en sus valles, en su costa.
Era invierno, una estación triste, más, si se pasa en una pequeña aldea abierta al Cantábrico. Desde la ventana del hotel Miramar recordaba los veranos de mi juventud y los comparaba con aquella playa ocre negruzca habitada ahora solo por gaviotas. Entonces lo conocía todo, su arena, sus costas, sus islas; solo vivía para la pesca y por tanto nada de las profundidades del mar me era desconocido, sabía captar su estado, la claridad de sus aguas, el rumbo de las corrientes. Hoy, convertido en hombre de ciudad solo veía un paisaje plomizo y un mar embravecido.
Me fui apenado. Mi antigua casa, solariega y ajardinada, se había convertido en un supermercado carente de identidad, cúbico y pétreo como tantas otras estructuras modernas. La idea de un pueblo envuelto en brumas invernales, de un pueblo muerto en oposición con el que recordaba, se metió, sin yo darme cuenta, entre los pliegues amorfos de mi cerebro.
Ecuador, como una moneda, presenta dos caras. La Sierra y la Costa, el verano y el invierno, el frío y el calor, lo seco y lo lluvioso, podría decirse que a excepción del color de sus habitantes que oscila sin transición del blanco purísimo al negro carbón, no existen intermedios.
En la Costa, los inviernos son secos y cálidos, mientras que los veranos se presentan fríos, con cielos encapotados y “garuas” perpetuas, un contraste que impresiona vivamente a los extranjeros, pues nadie imagina que país situado sobre la línea equinoccial, no goce de ese calor tórrido y asfixiante tan típico del ecuador africano, la causa hay que buscarla en la conjunción de las corrientes del Niño y Humbolt que condicionan todo el clima de la costa del pacífico sudamericana.
Era agosto cuando recalé por segunda vez en Muisme. Instintivamente me alojé en el hostal Sarito, único con aceptables servicios higiénicos, y fui a comer al salón la Moneda a fin de saludar a mi vieja conocida la señora Sonia. Salvo esto, el resto del pueblo que yo recordaba había cambiado. Las calles, antes secas y polvorientas, formaban ahora un enorme barrizal sobre el que era muy difícil desplazarse. El calor agobiante y pegajoso se había transformado en un frío húmedo que invitaba al uso indiscriminado de las prendas de abrigo, el cielo azul era ahora una gran mancha grisácea de contornos indefinidos. Si no fuera porque me acompañan mi mujer y mis hijos, la sensación de soledad hubiera sido absoluta. Estaba viviendo el lado opuesto de la moneda que un día conocí.
Para cualquiera que recorra medio mundo en busca de ampliar sus conocimientos y vivencias, estos pequeños detalles ambientales carecen de importancia, y mucho más si son niños y es la primera vez que contemplan el océano Pacífico. Mis hijos no se amilanaron por el tiempo y a la mañana siguiente llenaron una mochila con bañadores, toallas y cuchillos y pese a la fina “garua” que continuaba cayendo, se empeñaron en recorrer los nueve kilómetros de playa que conforman el borde norte de la isla.
Si una bahía enorme, luminosa y desierta es algo impresionante, la misma pero cubierta de nubes y azotada por un viento cálido que agita los extensos cocoteros que la bordean es sobrecogedor. Con ánimo alegre iniciamos la caminata dispuestos a que nada quedara fuera de nuestro espíritu observador. Al principio, cerca de la zona poblada, solo troncos retorcidos y conchas cubrían parcialmente el oscuro arenal. De repente, una forma extraña, excesivamente contorneada, se destacó entre la maraña de árboles. Medio enterrado en arena reposaba el cuerpo carcomido de un delfín de unos dos metros de largo. Aún no habíamos salido de nuestro asombro cuando otra silueta, de nuevo, demasiado perfecta, nos llamó la atención. Ahora el hueco caparazón de una gran tortuga surgía de la arena. Fue el primero pero no el último. Lo que en un principio nos asombró por lo insólito, se nos hizo después cotidiano. Los nueve kilómetros de playa aparecieron jalonados de restos de tortugas, algunos recientes, otras reconocibles únicamente por los maxilares o por las costillas del caparazón.
Para cualquiera que recorra medio mundo en busca de ampliar sus conocimientos y vivencias, estos pequeños detalles ambientales carecen de importancia, y mucho más si son niños y es la primera vez que contemplan el océano Pacífico. Mis hijos no se amilanaron por el tiempo y a la mañana siguiente llenaron una mochila con bañadores, toallas y cuchillos y pese a la fina “garua” que continuaba cayendo, se empeñaron en recorrer los nueve kilómetros de playa que conforman el borde norte de la isla.
Si una bahía enorme, luminosa y desierta es algo impresionante, la misma pero cubierta de nubes y azotada por un viento cálido que agita los extensos cocoteros que la bordean es sobrecogedor. Con ánimo alegre iniciamos la caminata dispuestos a que nada quedara fuera de nuestro espíritu observador. Al principio, cerca de la zona poblada, solo troncos retorcidos y conchas cubrían parcialmente el oscuro arenal. De repente, una forma extraña, excesivamente contorneada, se destacó entre la maraña de árboles. Medio enterrado en arena reposaba el cuerpo carcomido de un delfín de unos dos metros de largo. Aún no habíamos salido de nuestro asombro cuando otra silueta, de nuevo, demasiado perfecta, nos llamó la atención. Ahora el hueco caparazón de una gran tortuga surgía de la arena. Fue el primero pero no el último. Lo que en un principio nos asombró por lo insólito, se nos hizo después cotidiano. Los nueve kilómetros de playa aparecieron jalonados de restos de tortugas, algunos recientes, otras reconocibles únicamente por los maxilares o por las costillas del caparazón.
Ni comprendía ni podía dar razón del porqué de aquel medio centenar de tortugas sobre la costa norte de Muisne. Lo único admirable era el ver el sentido depredador y jerárquico del reino animal. Cuando el mar depositaba el cuerpo inerte de una de estas tortugas sobre la playa, surgía sobre el horizonte la negra silueta del “guaraguao”, de cresta roja, pico de hierro, uñas como garfios y plumaje de obsidiana que, como capitán de gallinazos sobrevolaba la futura presa, escudriñaba posibles peligros y se lanzaba el primero hacia la carroña que se le ofrecía, tras él, el resto de la manada caía sobre la tortuga e iniciando su degustación. De entrada los ojos y partes blandas, luego el guaraguao rompía las coyunturas de las patas para dejar al descubierto las entrañas del animal que eran poco a poco devoradas por el resto de gallinazos. Cuando éstos abandonan su presa, un enjambre de pequeños pájaros inician una operación similar aprovechando lo que aún queda tras el banquete de sus mayores. Por último “faibas”, cangrejos y demás crustáceos marinos terminan la labor dejando únicamente el armazón óseo de lo que un día fue una gran tortuga marina. El sol, el agua y el continuo flujo de los mares convertirán al final todo esto en un polvo blanquecino que el aire esparcía entre los manglares.
En el extremo sur de la playa, sobre los pequeños islotes arenosos que forman la desembocadura del río Muisne, cientos de esqueletos de erizos dolard, claros y blancos como pequeños platos de porcelana, incitaron nuestra curiosidad, tanto por ver quien consigue el más grande o el más perfecto, dentro del desorden caótico de trozos que aparecieron sobre la arena.
Regresamos empapados y ateridos de frío. En nuestra mente aún palpitaban esos cientos de osamentas y no cesábamos de preguntarnos: ¿Por qué han venido a morir aquí? ¿Cuál ha sido la causa de su muerte? ¿Es la playa de Muisne un cementerio natural de tortugas?
En el extremo sur de la playa, sobre los pequeños islotes arenosos que forman la desembocadura del río Muisne, cientos de esqueletos de erizos dolard, claros y blancos como pequeños platos de porcelana, incitaron nuestra curiosidad, tanto por ver quien consigue el más grande o el más perfecto, dentro del desorden caótico de trozos que aparecieron sobre la arena.
Regresamos empapados y ateridos de frío. En nuestra mente aún palpitaban esos cientos de osamentas y no cesábamos de preguntarnos: ¿Por qué han venido a morir aquí? ¿Cuál ha sido la causa de su muerte? ¿Es la playa de Muisne un cementerio natural de tortugas?
Andrés es otro de los habitantes de Muisne dignos de admiración. Aunque aparenta tener cerca de sesenta años apenas si pasa los cuarenta y cinco. Es alto, de piel blanca y curtida, grandes entradas y manos callosas. Nunca supe a que se dedicaba exactamente, pero puede decirse que domina el quehacer cotidiano de la comunidad. Tan pronto sale solo a la pesca de la langosta como acompaña a los grupos de la Universidad Católica que hacen sus prácticas de biología y botánica sobre los manglares que rodean la isla. Por las noches es el punto fuerte en el juego del cuarenta. A partir de las 8:00 y acompañado por hombres de la localidad, más que jugar parece que imparten lecciones sobre éste, aparentemente simple juego de baraja. Habla continuamente y por su amplio conocimiento tanto del juego como de la psicología de las personas, siempre parece saber exactamente las cartas de sus contrarios. La conclusión de todo es que gana constantemente. A la 1:00 de la madrugada, cuando los contertulios se retiran, Andrés y yo quedamos charlando. Le pregunto sobre las tortugas y él, como no, me da su teoría.
“Todos los años, sobre los meses de julio y agosto, cientos de tortugas vienen a morir sobre las playas de Muisne. Es una inexorable ley de la naturaleza que las impulsa a terminar sus días donde han nacido”.
Asturias, mi Asturias juvenil volvía a surgir entre los recuerdos. También allí los salmones remontaban el Sella, el Narcea, el Nalón para engendrar cientos de alevines y morir luego, bien por inanición, ya que en estado de gestación y habitando aguas dulces, les es imposible comer, bien por la pericia de alguno de los muchos pescadores que pueblan los márgenes de los ríos.
A la mañana siguiente volvimos a recorrer la playa. Otra vez aquellos esqueletos, aquellos caparazones solitarios volvieron a impresionarnos. Mucho había oído del peligro que corrían las islas Galápagos ante la invasión del hombre, de la reacción desconocida de esas especies únicas que se conservan en el archipiélago, pero nunca oí comentar nada de esos cementerios innominado en donde todos los años cientos de tortugas vienen a morir. No será que esa legión de ecólogos que pueblan y viven del país intentando preservar algo hermoso y único se olvidan de lo cotidiano, de lo que tal vez, por visto muchas veces, no les impresiona. A mí sí me impresionó.
Hoy, la mandíbula de una tortuga reposando sobre mi mesa es el único recuerdo cierto de aquel paseo por las playas de Muisne, en las que, para asombro mío y de mis hijos, contemplamos un enorme cementerio de tortugas, desconocido y olvidado hasta por los propios moradores de la isla.
“Todos los años, sobre los meses de julio y agosto, cientos de tortugas vienen a morir sobre las playas de Muisne. Es una inexorable ley de la naturaleza que las impulsa a terminar sus días donde han nacido”.
Asturias, mi Asturias juvenil volvía a surgir entre los recuerdos. También allí los salmones remontaban el Sella, el Narcea, el Nalón para engendrar cientos de alevines y morir luego, bien por inanición, ya que en estado de gestación y habitando aguas dulces, les es imposible comer, bien por la pericia de alguno de los muchos pescadores que pueblan los márgenes de los ríos.
A la mañana siguiente volvimos a recorrer la playa. Otra vez aquellos esqueletos, aquellos caparazones solitarios volvieron a impresionarnos. Mucho había oído del peligro que corrían las islas Galápagos ante la invasión del hombre, de la reacción desconocida de esas especies únicas que se conservan en el archipiélago, pero nunca oí comentar nada de esos cementerios innominado en donde todos los años cientos de tortugas vienen a morir. No será que esa legión de ecólogos que pueblan y viven del país intentando preservar algo hermoso y único se olvidan de lo cotidiano, de lo que tal vez, por visto muchas veces, no les impresiona. A mí sí me impresionó.
Hoy, la mandíbula de una tortuga reposando sobre mi mesa es el único recuerdo cierto de aquel paseo por las playas de Muisne, en las que, para asombro mío y de mis hijos, contemplamos un enorme cementerio de tortugas, desconocido y olvidado hasta por los propios moradores de la isla.
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