lunes, 1 de febrero de 2021

La señora Sonia

Ir a Muisne y no conocer el Salón “La Moneda” es casi un pecado. Ir a “La Moneda” y no entablar amistad con la Señora Sonia, dueña del citado establecimiento, es un imposible. La primera vez que viajé a esta pequeña isla, situada en la desembocadura del río que lleva su nombre, iba integrando un grupo de personas muy heterogéneas, unidas por lazos de amistad y separados por razones familiares y laborales. Un grupo, en principio extraño, en el que se juntaban, sin mezclarse, mujeres con mentalidad de niñas, con hombres que ocultaban a la perfección sus más puras reacciones anímicas. Mujeres que querían jugar, y no jugar, a serlo, y hombres que sabiéndolo, evitaban, enmascaraban o eludían cualquier aproximación o devaneo sentimental, lógico por otra parte en cualquier reunión prolongada entres seres de distinto sexo.
La preparación y posterior realización del viaje estuvieron sujetos a una programación estudiada y casi perfecta. Salida de Quito al amanecer, cruce de la cordillera bajo las luces del crepúsculo, desayuno en La Concordia y última parada de control en Atacames para decidir la ruta a seguir desde allí hasta el embarcadero de Muisne.

El mal estado del camino, la imprudencia de los conductores locales y el hecho de haber efectuado varias veces este trayecto eran motivos más que suficientes para que mi mente estuviera únicamente concentrada en la carretera. A partir de Sua, unos kilómetros más allá de Atacames, el paisaje y el ambiente cambiaron de forma radical. Dando fe de que la sociedad consumista no había aún atravesado este límite, la calzada dejó su envoltura asfáltica y se convirtió en una vía de penetración típicamente tropical, a veces empedrada, a veces polvorienta y en grandes zonas totalmente empantanada. El recorrer los aproximadamente 25 km que nos separaba del embarcadero nos llevó dos horas largas en las que sufrimos los rigores del calor y las vicisitudes normales de tener que atravesar terrenos embarrados en los que el coche se deslizaba peligrosamente sobre una superficie arcillosa totalmente resbaladiza. En justa compensación el paisaje adquiría una prestancia casi amazónica, entremezclándose bosques impenetrables con áreas dedicadas al cultivo de maíz, la toronja, la papaya, el cacao o el café. Lo que parecía una senda africana rodeada de palmeras, cocoteros y helechos gigantes, terminó, de pronto, en una pequeña explanada circundada de casas de caña “gadúa”, que daba vista y era punto de embarque hacia la isla de Muisne.

Nada más desembarcar, el solícito lugareño que nos servía de guía y porteador, nos indicó que el mejor sitio para comer, allí donde daban los mejores pescados y donde se cocinaban las mejores sopas era, sin lugar a dudas, el salón “La Moneda”.
La Señora Sonia, “Mamita Sonia” para los íntimos o los niños, lo presidía todo. Su enorme humanidad se desplazaba ágilmente tras el mostrador rojo que separaba la cocina del comedor. Desde allí manejaba y cuidaba los cuatro fogones donde se cocía, freía o calentaba el arroz, los plátanos, la carne y la fritada, vigilaba a cuantos clientes entraban en el establecimiento y dirigía con firmeza su corto ejército de tres mujeres, dedicándolas tanto a pelar o trocear un ave o una res, como a servir comidas, arreglar mesas o componer cualquier artículo requerido por un cliente e inexistente en ese momento en el salón.
Sin abandonar su posición dominante la Señora Sonia valoraba, de inmediato, la posible posición social de los clientes. Sin necesitar información alguna, y casi siempre sin equivocarse, asignaba a cada uno el tratamiento preciso, así, señor, ingeniero, licenciado o doctor eran los epítetos con que nominaba a quienes atravesaban las puertas de batintín de “La Moneda”.
Conmigo se confundió a medias. Tal vez por querer quedar excesivamente bien añadió a mi título académico mi nacionalidad. “Ingeniero brasileño” y quizás por esto, para intentar más tarde subsanar el error, su comportamiento hacia mí fue, a partir de entonces, muy especial. Podía llegar el último del grupo, y sin embargo, me servían el primero, podía pedir cualquier cosa, por rara que fuera, que ella desplazaba a todas sus sirvientas para complacerme. En justa compensación yo tenía que comer lo que ella hubiera preparado.

Desde el primer día en que inconscientemente a su pregunta de:
— ¿Qué desea comer ingeniero?—
Contesté con lo de:
 —Lo que tenga Señora Sonia. —
No tuvo ninguna duda, yo comía, sin más, el platillo del día.
Me inveterada costumbre de llevar el control de gastos y mi afición culinaria fueron las razones fundamentales sobre las que se cimentó nuestra amistad. Al final de cada comida, mientras ella rebuscaba en los bolsillos de su bata los sucres necesarios para darme el cambio, yo le preguntaba por el plato degustado o por el previsto para el día siguiente. De esta forma me enteré de la preparación del “Cebiche de Conchas” y el “Biche Manabita”, típico alimento, éste último, de la Semana Santa Costeña, elaborado con “zambo”, “yuca”, zanahorias blanca y roja, repollo, “choclo” verde, frejol y “mellocos”, hervido todo en agua aliñada con sal, manteca, ajo, perejil y especias aromáticas, a la que se le ha añadido previamente “maní” tostado y licuado en leche. Esta mezcla se deja hervir por espacio de más de dos horas antes de servirla, y se acompaña de “patacones”, “canguil” o “tostado” y el consiguiente ají, todo a gusto del consumidor.

A parte de su fuerte sabor a “maní”, algo aminorado por la leche, el valor gastronómico de esta especie de sopa de verduras, es muy escaso, por la noche Doña Sonia, mientras me contaba parte de su vida, su boda, sus tres hijas casadas y viviendo lejos de Muisne, su viudez, la carencia de buenos alimentos en la isla y la vagancia de la servidumbre, me prometió que para el siguiente día procuraría cocinarnos algo típico y más sabroso.
Lo cumplió. No sé de dónde sacó el pescado y el marisco pero el caso fue que como despedida me sorprendió con unos “Tamales de verde con corvina” elaborados a base de una pasta de plátanos (verdes) pelados, rallados y cocinados en una olla en la que previamente se tenía agua hirviendo aliñada con un sofrito a base de cebolla, perejil, tomate, aceite, sal, pimienta, comino y “achiote”, y a la que se le había agregado el consabido “maní” tostado y licuado. En ella se introduce un trozo de corvina frita, envuelto en hojas de plátanos o “atchira” y se cocina al vapor de la tamalera durante una hora. Como plato fuerte nos ofreció “Encodados de camarón, conchas y almejas”, mariscos cocinados en leche de coco, acompañados de arroz blanco y plátano verde asado.

Tras esta suculenta comida abandonamos, con tristeza aquella isla maravillosa. Dejábamos unas playas inmensas rodeadas de cocoteros y prácticamente desiertas. Un pueblo de casas de caña “gadua” cimentado directamente sobre la arena conchífera, una serie de pequeños núcleos de población diseminados por la costa en los que las chozas se entroncaban de tal forma en el ambiente que se inician en el agua del mar y terminan en las ramas de los cocoteros. Una enorme extensión de manglares festoneada por decenas de lenguas de agua. Una serie de amigos deseosos de que regresásemos y sobre todo a la Señora Sonia con sus 250 libras de peso, su tremenda fuerza de espíritu, su ánimo emprendedor, su control, casi absoluto sobre el salón y el pueblo, su deseo de agradar y servir.
Dejábamos un lugar en el que los vehículos de gasolina estaban prohibidos, donde se vivía a base de mucho sol, de arroz, yuca, fruta y un poco de pescado. Donde los hombres, los pocos que había, se dedicaban exclusivamente a la pesca de la larva de camarón y en donde los escasos visitantes, que como nosotros llegaban por azar se sentían atraídos por el embrujo cautivador que obligaba, como un enorme imán, a retornar una y otra vez para contemplar, recostados en la playa, los rojos atardeceres del Pacífico en los que no se sabe a ciencia cierta si el sol se pierde tras la lámina azul de las aguas o entre la maraña de palmeras y cocoteros, e incitaba a no abandonar nunca este ignoto paraíso que sería a mi entender perfecto, si tuviera a mi lado una mujer. La mujer de mi vida.

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