Puede decirse que desde agosto de 1984 en que instauró el Consejo Nacional, una de mis más queridas aspiraciones fue la de asistir a una de sus sesiones. No se porque, pero en mi subconsciente latía esa idea romántica del diálogo abierto y de la controversia razonada tan típicas de las democracias americanas, pero sobre todo quería escuchar esa escuela de oradores políticos ecuatorianos que durante tantos años glorificaron las bancadas de los legisladores. Desgraciadamente, cuando un amigo me invitó a acompañarle, una serie de incidentes graves indujeron al entonces Presidente Ing. Baca a prohibir la asistencia del pueblo a las tribunas.
Así las cosas, no eran de extrañar que el 10 de agosto de 1985, conmemoración del primer grito de la independencia americana y día en que el Congreso Ecuatoriano renovaba, por ley, a sus máximos dirigentes, mi atención estuviera centrada en cosas tan intrascendentes como el tiempo, el partido del Nacional o la existencia o no de langostas vivas en el mercado de Santa Clara. Sin embargo, cuando sobre las 11:00 de la mañana llegué a casa y por esa ventana tonta de la televisión que todos tenemos en nuestro hogar, empezaron a surgir las imágenes del Congreso, olvidé todo lo que hasta entonces bullía en mi mente y me centré por completo en la contemplación de lo que se me ofrecía.
Algún día veré directamente el salón de sesiones del Congreso. Ahora tenía que conformarme con lo que el cámara me obsequiaba. Por una parte la mesa presidencial bordeada por ujieres y secretarios, por otra las bancadas de los congresistas, detrás de “barras bajas” hoy completamente abarrotados de invitados y amigos, por encima las “barras altas” vacías como siempre.
Las intervenciones de los diputados de izquierdas, orientadas exclusivamente a lanzar ataques al Gobierno y a efectuar proclamas pseudo revolucionarias se prolongaron durante cerca de tres horas, total para nada, fue un simple pataleo de niños, un no saber estar, un ladrar y ladrar ante un pueblo, a mi entender, avergonzado de sus representantes.
Hubo cosas curiosas. El bueno del Dr. Álvarez, citando a un hipotético San Agustín, opinó que uno solo puede enriquecerse robando engañando o prostituyéndose. Dudo que el buen santo se olvidara del trabajo honrado y no entiendo cómo nadie de los asistentes, se levantara y le recriminase agriamente tal insulto, pues según tengo entendido más de la mitad de los diputados (y aquí no hago diferencia entre los de derecha, izquierda o centro) son personas de notoria fortuna personal. La hicieron, me preguntó, como decía el diputado Álvarez. Se llegó también al insulto directo para luego salir a relucir el hecho de que la tarde anterior el citado legislador había intentado, con su homónimo, conseguir la presidencia del Congreso, o… (no sigo pues estas sabrosas anécdotas estarán puntualmente reflejadas en el diario de Sesiones del Congreso, a donde remito a cualquier lector interesado en saber lo que no debe ser una sesión extraordinaria con el único objeto de la elección de dignidades).
Bueno, tras mucho batallar se llegó el momento decisivo de la votación. Con lo fácil que es decir el nombre y punto. Pues no, según mis cálculos de los 73 diputados presentes apenas si 10 dieron el nombre escueto de a quien botaban. La mayoría elogiaba al candidato, al padre del candidato, al partido, a … Hubo uno que dijo: “Voto a Bucaram porque me da la gana”, magnífico, yo hubiera hecho lo mismo.
Ganó quien estaba previsto (tanto que los periódicos habían publicado ese día su foto y su historia política), pero lo que para mí no estaba previsto fue el feo gesto del Presidente saliente. Sr. Presidente, si su voto no es decisivo y en este caso no lo era, debió abstenerse y mantener así una posición de ecuanimidad, lógica y normal en todo dignatario.
Por enésima vez en la mañana la izquierda volvió a fallar en sus planteamientos. Señores, no esgriman a una mujer como bandera política, ni electoralista, no es serio nominar para vicepresidente a una mujer y defender esta nominación exclusivamente por el hecho de que sea mujer y representa a la mujer ecuatoriana. Diputados, presentarla por sus méritos, por sus conocimientos, por su talento política, por todos menos por el hecho de ser mujer, no sigamos discriminándolas públicamente (dudo mucho que los israelitas hubieran elegido a Golda Maier como jefe de Gobierno por ser mujer, más bien por ser una estadista de talla mundial).
Durante la votación hubo todo tipo de comentarios y chascarrillos por parte del público asistente. Eran los ganadores y al no comportarse como los gamberros ingleses en los campos de futbol, el presidente les permitía todo. Entre el griterío y los vanos intentos de los diputados por explicar su voto, hubo uno que me impresionó. “Voto, dijo, por Iván Castro en honra de la mujer ecuatoriana”. Aquel hombre, ya mayor, sobriamente vestido, apacible y con mucha filosofía sobre sus espaldas, votaba al candidato masculino y honraba a sus mujeres, aquellas que no se prestaban al engaño y al juego político, aquellas que estaban al lado de sus hombres y codo a codo bregaban por superarse y dignificar a su país. Si alguna de ellas llegaba a la vicepresidencia del Congreso, a su Presidencia o a la Presidencia de la República, no creo que fuera solo por ser mujer, sino porque era la persona más capaz para ese puesto, independientemente de que usase o no faldas (no quiero contar ahora ese chiste tan viejo de porqué la señora Teacher no usa faldas, pues no deseo herir la susceptibilidad de alguno de mis lectores).
Los perros, aquellos perros que durante horas habían ladrado en vano, animados por no se sabe quién, habían enmudecido. Hubiera querido verlos, pero las cámaras me los hurtaron. Solo mostraban rostros contentos, banderas, abrazos, felicitaciones. Solo la imagen feliz de los triunfadores. A ellos no, a los otros, a los que sin honra habían perdido, me hubiera gustado decirles que en política, hay que ser primero caballeros, que no se deben mostrar en público esas fisuras humanas que todos tenemos, que el pueblo, que los ha votado, no debe contemplar sus rabietas infantiles, que la propaganda, los ataques contra la derecha reaccionaria, las críticas contra el capitalismo occidental, deber dejarse para las campañas electorales en donde la masa, saturada de slogans, es crédula y se deja engañar fácilmente. Ahora no, el pueblo cómodamente sentado en sus hogares solo ve a una especie política que grita, se desgañita, insulta y suda copiosamente; no se dan cuenta que algún pequeño mortal, quizás como yo, podría preguntarle: “¿No sabéis que durante este último año lo habéis hecho fatal y que el Presidente de la República, sí, ese contra el que tanto despotricáis os ha dado un revolcón con todas las de la ley?”
Después de la tempestuosa sesión matutina la calma de la tarde. El Presidente llegó y cosa curiosa, no hizo alarde de sus éxitos. Atacó al gobierno anterior y opuso, ante él, sus labores y sus logros. Fueron más de tres horas de una lenta enumeración de trabajos, de proyectos, de realizaciones, fue un ir desglosando, Ministerio por Ministerio, un largo año de actividad.
La Cámara mostraba ahora rostros relajados, sonrisas distendidas, amplias bocanadas de humo, pienso que salvo algún que otro comentarista político y yo, nadie prestaba oídos al Presidente, al generador de una enconada lucha.
Mi deformación profesional, mi espíritu crítico o quizás el ánimo mercantilista que llevo dentro me hizo notar que en ese larguísimo discurso solo una línea de texto estaba dedicada a la minería, que en las tres horas y media de exposición apenas treinta segundos habían glosado del tema por el que hace ya más de un año y medio vine a Ecuador.
No había que desfallecer. Un buen amigo comentó: “Algo es algo, en los discursos de años anteriores ni ese tiempo había gastado el Presidente en hablar sobre minería”. Se estaba avanzando y ese era el camino. Si la gran aventura de la minería no se había iniciado con un gran paso si se había empezado y eso era suficiente, a nadie le cabía dudas de que al final habría días más felices.