lunes, 15 de febrero de 2021

El baño

Una de mis primeras amigas ecuatorianas trabajaba de masajista en una casa de baños y, conocedora de mis aficiones, me preguntó muchas veces si no podría escribir sobre este tipo de lugares tan abundantes y concurridos en el país. Hoy, al cabo de los meses, aún me acuerdo de ella, de su inexperiencia en la aplicación de los masajes, de su candidez, de su extraño pudor, de lo que yo pensaba, y alguna vez le dije: Escribiré cuando haya algo que me motive a hacerlo o cuando me des una idea lo suficientemente atractiva como para llevarla al papel. Con el paso del tiempo Ani Luz ha desaparecido de mi entorno y el ambiente erótico-deportivo que la rodeaba ha dejado, por múltiples razones de interesarme. Aquella pregunta curiosa quedó inconscientemente grabada en mi mente y ahora, mientras me bronceo a cerca de 4.000 m de altitud, rodeado de un centenar de ecuatorianos que se aprovechan y disfrutan de las aguas termales de Papayacta, empiezo a dar forma a una idea que, pese a haber vivido conmigo todo el año, nunca fue capaz de definirse.
 
En el Ecuador se dan una serie de aparentes contradicciones. Bajo una óptica europea me pareció, al principio, que sus hombres y mujeres estaban siempre sucios, era mentira, lo que ocurre es que tienen un color de piel diferente al que no estamos acostumbrados. Me dieron también la impresión de que olían mal, y volví a caer en el error. En ellas y sin saber a ciencia cierta porque, los olores se mezclan dando como resultado uno nuevo, típico y sugestivo. Hoy me he habituado a su color y a su olor y he empezado a identificar a las personas, sobre todo a las del sexo femenino, únicamente por el olfato.
Otro aspecto digno de observación es su sentido naturalista tanto en lo relativo a su alimentación como a los remedios que emplean para el tratamiento de sus enfermedades, así como el respeto que tienen por quienes practican esta forma de medicina. Tal vez de ahí, del método que imponen los curanderos locales referente a la inmersión del cuerpo en diferentes tipos de baños aromáticos, les venga su afición, casi desmedida hacia el baño y el aseo corporal, pese a que, por desgracia, los medios y la infraestructura higiénica que posean sean, si no nulos, sí muy reducidos.

Como tantas otras veces el sol, el calor y la naturaleza me ayudan a recordar. Fue en mi primera salida a la costa cuando nuestro guía, deseoso de mostrarnos las peculiaridades de la zona nos llevó de visita a los “Baños de barro de San Antonio”. Hoy probablemente hubiera participado en ellos. A las afueras del pueblo que lleva su nombre y bajo su invocación, se levantaba un complejo recreativo formado esencialmente por un inmenso charco de barro rodeado por una amplia explanada de cemento.
Como complemento, piscinas climatizadas y duchas. Era impresionante ver a los hombres y mujeres introducirse en el barrizal y permanecer en él, totalmente recubiertos de lodo, durante horas y horas, para luego secarse plácidamente al sol. Tanto quienes se movían entre el barro como quienes al sol mostraban una pátina ocre-amarillenta producida por las emanaciones sulfurosas de la charca, daban la idea de seres extraídos de un cuento de ciencia-ficción. La realidad era otra. Tras el baño hombres, mujeres y niños se agolpaban bajo las duchas y procedían metódicamente a eliminar, junto al barro cuanta suciedad tuvieran en el cuerpo. Podían contemplarse familias enteras que, de forma ritual, tomaban los baños milagrosos según la inscripción habida a los pies de San Antonio. El si lo eran o no, carecía de importancia pero lo que era seguro es que influían en el sistema higiénico de la comunidad y además los vapores sulfurosos curaban y prevenían de ciertas enfermedades de la piel muy típicas y comunes en otras zonas del país.

Mis andanzas por esta tierra me llevaron meses más tarde al pintoresco poblado de Santa Rosa, sobre los márgenes del Napo en lo que pudiera considerarse la pre Amazonía. Entrar en ese mundo verde salpicado de pequeños núcleos comunales, adornado con chocas de caña “gadúa” con techo de hierba dura, es olvidarse de la civilización e integrarse en un mundo diferente. Pese a todo, las tradiciones se mantienen. Al margen de horarios y normas sociales los miembros de la comunidad se acercaban a la orilla del río y allí, entre juegos y risas, efectuaban su aseo antes de integrarse a sus tareas cotidianas. Entre el poblado y el río se levantaba un edificio solitario construido a base de bloques de barro cocido y tapizado casi por completo de esa hierba con que los lugareños de la Amazonía cubren todas sus construcciones.
Para mi sorpresa me encontraba ante el “baño-sauna” local, utilizado casi exclusivamente para la purificación de los cuerpos y de las almas. Allí los médicos de la aldea elaboraban los líquidos y las infusiones utilizados en sus curaciones y allí mismo, los habitantes de la aldea tomaban sus baños de vapor a fin de eliminar de ellos tanto los peligros provenientes de la selva como los creados por su mente.

Más tarde, cómodamente sentado sobre los mosaicos azules del turco de mi gimnasia intentaba comparar aquella rústica construcción con estas modernas instalaciones. No, no era posible. Sin embargo, eliminando mentalmente el ornado exterior y observando el elemento humano, volvían a surgir múltiples similitudes. La gente, inconscientemente, se dedicaba a su aseo. Los hombres se rasuraban mecánicamente aquel vello perdido que no pudo eliminarse en el afeitado matutino y las mujeres, a base de masajes y fricciones procuraban restar de sus cuerpos aquellos kilos superfluos que tanto les molestaban.
Era un ir y venir de gente que, despreocupada del resto, intentaba desechar de sí mismo, junto a grandes cantidades de sudor, los problemas, las preocupaciones o los efectos dañinos del último “chuchaqui”. Para muchos era un remedio terapéutico, pues el contraste entre el frío y el calor, fortalecía sus arterias y activaba su circulación, para muy pocos era un pasatiempo intrascendente. En la sociedad ecuatoriana la sauna y el masaje posterior era algo normal y cotidiano, algo intrínseco a su naturaleza.
El sol andino que caía de plomo sobre los riscos de Papayacta empezaba a colorear mi pecho. El murmullo del río cubría el conjunto de voces humanas que disfrutaban de las cinco piscinas del balneario termal. Pasé la mañana contemplando aquella masa de hombres y mujeres que metódicamente se introducían, primero en las piscinas templadas, luego en las de vapor y finalmente en las de agua helada. Salvo yo, todos se dedicaban al baño antes de pasar a efectuar su aseo personal.
Alineados de forma paralela al cauce del arroyo una serie de canalillos servían de ducha común. Allí, la práctica totalidad de asistentes procedían a un metódico enjabonado de cabeza y cuerpo. Me impresionó vivamente el sentido higiénico, no solo de los excursionistas y lugareños, sino de muchas familias de indios que bajaban puntualmente de la cordillera para cumplir con ese precepto ancestral de la limpieza.

Sin apenas darme cuenta mi piel había tomado una peligrosa tonalidad rojiza. Intenté y desistí, introducirme en una de las piscinas calientes y tras deambular un rato por las instalaciones me duché y me fui.
Había asistido a uno más de los baños comunitarios, tan típicos en el Ecuador. Había comprobado que el color oscuro no presupone suciedad, aunque muchas veces lo uno fuera emparejado con lo otro, había empezado a integrarme en una sociedad diferente a la mía y a la que poco a poco intentaba entender. Ya, por ejemplo, el color y el olor de las mujeres no me desagradaba sino que, al contrario, empezaba a activar mis fibras eróticas más sensibles.

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