jueves, 14 de enero de 2021

Otavalo

“Los lunes no deberían existir, las semanas tendrían que empezar siempre los martes”. Te acuerdas que cuando estabas enamorada y vivimos con igual intensidad los días y las noches, me lo repetías a menudo. Yo entonces me reía al notar en tu cuerpo ese cúmulo de sensaciones nacidas de un fin de semana en el que se ha vivido a la vez la alegría de la libertad, la luminosidad de un paisaje, la inquietud de una aventura y la culminación de un amor.
Nadie se ríe conmigo. Hablo y me hablan, pero mi mente está al margen de la realidad y mi cuerpo, cansado y sin vida, espera, como entonces el tuyo, que termine este lunes nefasto. Para quienes me rodean, estoy bien. Nada en mí denota abatimiento, me mantengo activo y ocurrente, pero quisiera desaparecer, enfermarme, perderme.
Todas mis reservas, todo mi espíritu de lucha, toda mi imaginación, se ha desmoronado. Lo que durante un año sirvió para mantenerme ha sido barrido por veinte días negros en los que las fluctuaciones sentimentales, laborales, profesionales y anímicas, han sido violentas y continuadas que me han impedido poderlas controlar y contrarrestar. Hoy estoy triste, muy cansado y giran en mi mente una serie de interrogantes que ni sé, ni quiero contestar. Estoy en mis horas más bajas tras un día maravilloso.

Las últimas semanas, frías, lluviosas y desapacibles, terminaron con sábados y domingos cuajados de sol. Para mi desgracia fui perdiendo esos días envuelto en una somnolencia cansina fruto de mi intranquilidad y desasosiego. Este sábado, cuando al levantarme, vi sobre el cielo azul los contornos agrestes del Pichincha, una alegría, conocida y olvidada, me impulsó a salir, a coger como antaño, el coche y recorrer cualquier camino. Todo era mejor que quedarme en casa contemplando las calles soleadas y vacías esperando, aburrido, el paso de las horas.
Busqué compañía en Berni, y juntos decidimos, más bien lo decidió ella, ir, como tantas otras veces, a Otavalo, para allí perdernos entre el ir y venir de turistas, comerciantes y curiosos; comprarme unos “barros” en la india Gayona, que juraba por sus antepasados su autenticidad y que, debido a sus muchas penurias económicas, me los vendía a un precio ridículo y regalarle, por enésima vez, un collar de cuentas de cristal a Berni, ante el cual su ilusión juvenil se desbordaría. Para ella, como para ti, el valor material del regalo no cuenta, solo valora ese pequeño detalle de cariño.
Aunque no lo creas, elige regalos muy baratos pensando que es ella quien los paga, pero sabiendo que seré yo, al final, quien se lo obsequie. Eso sí, todos son encantadores, únicos.

Te dije que el día era hermoso, posiblemente uno de los mejores que recuerdo. El cielo, totalmente azul, producía una extraña sensación al recortarse nítidamente contra las montañas. La visibilidad, favorecida por las lluvias anteriores, era perfecta. Al ir avanzando hacia el norte, el Cayambe y el Cotopaxi se alternaban ante nosotros. Nada impedía su visión. Nunca hasta entonces había contemplado así aquellas grandes moles. Lo que otras veces era niebla y bruma había desaparecido, y poco a poco, la silueta de la montaña se engrandecía ante nuestros ojos. A veces, sentimos la tentación de olvidarnos de Otavalo y dirigirnos al último refugio de la montaña para desde allí poder observar los inmensos valles que la rodean, pero nuestra curiosidad, o mejor la mía, era superior; quería ver el Imbabura despejado, aspiraba a descubrir cualquier posible encanto de aquella población comerciante y trabajadora que vive a la sombra de este monte sagrado, quería en el peor de los casos, tomar el sol plácidamente acostado sobre los verdes prados que rodean la Laguna de San Pablo.
El mercado de Otavalo era, como todos los sábados, una fiesta de luz y color. Entrando por el Sur, donde se sitúan los vendedores de alimentos, nos entremezclamos con gentes que discuten y porfían en busca del grano, la verdura, la papa o la yuca, o que, plácidamente recostados, comen sabrosos platillos de “chancho con mote y cebolla”. A derecha e izquierda matronas otavaleñas alternaban la dura tarea del porte o de la venta con la de alimentar a sus pequeños. Por todos los sitios, un olor penetrante y variado indicaba la cocción o el asado de un animal, o la acumulación de culandro y demás especias aromáticas. La suciedad y los desperdicios que aparecían tapizando la zona podía ser la nota molesta para cualquier observador extranjero, pero a mí, había dejado de impresionarme y me movía entre ella con soltura y discreción.

Ascendiendo por el lateral oriental nos introducimos en la calle dedicada a la venta de pañuelos, bolsos, abrigos y cinturones. Los tenderetes pequeños y las mercancías variopintas. Tan pronto se te ofrecen objetos de la zona amazónica como de la sierra o de la costa. Es muy difícil saber a ciencia cierta que se compra y cual es el precio real de los productos.
La zona norte se dedica exclusivamente a la venta de collares. Decenas de tableros protegidos por toldos y sombrillas ofrecen a los posibles compradores los típicos collares otavaleños, antaño de oro y hoy de cristal amarillo importado de Yugoslavia, mezclados con los rojos, propios de Cotopaxi, con los de concha y coral negro exclusivamente de la costa, o con los de bronce, cerámica y piedra típicos de la sierra. Esporádicamente uno se sorprende ante alhajas, aparentemente antiguas, a precios muy elevados, sobre las que se cuentas fantásticas historias, a mi entender imaginarias, solo tendentes a picar la curiosidad de los visitantes. Como ya te imaginarás, recorrimos esta zona varias veces hasta que por fin, y tras mucho regatear, compramos un bonito collar de latón, justo el que Berni quería.
Cerrando la plaza por su parte occidental se encuentran los puestos de lanas, sombreros, telas y mantas; típicos productos de la artesanía local.
Este marco insólito y muchas veces desordenado, acoge un conjunto de templetes de hormigón o madera, donde los otavaleños exponen sus creaciones más selectas. Pueden verse tapices de lana, trajes de lino, alfombras, blusas, gorras “chompas”, guantes; todo con dibujo y coloridos autóctonos. En el interior, hombres y mujeres, vestidos, no ataviados, con trajes regionales discuten y porfían sobre el precio de las diferentes mercancías, mientras los niños se entremezclan con los turistas deseosos no solo de comprar, sino de captar fotográficamente el colorido, el ambiente y el tipismo de este mercado único del Ecuador.
Al final, tras haber caminado, preguntado y discutido compramos los “barros” y fuimos a comer, en la muy típica y señorial “Hostería de San Pablo”. Tras la comida retomamos el coche y decidimos pasear por los alrededores de la laguna.
La primera vez que la contemplé alguien me contó que en la madrugada del 24 de Junio las otavaleñas se ofrecen desnudas al dios del lago para purificarse. Era una leyenda y como tal la tomé. Hoy, sin embargo, pude comprobar la parte de verdad de la misma.
El destino nos llevó a una gran planicie verde recorrida, en su extremo norte, por un arroyo proveniente del Imbabura. Allí tumbados a la sombra de unos eucaliptos, nos dedicamos a mirar el quehacer cotidiano de los habitantes que pueblan la laguna.

Precedidos por el hombre, familias enteras confluían sobre las orillas y con un ritual casi sagrado, iniciaban, por orden, sus abluciones. Primero era el padre quien se despojaba de sus ropas y cubierto con un pequeño monteo, a modo de toalla, se introducía en el agua. Empezando siempre por la cabeza efectuaba su aseo personal. Al salir se cubría con un amplio poncho azulado y esperaba, bajo los tibios rayos del sol, que se secara su pelo y su piel.
A continuación la mujer empezaba a desnudarse. Se despojaba primero de sus zapatillas, luego de la cinta multicolor que ciñe por la cintura sus vestidos, después del corpiño, más tarde se sentaba y se desprendía de la falda, quedando únicamente vestida con una gran enagua blanca. Se envolvía por último con un “anaco”, especie de túnica oscura, y sujetándolo sobre sus pechos retiraba de si las enaguas quedando totalmente desnuda cubierta exclusivamente por él. Así, entraba en el agua. Empezaba por lavarse el pelo, que tras múltiples aclarados recogía graciosamente en un moño situado sobre la frente, a continuación, se adentraba en la laguna y abriendo el “anaco”, siempre de espaldas a la orilla, se frotaba con él la espalda, los brazos, el cuello y los pechos. Por último, se enjuagaba con pequeñas inmersiones y salía a secarse junto al marido. Igual o parecido tratamiento efectuaban a continuación el resto de la familia.
Enmarcado este baño ritual grupos de mujeres se dedicaban al lavado de la ropa, utilizando para ello grandes tallos de “cabulla”, detergente natural procedente del “penco” en su variedad “castilla”. Como entonces supe, la variedad “negro” de esta planta, conocida también como “maguey” sirve para elaborar, mediante un fácil procedimiento, sogas y cuerdas, extrayéndose además una pulpa utilizada para el tratamiento de enfermedades artríticas. Hombres dedicados al pastoreo de “chanchos” y niños jugando sobre la pradera. En comparación con el mercado de la mañana aquello era diferente, se perdía en colorido pero se ganaba en pureza, veía la vida cotidiana de los otavaleños desde un ángulo hasta ahora insólito, lo folclórico y lo populista había dejado paso a lo real.
El sol declinaba sobre los nítidos perfiles del Imbabura cuando iniciamos el regreso a Quito. Volvimos sofocados y con las huellas de múltiples picaduras de mosquitos, pero nos sentimos felices. El día había sido perfecto.
El recuerdo de aquellas horas, de aquel ambiente casi idílico es lo único capaz de ayudarme a pasar estas horas amargas. Mañana descansado y tranquilo habré olvidado el hoy y recordaré solo aquel hermoso sábado en el que vi y conocí, por obra y gracia de una gran amiga, a los otavaleños fuera del marco turístico en el que siempre los había situado.

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