sábado, 2 de enero de 2021

La graduación


Entramos en pista. Despegue inmediato

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Hace casi un año aterricé en este mismo aeropuerto y salvo mi estado anímico todo se mantiene igual. El clima, el cielo azul, las gentes, la fisonomía urbana, todo ha permanecido con el tiempo. Yo no. Llegué preocupado y nervioso. Ante mí se extendía un periodo indefinido durante el cual tendría que enfrentarme con un trabajo que no dominaba y con una sociedad difícil y desconocida. Todo ello agravado por un desamparo familiar y emocional y por la carencia, casi absoluta, de medios técnicos y humanos sobre la que sustentarme. Ahora, tras mis primeros once meses en tierra ecuatoriana, salgo triste.


Ayer, cuando veía descender lentamente la niebla sobre las calles de Quito, los recuerdos se agolpaban en mi mente. Quise pasar solo la última noche y ni eso pude. Alguien, conocido y anónimo, me llamó para despedirme. Alguien que, empujado por el alcohol, la animación de una fiesta o la necesidad, insistió desde la impunidad del teléfono, para no decirme lo que quería, para, quizás sin saberlo, tranquilizar mi espíritu y sobre todo, para dejar caer una gota de inquietud en mi corazón.
Me acosté pensando en una amistad nacida del diálogo y la discusión que se convirtió, sin apenas darme cuenta, en algo distinto que se escapó de mi control. Me dormí imaginando que un mes de ausencia diluiría esa atracción que de forma violenta había brotado. Soñé en la hipótesis futura ante un encuentro cierto y de imprevisibles consecuencias.
En mi fuero interno agradecí aquellas dos horas de conversación variada y picante en la que se mezcló el erotismo del beso, lo excitante de una cita y la intimidad de una confesión.
Mi última semana había transcurrido sin apenas sentirla. Siete días locos tras dos semanas de austeridad y recogimiento. Siete días que se iniciaron la llegada del Papa en un clima de curiosidad y exaltación religiosa, con gentes atentas y anhelantes alrededor del Santo Padre, con calles vacías y grandes concentraciones humanas allí donde el Pontífice exhortaba a los fieles. Días en los que empezaba a celebrar mi regreso y en los que iba, sin apenas sentirlo, de la noche a la mañana. Días que se continuaron con noches íntimas en las que las despedidas se tornaban tristes, pasando primero por el amor y finalmente por el sexo. Noches últimas dentro de una cadena de adioses y hasta pronto. Noches en las que aquello de “… que los pases bonito” moría bajo la pasión de los besos.
Fue una semana en la que todo lo que había imaginado a lo largo de los últimos meses se fue cumpliendo, en la que todo ocurría de forma normal y espontánea, en la que el tiempo se escapaba de mis manos sin apenas sentirlo, en la que la única inquietud radicaba, como siempre, en la lucha, ahora noble y honrada contra una Administración que quería terminar como fuera el trabajo que se estaba efectuando.
Al anochecer, mientras recorría la Avenida de Amazonas en busca de una floristería abierta, mis ojos se iban poco a poco humedeciendo recordando los sucesos de aquel sábado.


Fui invitado a una graduación y, como siempre, volví a sentir una sensación extraña que me sacude cuando me introduzco en una celebración ajena. Me impresiona la seriedad de los graduados, ataviados con manto y bonete, la hondura de los discursos, los juramentos de fidelidad y sobre todo la alegría compartida de los nuevos profesionales, sus familiares y sus amigos. El juego del rojo sobre el negro resaltando sobre una multitud desordenada y bulliciosa será algo que no solo capte mi cámara curiosa sino que se impresionó para siempre en mi cerebro.
Tras lo académico, lo familiar y festivo. En la casa se inició una de esas típicas fiestas en las que se mezclan, en partes proporcionales, la comida, la bebida y el baile. A la sombra de un enorme árbol de “taxos” y rodeados por miles de flores de “capulí” empezamos a tomar “chica de maíz” acompañada de pastas y caramelos. En el comedor nos esperaba una enorme mesa tapizada de alimentos. Allí las mujeres de la casa habían dispuesto una sabrosa fritada de “chancho”. Junto a la carne deshuesada y troceada de cerdo aparecieron platos con “choclos”, queso, aguacates, tomates, “cebolla paiteña”, “tostado”, “canguil”, tortas de papas, y como no, tazones y tazones de ají de diferentes calidades. Parecía que la comida no tenía fin. Cuando algún plato quedaba vacío era automáticamente repuesto. Cuando alguien pedía más chica o más cerveza esta aparecía de forma inmediata. Era un comer incontrolado ante la atenta mirada de la dueña de la casa que respondía con una amplia sonrisa a las lisonjas de quienes, ya con gula, devoraban todo lo que había penosamente cocinado a lo largo de la semana.
Concluida la comida nos retiramos a una salita en donde, al son de la música y con abundante whisky y aguardiente de caña se inició el consabido baile. Las mujeres, en estos casos más dispuestas que los hombres, evitaban que ninguno de los presentes se mantuviera en su puesto. Tan pronto estaba enfrente de la anfitriona, como de su madre o de cualquiera de sus amigas. Era prácticamente imposible mantenerse al margen de aquel popurrí de ritmos y de aquel incesante cambio de parejas.
Cuando, desde mi punto de vista, creí conveniente retirarme y empecé a despedirme, fui seguido por la anfitriona quien me rogó que me quedase pues su madre había elaborado una tarta para festejar su graduación y mi despedida. No pude irme.
Diversas infusiones aromáticas dulcificadas con miel de abeja y extraños cócteles de vino dulce con aguardiente sirvieron para acompañar aquel sabroso pastel, que, incomprensiblemente, fue poco a poco desapareciendo.
Al final, como siempre, los discursos. No sé si fue el ambiente, el calor, o la proximidad de mi viaje el caso es que las palabras de quien habló dirigidas en parte a la graduada y en parte a mí, me impresionaron. No me conocía nada, nunca me había visto y sin embargo logró convencerme. Yo era un amigo, un buen amigo para su prima y su familia, alguien venido de lejos e integrado en una sociedad muy diferente a la suya, un ser querido que ahora se iba pero que todos deseaban que regresara pronto.
Me marché con una sensación mezcla de soledad, tristeza y gratitud. Muchas cosas me habían pasado en los últimos once meses. Como dije al llegar y así sucedió, había vivido entre gentes con las que pasé momentos maravillosos, había conocido sus costumbres, sus virtudes y sus debilidades. Me habían enseñado, y tal vez, algo habían aprendido de mí. En aquellos meses había amado y me habían amado, prorrogué deseos y odios inalcanzables, fui cauto en comentarios, objeto de estudios y análisis, fui un ser, de entrada, rechazado o atacado, aunque luego, como esta noche supe, entrara a formar de alguna manera, parte de sus vidas.


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Pueden fumar si lo desean, pero sigan haciendo uso de sus cinturones de seguridad hasta nuevo aviso. El comandante Martínez y su tripulación les…

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Había dejado suelo ecuatoriano y con él, amigos y problemas. Dentro de 30 días regresaría para encontrarme con otras situaciones fruto de mis vivencias anteriores detenidas por el tiempo o de nuevas reacciones nacidas por el trato constante de la gente que me rodeaba.

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