Con el paso del tiempo la soledad empieza a reinar en mi castillo de hormigón. Lo que en su día pudo ilusionarme ahora se vuelve monótono y cansino. Todo aquello que me atrajo durante los primeros meses ahora me es indiferente. El afán de aventuras, la búsqueda de lo novedoso y excitante, ha dado paso a un recogimiento casi monacal. Tal vez los repetidos fracasos, las mentiras o la incomprensión han ido variando mi carácter. Ahora me enfado y me recelo, de forma consciente ataco por herir y salvo honrosas excepciones soy agresivo e impertinente. En las últimas semanas, sin saber exactamente porqué, he tenido enfrentamientos serios con quienes me rodean por cuestiones mínimas que en otro momento no me
hubieran afectado.
Desde hace un mes me recluyo en casa, leo o medito, siento que algo me falta. En el trabajo, el empeño por terminar lo que un día empezó con alegría, ha ido por a poco expirando bajo una montaña de oficios, réplicas y contrarréplicas. En el amor, alguien que debía estar conmigo y que a su forma me modelaba el carácter y absorbía mis reacciones violentas, se encuentra separado de mi por un océano. Más aún, mi lógica cartesiana, desprovista de cariño ha creado a mi alrededor un muro sobre el que conscientemente estrello cualquier aproximación sentimental de las que inevitablemente me surgen. Únicamente ese ápice de romanticismo que a veces aflora en mi subconsciente me hace añorar a ese pequeño ser que eventualmente y sin motivo justificado se introduce fugazmente en mi vida haciendo las veces de amiga, confidente y amante, que desaparece luego sin dejar huella, sin que pueda saber ni donde vive, ni como me volveré a comunicar con ella.
Pobre Felipe. Hace tres meses llegó a Quito y por esas casualidades del destino alquiló un apartamento en mi mismo edificio. Nuestras relaciones, al principio, fueron frías. “Buenos días”. “Buenas tardes” y poco más. Luego mejoraron. Hoy, por una serie de hechos fortuitos puede decirse que somos hermanos.
Uno de los grandes tópicos del español, pues es un hecho que aún no he investigado con detalle, es el intentar ligar a una o a varias mujeres, es sentirse, en un momento determinado, conquistador o play-boy. Por ahí hemos pasado todos y todos, casi sin excepción, hemos fracasado. Iniciamos nuestras posibles aventuras con ardor e interés, erramos, nos sentimos rechazados una y mil veces para, a la larga, olvidarnos de este juego y caer en el vicio de la conversación, el comentario, la sátira o la burla, siempre inserta en un grupo de contertulios desengañados, no por convicción sino por la realidad cotidiana dimanante del sexo contrario.
En este círculo cayó el bueno de Felipe y en él empezó a sentir los aguijonazos, a veces crueles, a veces jocosos, de quienes lo formábamos, tan pronto lo lanzábamos contra la más fea, como contra la de peor carácter. Bien tenía que ir a por bebidas como servir de solícito chofer. Cualquier cosa que se le pidiera la realizaba sin pestañear, confiando siempre en obtener, al final, un premio femenino, cercano y a nuestro entender imposible.
Pero, para su desgracia, nos equivocamos. Felipe, al contrario de nosotros, es joven y soltero. No tiene compromisos y le gusta, con moderación y, por lo general, va elegantemente vestido. Con estos atributos no fue extraño que en la primera reunión a la que le invitamos, reunión que como todas las que mensualmente celebrábamos estaba salpicada de chicas, más o menos liberadas, y en la que el whisky, la ginebra y el vodka corrían a raudales, se encaprichase de Silvia, magnífica hembra de piel morena nacida en Machala y como tal ardiente y desinhibida, con ritmo de salsa en las venas, mirada dulce y labios gruesos muy sexuales. Poco a poco, sin apenas darnos cuenta, pues como siempre nos dedicamos a beber, discutir y hacer el gamberro, la parejita fue amartelándose en un rincón. Cuando quisimos darnos cuenta ambos habían desaparecido.
No sé cómo acabó para ellos la noche, pues la versión que de ella me dio, más tarde Felipe, discrepa algo de lo que pasó a continuación. Según él, el licor, la emoción de la primera conquista, el miedo a lo desconocido y la efusión de Silvia hicieron que su lívido se cohibiera y que lo que pudo ser una “orgía perpetua” quedara simplemente en “un mal polvo normal”. Pese a todo esto, Silvia se prendó sexualmente de Felipe.
Tal como me lo cuenta, apurando sin prisa una copa de vino, no medía en sus relaciones ni el diálogo, ni lo excitante de la conquista. Según llega se le echa en los brazos y durante la primera media hora se lo come a besos, mientras, sin ningún tipo de escrúpulos, lo desnuda y se desnuda rápidamente. A continuación, sin moverse del sofá, lo viola. Luego, tras una ducha y un pequeño descanso, lo arrastra a la cama en donde inicia el segundo acto de la función. Como es lógico, la forma física y mental de Felipe no están en condiciones de atacar, con ímpetu, este nuevo round. Es ahora, cuando la experta Silvia utiliza todo su saber para ponerlo en condiciones óptimas de actuar. Tan pronto son las caricias como los besos o los masajes. El caso es que a la larga consigue su objetivo. Pero ahí no termina todo. Silvia prepara entonces un ligero refrigerio y tras consumido vuelve a la carga. En este momento Felipe no desea más que dormir. Sin embargo, la boca de Silvia hace maravillas. Lo que parecía un órgano flácido y carente de vida, va tomando forma. Aquello incapaz de recuperarse termina adquiriendo su posición erecta para enterrarse, por último, en el sexo oscuro de la muchacha.
Por fin el sueño reparador hace su presencia entre los amantes. La mañana, o más bien el amanecer, de nuevos bríos a la pareja, más bien al elemento femenino de la misma, que se lanza otra vez sobre Felipe, y por no se sabe que procedimiento, logra excitarlo y poseerlo por cuarta vez. Luego la ducha conjunta, el fugaz desayuno y la ida al trabajo con unas profundas ojeras fruto de una noche de lujuria desenfrenada.
Todo esto, como muy bien se comprende, no hay ser humano que lo aguante. Desde hace aproximadamente un mes, Felipe se pasa horas en mi casa huyendo de la ninfómana de Silvia. Allí me cuenta sus desventuras eróticas y se repone de los abusos de su amante. Desde allí, una o dos veces por semana le llama para excusarse o para quedar bien concertando una nueva cita de la que, como siempre, saldrá mal parado.
Pobre Felipe, tuviste que ser tú quien sufrieras los desenfrenos sexuales de las mujeres ardientes, quien enseñarás a los amigos los efectos demoledores del amor alocado. Cuando ahora te veo recostado en mi sofá, lejos de la posesiva Silvia, ya no te envidio como antes, más bien te compadezco. Es mucha mujer para ti, como creo que para todos. En mi fuero interno pienso en mi “guambrita quiteña” real y quimérica, fría, alegre, conservadora, distante, risueña, llena de problemas y siempre novedosa por lo que dice, piensa o hace. No sé cuándo la veré y cómo reaccionará, pero está claro que con el tiempo nos hemos ido acoplando, que cuando nos necesitamos nos encontramos, y entre ambos, lo agrio, los desagradable, lo violento, ha dejado paso a lo amable, lo tierno, lo cariñoso. Juntos vivimos una relación imposible en la que no existe el reproche y la mentira, pues sabemos que si existieran tendríamos que separarnos.