jueves, 7 de enero de 2021

Broadway: Teatro de bolsillo

Las bellas artes nunca han sido mi fuerte. En música, por mas que se han empeñado quienes me rodean, apenas distingo a Mozart del resto de los compositores, de los cuales, aunque me suenan muchas de sus obras, por lo general suelo entremezclarlas, las adjudico mal y no las centro en el tiempo, en definitiva, no las entiendo. En pintura, tal vez por cierto arraigo familiar, tengo más conocimientos, sin embargo, ni me he introducido en las nuevas tendencias pictóricas, ni alabo y pondero a los grandes artistas contemporáneos. Como toda mi generación soy un amante del impresionismo de finales del XIX, admiro la época azul de Picasso y la maestría de Dalí como dibujante. En poesía y literatura mi saber se amplía. He leído mucho, aunque a veces he de reconocerlo, sin asimilar al máximo el contenido de los libros. En este aspecto prefiero el fondo que la forma, y por supuesto, los estilos vanguardistas no logran, generalmente, prendar en mi ánimo de lector empedernido, y aunque procuro estar al día, en general, no son para mí esas obras, motivo de admiración.
De las escénicas, el ballet y la danza, por estar íntimamente relacionadas con la música, nunca me interesaron. El teatro y el cine fueron, durante toda mi vida, las manifestaciones artísticas que más me atrajeron. Hoy se une a ellas la fotografía, arte en el cual se conjuga la genialidad del artista que todos tenemos dentro, con una técnica depuradísima que empieza con sofisticadas cámaras, enormes repertorios de películas cromáticas, amplia variedad de dispositivos adicionales y la siempre sugestiva técnica de trucado y montaje, otra manera.

El teatro y el cine han sido mis vicios de juventud. Del primero me tentó, no la interpretación, imposible para una persona como yo con mala dicción y peor figura, sino la dirección, el juego escénico, la posibilidad de crear arte sobre la base de jugar con quienes lo interpretan o con quienes lo han creado. Un buen texto puede ser representado de diferentes formas, puede, bajo el hábil trabajo del director, tener plena vigencia tanto en la época griega como en pleno siglo XX, puede con ligeras matizaciones, ser perfectamente adaptable a la sociedad europea, americana o japonesa; es sin duda un recurso inagotable por reflejarse en él las pasiones humanas y en el que solo cambian, con el tiempo, la decoración, el ambiente o el léxico. Del segundo fue su poder de captación a gran escala lo que me cautivó y, como no, el hecho de ser un arte nacido casi en mi generación y al que todos, por su novedad o por su belleza, nos hemos sentido atraídos.
Con estos antecedentes está claro que esa serie de preguntas con fondo artístico que muchos se plantean cuando, por una razón u otra, se la desplaza con entorno, en el que vive normalmente, como pueden ser: ¿Qué tipo de música podré oír?, ¿Habrá representaciones teatrales, pictóricas o literarias?, no me afectaron en lo más mínimo. Mi sentido común, quizás excesivamente lógico y realista me susurraba algo así como: “acomódate a la sociedad en que vives y aprovecha al máximo las oportunidades humanas, culturales y económicas que esta te brinde”.

El paso del tiempo fue dando razón a mi razón. Había cine, pero en inglés y con subtítulos, muchas exposiciones de pintura, algunos conciertos y poco, muy poco teatro. Cabía decir que el quiteño no era consciente de la existencia de este tipo de arte. La razón o las razones salían fuera de mi capacidad de entendimiento. Tal vez la falta de difusión, las pocas representaciones o la inexistencia de una antigua cultura teatral eran las causas del hecho, por lo demás, constatable a simple vista. A diferencia de la literatura que, impulsada por no se quien, estaba relanzando a los clásicos ecuatorianos de forma que pudieran ser adquiridos y leídos mayoritariamente, el teatro arrastraba una existencia tediosa. A falta de ser realista podíamos pensar que en Ecuador esta era una forma de expresión artística totalmente desconocida.
La catedral del arte escénico quiteño es por antonomasia el Teatro Sucre. Situado sobre el centro colonial guarda aún todas las reminiscencias de la arquitectura de los siglos XVII y XVIII. La conjunción de sus formas, el colorido blanco y azul de sus frontispicios y balconadas, los jardines recoletos y sobrios que lo anteceden, las estatuas que lo enmarcan, recuerdan esos teatros españoles que aun hoy se mantienen en algunas ciudades extremeñas o andaluzas.
En él, después de varios meses de ensayos, un grupo semiprofesional puso en escena la “Opera de los tres centavos” de Bertol Brech y a él, animado por el afán de conocer más a fondo el mundo teatral ecuatoriano, me encaminé el día del estreno. Llegué, demasiado pronto y eso me dio la oportunidad de poder admirar su interior. Sentí añoranza al contemplar aquellas filas de butacas tapizadas de rojo, aquellos palcos blancos volcados sobre el poscenio, aquel escenario amplio y abierto coronado por el universal símbolo de la farándula, aquella araña inmensa que colgaba vacilante del techo. Todo me recordaba los viejos teatros madrileños, hoy por desgracia desaparecidos, en los que con mi hermano y mis amigos fui aprendiendo las interioridades de este arte y en los que admiré a los viejos actores capaces de interpretar, con igual pureza, el drama, la comedia, el sainete o la revista.
Poco a poco el teatro se fue llenando y poco a poco mi admiración fue en aumento. No, no era como en el Madrid actual, era más bien como en el Madrid de los años 50 y 60. Matrimonios maduros, jóvenes progresistas, grupos teatrales independientes iban lentamente el patio de butacas. Yo, con mi traje y mi corbata, me sentía un poco desplazado entre aquel público heterogéneo, bullicioso y entendido.
La representación, los discursos, los corrillos, los comentarios, todo me acercaba una y otra vez a los teatros en los que entrábamos gratis formando parte de la “claqué” y en los que, a una orden determinada de su jefe teníamos que aplaudir calurosamente.
Salí contento y pensativo. A mí, personalmente me había gustado todo; dudaba no obstante, que ese fuera el tipo de obra capaz de hacer popular este arte entre la sociedad en que vivía.
Pasaron los meses. El Sucre mantenía sus puertas cerradas y solo esporádicamente las abría para efectuar alguna reaparición de la conocida “Opera de los tres centavos” o algún festival artístico de carácter benéfico. De vez en cuando leía en la prensa la puesta en escena de una obra corta o la presentación de cierto grupo experimental en “La Casa de la Cultura”, “El Charlot”, “El Broadway” o “El Prometeo”, cuatro pequeños teatros que eventualmente abrían sus puertas los fines de semana, pero nada más. Mi interés teatral fue decayendo. Parecía que nada pudiera motivarme otra vez hacia el mundillo artístico que tanto me interesa, y que aún, a veces, hacía vibrar mi espíritu.
“El Broadway” pequeño teatro de bolsillo, está situado sobre la calle “18 de Septiembre”, a menos de una manzana de mi oficina, y se quiera o no todos los días paso por delante de sus puertas. Durante meses no supe si abría diariamente, si representaba comedia costumbrista los fines de semana, o si era una especie de club disfrazado; de vez en cuando, grandes carteles anunciaban una determinada representación en la que parecía mezclarse arte, sexo y música, y que por lo general, desaparecía a las pocas semanas.
Siempre me picó la curiosidad de entrar y comprobar lo que realmente se representaba, pero nunca, por una u otra razón, me atrevía a traspasar sus puertas.
El azar, la casualidad o mi buena suerte, acabo con el maleficio que me atenazó durante meses. Una de mis amigas, tal vez la más querida, me comentó ilusionada su incorporación al elenco artístico del Broadway y su próxima aparición en escena. Con ella fui varias veces a los ensayos y por ella asistí a la función inaugural.

Sesenta sillas distribuidas asimétricamente sobre una superficie de unos 100 m2 daban marco a un escenario pequeño y acogedor. Las paredes, tapizadas de azul oscuro, aparecían adornadas por grandes ídolos, no del teatro sino de la cinematografía mundial. A la derecha, surgían los rostros, entre divertidos y preocupados, del “Gordo y el Flaco”, al lado del legendario Frank Sinatra. Detrás, la mítica figura de Bogart mostraba su sonrisa cínica y arrogante, a la izquierda Charlot y su joven amigo miraban extrañados el ir y el venir de los asistentes y junto a ellos la frialdad del rostro de Marlon Brandon contemplaba la decoración del lugar. Sobre el escenario el símbolo mundial del teatro, la máscara que llora y ríe, amparaba desde lo alto, a quienes, a sus pies, se esforzaban en representar, de la mejor manera posible, el drama de la vida.
Ante mi asombro el teatro se llenó y casi a la hora prevista se inició la representación. Tanto Ernesto Alban, como Marcelo Guerra o Monika Ocampos, cumplieron su cometido a la perfección. El primero, actuando y dirigiendo de manera sobria y comedida, el segundo añadiendo la comicidad y el gesto a un guion cuajado de chistes escenificados y la tercera, poniendo su arte y hermosura sobre un escenario desprovisto de todo elemento decorativo. Completando el elenco, el grupo de “Trovadores de Recuerdo” amenizaban los entreactos con números musicales típicamente ecuatorianos. El espectáculo, anunciado en la prensa como picaresco, terminó con un magnífico monólogo en el que Ernesto Alban mostraba su excelente arte interpretativo, pasando de la tristeza a la sonrisa, de la ternura a la rabia y del candor al odio, todo ello ante mi mirada atónita que no entendía, o no quería entender, lo que estaba viendo.
Salí con los actores y con ellos comenté lo visto. Supe de sus penurias económicas para la puesta en escena de la obra, de la falta de vestuario, de los problemas con la luminotecnia, de su ilusión, del poco contacto con el público, en fin, a lo largo de una noche de copas e intimidades, fui empapándome de la bohemia artística quiteña. Hubo cosas, como las cortinas musicales, que me remontaron a mis primeros contactos con el teatro, cuando la falta de medios obligaba a utilizar al máximo la inventiva, hubo comentarios respecto a la forma de promocionarlo en lo sucesivo, surgió el tema de los “cafés teatros”, en donde los asistentes, mientras tomaban una copa podían contemplar la representación escénica, para luego seguir bebiendo y bailando. Hubo confesiones, risas y discusiones. Al amanecer, el llanto entrecortado de Monika, quien sabe si por la emociones de la noche, por algún amor perdido en su cálido Guayaquil o por esa eterna tristeza que embarga a las mujeres cuando la noche deja de ser tal y el día aun no ha despuntado, me hizo comprender que, en su mundo, la risa siempre va acompañada del llanto y juntos la esencia, el principio y el fin de la farsa de la vida que ellos, a base de sacrificio, entrega y cariño, nos presentan.

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